La última bandera

La última carta

“Doc. No sé cómo de agradecida está la nación,
ni cuánto lamenta el presidente tu pérdida y todo eso…
Pero aquí está: la bandera de tu país.”

Sal Nealon en La última bandera, de Richard Linklater

 

El último deber, de Hal Ashby

En la novela El último deber, dos veteranos de la Patrulla Costera, Billy ‘Bad-Ass’ Buddusky y Richard ‘Mule’ Mulhall, escoltan a un novato al que el servicio militar le ha durado la entrada por la salida: ocho años de prisión por meter la mano en la hucha de la polio, gestionada por la mujer del almirante. Un castigo ejemplar que resulta excesivo incluso para los celadores, que deciden convertir la travesía a gastos pagados en un viaje iniciático por bares y prostíbulos, como si fueran las últimas voluntades de un joven condenado a muerte. Aunque dudan en entregar al preso, saben que no pueden incumplir su misión… pero eso no les impide hacer el viaje más llevadero.

Es el año 1969, y la obra de Darryl Ponicsán carga contra un sistema militar que devora a sus propios hijos igual que el dios Saturno. Es la época convulsa de los primeros pasos de la presidencia de Richard Nixon, de las protestas contra la guerra de Vietnam y del Nuevo Hollywood. En 1970, Robert Altman estrena una de las cumbres del cine antibelicista, M.A.S.H. Y un año después comienzan a publicarse los Papeles del Pentágono, un golpe cruzado contra la mandíbula de una administración mentirosa. El conflicto vietnamita empieza a tocar fin, y en 1973, como una nueva estocada, la historia de Ponicsán es adaptada al cine bajo la dirección de Hal Ashby, manteniendo el título de El último deber (The Last Detail), con el escritor como co-guionista y con Jack Nicholson salido de la contracultura (en 1969 aparecía en Easy Rider de Dennis Hopper) en el papel de Bad-Ass, protagonista de un triángulo completado por los actores Otis Young (Mule) y Randy Quaid (dando vida al joven preso Meadow). Frente al desolador final de la novela, la película de Ashby ofrece una variante mucho más sutil y perversa en la que, tras cumplir su misión, las figuras de Bad-Ass y Mule desaparecen en el horizonte desfilando al ritmo de una marcha militar extradiegética: dos autómatas incapaces de desviar su rumbo, entregados a las órdenes de mando. Dispuestos a cumplir un nuevo deber sin rechistar, probablemente a sabiendas de que -a diferencia de la novela- el que acaban de realizar no será el último.

El plano final de El último deber

Con este paisaje antimilitarista en el frente, en el año 2005 Ponicsán recupera la estructura y la esencia de su ópera prima para construir un nuevo relato enfocado hacia la guerra de Irak. Es la época de George W. Bush, de las armas de destrucción masiva y de la caída de Saddam Hussein. El conflicto armado se convierte en una nueva fábrica de cadáveres, y la guerra de Vietnam reverbera en el nuevo enfrentamiento. La última bandera, el título que recibe el libro de Ponicsán, podría considerarse una secuela espiritual de El último deber, pero la obra no tiene más interés que lo anecdótico en volver sobre sus protagonistas (de los que apenas conserva los nombres). La última bandera es más bien un pliegue, un espejo en el que se proyectan las preocupaciones del pasado. Un juego de dobles y reflejos gracias al cual podría resultar hasta comprensible que si Hal Ashby, director insigne del Nuevo Hollywood, dirigió la primera adaptación al cine, fuera ahora Richard Linklater, otro celebrado director del nuevo cine norteamericano, el interesado en adaptar la nueva historia.

Famoso por sus operaciones sobre el tiempo -con la trilogía ‘Antes de…’ (1995, 2004 y 2013) y Boyhood (2014)-, la obra de Linklater a menudo ha basculado entre el perfil ensayístico (Waking Life -2001- o A Scanner Darkly -2006-) y otro de corte aparentemente más convencional (Escuela de rock -School of rock, 2003- o Bernie -2011-, protagonizadas ambas por Jack Black). Experto en el retrato a través de la duración, pero también desde la distancia que esa misma temporalidad otorga, cabe señalar que el preciso díptico sobre el espíritu juvenil de los setenta que supone Movida del 76 (Dazed and Confused) y Todos queremos algo (Everybody Wants Some!!) fue rodado en 1993 y 2016, respectivamente. Tal vez por eso, aunque Linklater se interesara por la novela de Ponicsán en el momento de su publicación (2005), su estreno no llegue hasta ahora, con la distancia que ofrece el tiempo.

Los personajes de Hal Ashby (arriba) y de Richard Linklater (abajo)

La última bandera (Last Flag Flying, 2017) recoge los cadáveres sembrados por El último deber. El traslado de un condenado, de ese devenir-muerto colmado de últimas voluntades que ocupaba la película de Ashby, ha transmutado en la película de Linklater en el traslado de un cuerpo sin vida, de ese devenir-fantasma que supone el cadáver repatriado de un joven marine abatido en Irak.

Steve Carell, en el papel de Larry ‘Doc’ Shepherd -ese padre viudo doblemente azotado por la pérdida-, Bryan Cranston y Laurence Fishburne (Sal Nealon y Richard Mueller, dos ecos de los personajes de Bad-Ass y Mule) componen en esta ocasión el triángulo de veteranos de Vietnam, que se reúnen -o son invocados- para trasladar el cuerpo sin vida del marine a su localidad natal y darle allí sepultura. De nuevo, la idea del recorrido y de la travesía articula el relato, aunque esta vez es uno despojado de todo el universo dionisíaco que dibujaba los excesos de la novela del 69. Las marchas militares que Ashby empleaba no sin cierta ironía, han sido sustituidas en La última bandera por las canciones-protesta de Neil Young y Bob Dylan, quien nos recuerda casi en forma de aviso que “it’s not dark yet… but it’s getting there”.

El entierro de La última bandera, de Richard Linklater

La mirada crítica ya no se dirige tanto hacia la maquinaria militar y las cadenas de mando, algo que queda patente a través de ese solemne entierro civil con uniforme militar, que se convierte en la conciliación más patriótica posible, sino hacia el gobierno: ahí está, por ejemplo, la violenta interpelación a la imagen televisiva del presidente Bush. A su vez, la película aborda algo tan complejo y delicado como es la mentira o el engaño como formas de afrontar el luto. En este sentido, resulta tremendamente significativa la improvisada visita de los tres veteranos a la anciana madre de un compañero caído en combate, dispuestos a revelar a la pobre mujer una verdad que, finalmente, serán incapaces de transmitir. Una secuencia que dialoga directamente con aquel momento previo en el que un joven soldado explicaba al trío de exmilitares la auténtica realidad tras la muerte del hijo de Larry. Dos maneras de afrontar la muerte que se reflejan la una en la otra, subrayando esa condición de doble de la película.

Linklater escribe en presente. Aunque el pasado es una carga que arrastran sus personajes, no hay ningún flashback en una película de orden lineal, donde la única irrupción palpable de un tiempo pretérito se produce en su epílogo, cuando el personaje de Carell lee emocionado la carta testamentaria de su hijo mientras escuchamos la voz del joven. El juego de plano/contraplano entre el rostro emocionado de Carell y el papel escrito pone a dialogar a las dos figuras de la manera más genuinamente cinematográfica posible. En esa concatenación de planos, que Núria Bou abordaba de forma excepcional en su libro Plano/contraplano (ed. Biblioteca Nueva, 2002) –donde establecía esta fórmula de montaje como la imagen nodal del cine clásico–, se encuentra la esencia de toda la película de Linklater.  En ese diálogo que motiva un reencuentro igual de imposible, la voz del hijo recita las palabras que el padre lee con los ojos vidriosos. Se produce, por lo tanto, un encuentro que solo puede tener lugar en el medio cinematográfico, y con él tiene lugar un gesto de reconciliación intenso y emotivo, la catarsis de la película, que trata de dar consuelo no solo a los personajes de la ficción, sino que se extiende a todas aquellas familias afectadas de una forma u otra por la(s) guerra(s). Así, la película de Richard Linklater se siente como un abrazo cálido, reconfortante, y la bandera funesta del hijo es entregada al padre, esperando, esta vez sí, que sea la última.

El plano/contraplano del personaje de Steve Carell con la carta de su hijo

 

© Daniel Pérez Pamies, marzo de 2018