Svyato

Espejos lacanianos, narcisos digitales


0. Una breve introducción

No sé si ustedes recuerdan cuándo les ocurrió. Yo no. Pero un día, en mi más tierna infancia, me reconocí frente a un espejo y esa percepción de la realidad me transformó desde entonces. O, al menos, eso último es lo que me hubiera dicho el Jacques Lacan de 1936 que, en un congreso psicoanalítico celebrado en Marienbad, sostuvo, ante los reproches generalizados, que la fase (o el estadio) del espejo es esencial en la configuración del individuo. Tal afirmación se demostraría falsa (sin ir más lejos, los ciegos son perfectamente conscientes de su “Yo”), pero serviría de punto de partida para las cada vez más complejas reflexiones del psiquiatra francés que en un célebre artículo (1) sentaría, sin saberlo, las bases de la teoría cinematográfica psicoanalítica de los setenta y ochenta desarrollada por autores como Jean-Louis Baudry, Christian Metz o Jean-Louis Comolli.

Poco relevante en el campo de la Medicina, el pensamiento de Lacan supo encontrar su cobijo en otros terrenos como el de la semiótica, la crítica literaria o la antropología. El estadio del espejo dejó de ser, pues, una fase ineludible en el crecimiento del lactante y se convirtió en un fenómeno que ilustraba una doble “relación dual”: Ego/Cuerpo e Imaginario/Real. Desde ahí, la equiparación del crío con el espectador cinematográfico estaba servida y fueron muchos los que teorizaron al respecto. Pues, al igual que el niño (de seis a dieciocho meses) que no ha desarrollado su capacidad motora e imagina su Yo autónomo a través de un reflejo, el individuo que asiste a una sala oscura de cine tiene la ocasión de cumplir “el deseo regresivo de volver a un estado anterior de desarrollo psíquico, un estado de relativo narcisismo en el que el deseo puede satisfacerse mediante una realidad simulada y envolvente donde la separación entre el propio cuerpo y el mundo exterior, entre ego y no-ego, deja de ser clara y definida” (2).


La evidente analogía entre pantalla y espejo -ambas superficies están, tal y como recordó Baudry (3), enmarcadas y limitadas- facilitaba la identificación del espectador con la imagen (a través de un personaje) e incluso, y allí es donde algunos disentimos, con la ideología que transmitían ciertas ficciones escapistas. Todo ello condujo, a lo largo de los años y con variantes en función del teórico, a los denominados estados de alienación, vigilia, dominación masculina… Infinidad de corrientes que llegan hasta hoy donde -estoy casi seguro- la irrupción del 3D fomentará aún más reflexiones alrededor del estado de inmersión que uno puede alcanzar visionando ciertas películas. No pretendemos recorrer aquí dicha senda porque la intención de este artículo es más bien contextualizar un filme como Svyato (Viktor Kossakovsky, 2005), un documental de profundas resonancias estéticas que no solo nos obliga a repensar el cine en la era de la tecnología digital, sino que también nos invita, ya desde su propio “argumento”, a reformular las ideas lacanianas antes planteadas.

1. El estadio del espejo

El término ‘svyato’ tiene en ruso distintas acepciones y se podría traducir como ‘alegre’ o ‘de consideración sagrada’. También es el diminutivo de Svyatoslav, el nombre de pila del más pequeño de los vástagos de Kossakovsky, indudable protagonista del filme que nos ocupa. Cuenta la leyenda que el cineasta, nacido en 1961 en Leningrado (hoy San Petersburgo), quedó impresionado por la reacción que tuvo su hijo mayor al verse reflejado por primera vez en un espejo. Desde entonces, una idea rondó en su cabeza: la posibilidad de filmar ese instante revelador en un futuro próximo. La ocasión llegó con el nacimiento de Svyato. Cual ser psicótico que experimenta con su propia familia, Kossakovsky quitó todos los espejos de su casa y cubrió también todos los elementos brillantes susceptibles de generar un reflejo. Construyó, pues, en su hogar un mundo interior aislado donde el espejo -un aparato de gran antigüedad: existen pruebas de su existencia ya en el 6200 a. C. en la ciudad de Çatal Hüyük, sita en la actual Turquía (4)– no existía y esperó. Y siguió esperando. Hasta que Svyato, rondando los dos años, descubrió al fin su propia imagen y el documentalista registró con tres cámaras de HD (Alta Definición), ocultas estratégicamente en una habitación, el espeluznante momento al que hoy nosotros tenemos acceso visionando un filme del que se conocen dos versiones, una de 33 minutos y otra de 45.

Sin entrar en cuestiones éticas, quizá lo más llamativo de la película sea su voluntario alejamiento del terreno científico. Con ella Kossakovsky no busca una conclusión empírica, sino más bien mostrar al espectador un proceso visceral y concentrado al que, de un modo u otro, debe enfrentarse todo ser humano. En palabras del cineasta, se trata de un documental sobre el “autoconocimiento y la soledad”, un trabajo que evidencia que “por mucho que un bebé esté rodeado de amor y sus padres estén allí para educarle”, tarde o temprano “deberá enfrentarse a las cuestiones más importantes, a aquellas que nadie le podrá responder como ‘¿Quién soy Yo?’” (5). Tal como observamos en el filme, el realizador tiene una confianza absoluta en sus imágenes y, en vez de verbalizar sus pensamientos, logra que nos inmiscuyamos en un trayecto privado y singular (nunca del todo previsto, imposible de calcular) de curiosidad, ira y reconocimiento donde lo que está en juego es la pérdida de la inocencia o, mejor aún, la asunción que uno sólo puede enfrentarse a la vida (o a la muerte; son dos caras del mismo espejo) solo.

Al fin y al cabo, lo que muestra Svyato no está tan lejos de lo que apuntó Régis Debray cuando sugirió que la verdadera fase del espejo se produce más tarde, cuando vemos un cadáver humano. Es probable que, en ese instante, el impacto especular sea mayor y perdure más en nuestro recuerdo pues, tal y como sostiene el filósofo francés, nos contemplamos repentinamente en un doble, en una presencia-ausencia, en un visible inmediato que nos permite intuir lo no visible: la nada, “ese no sé qué que no tiene nombre en ninguna lengua”. Ante tan desolador panorama -del que el hijo de Kossakovsky aún no puede ser consciente-, los seres humanos hemos hallado una respuesta que para algunos es tan solo consoladora: las imágenes; quizá porque “de la misma manera que el niño agrupa por primera vez sus miembros al mirarse en un espejo, nosotros oponemos a la descomposición de la muerte la recomposición por la imagen(6).

2. Adán y Eva no pecaron

Ya sean contemporáneas o pertenezcan a la Antigüedad, las imágenes, qué duda cabe, nos han ayudado a comprender mejor nuestro entorno. A veces, incluso, han sido útiles en investigaciones de carácter científico. Tal es el caso de la expedición del antropólogo Edmund Carpenter que, durante los años setenta, se puso en contacto con los Biami, una tribu aislada de Nueva Guinea en la que sus miembros jamás se habían enfrentado a sus propios reflejos, ni tan siquiera en el agua. El equipo de Carpenter filmó las reacciones de estos ante un espejo y detectó en ellos “un terror a la conciencia de uno mismo” hasta el punto de interpretar -en una deducción que hubiera hecho las delicias del primer Lacan- que el espejo fue, para ellos, un objeto equivalente a la pecaminosa manzana que comieron Adán y Eva en el Edén; un aparato impuesto, en palabras del antropólogo, “por el hombre occidental” que privaba a toda tribu de su inocencia primitiva, de una vida libre de ataduras, “sin aislamiento individualista ni conciencia privada” (7).


Por muy evocador que esto suene, hoy sabemos que Carpenter se equivocaba. La magia del espejo no era tal. Y otro antropólogo, William Mitchell, demostró poco después que aquellos hombres eran perfectamente conscientes de su Yo. El equívoco, sin embargo, es comprensible y nos ayuda a moderar nuestras reacciones ante lo que vemos en
Svyato porque, lo quiera o no su responsable, esta es también una película sobre el engaño del cine, sobre la confusión del espectador y sobre el poder que las imágenes, en tanto que reflejos, tienen en nuestras retinas. No vamos a negar que nuestro impacto es mayúsculo, probablemente mayor al del equipo de Beulah Amsterdam que testó en 1972 la capacidad de los bebés humanos de reconocerse en un espejo (8), pero cabe ser cautos y reconocer las limitaciones de la cámara para documentar la realidad.

3. Los realizadores no son buenas personas

Aun así, la búsqueda realista perdura. Desde que, a finales de los noventa, empezó a intuirse la revolución digital, esta no solo afectó a las grandes superproducciones sino que provocó también un inaudito despertar de todo lo cercano al “cine de no ficción”. Home movies, piezas ensayísticas, filmes de apropiación, diarios de viaje… La progresiva normalización de las cámaras DV en el ámbito del vídeo doméstico ayudó, sin duda, a ello y recuperó una senda poco (re)conocida en celuloide, donde la figura más emblemática era la del siempre inefable Jonas Mekas.

En esta corriente, donde predominan las películas íntimas en las que el cineasta “se expone” y se sitúa muy cerca del sujeto filmado (pienso en Alain Cavalier o Naomi Kawase, por ejemplo), se podría incluir perfectamente a Kossakovsky que, aun siendo en parte heredero de una determinada tradición rusa (donde Andrei Tarkovsky aún es el maestro indiscutible y Aleksander Sokurov, el guardián de su legado (9)), se toma muy a pecho su trabajo como documentalista y prefiere mantenerse alejado de la ficción y de todo lo que tenga que ver con la planificación previa; hasta el punto de haber redactado para los futuros realizadores un decálogo con las indicaciones a seguir para ser “un buen documentalista”. Su propuesta no es, ni mucho menos, de carácter impositivo -en la última de sus “normas” viene a decir que cada uno debe encontrar su propio reglamento- y nos es muy útil para constatar que se trata de un autor fiel a sus ideales.


En la novena de sus reglas trata un aspecto peliagudo para todo aquel que filma a seres humanos: las implicaciones éticas de toda decisión estética. Consciente de la complejidad de la cuestión, Kossakovsky nos pide que como documentalistas “tratemos de seguir siendo humanos, especialmente en la fase del montaje”. No es fácil. Si nos fiamos de sus declaraciones, ni él mismo lo cumple. “Yo no soy un buen hombre”, ha llegado a decir. Quizá porque, a su entender, “es muy complicado ser buena persona y ser realizador”. Ello nos lleva a reflexionar sobre un tema que se nos antoja eterno: las relaciones entre el que filma y el que es filmado. Comolli, por ejemplo, nos diría que filmemos solo a los seres que estén dispuestos a ello, a aquellos que, de algún modo, puedan asumir parte de la responsabilidad que tal acto implica. Es evidente que el realizador ruso no cumple esta condición en Svyato. Su hijo no está al corriente de la presencia de cámaras ocultas y no sabemos hasta qué punto visionar esta grabación puede haberle afectado psicológicamente. Pese a ello, me declaro incompetente para juzgar con severidad los actos del documentalista. Es razonable cuestionar sus métodos, pero son tantos los cineastas que han “maltratado” a sus criaturas que empezar a enumerarlos aquí nos obligaría a reescribir la historia del cine en función de la (falta de) ética.

4. El mirón digital

Dicho esto, prefiero remontarme a un pasado aún más lejano. En concreto, al año 1791, cuando el filósofo Jeremy Bentham ideó el panóptico, un centro penitenciario presuntamente ideal que, gracias a su diseño, permitía a un vigilante observar (‘-opticón’) a todos (‘pan-’) los prisioneros sin que estos pudieran saber si estaban siendo vigilados o no. La idea es perfectamente aplicable -George Orwell mediante- a algunas ciudades actuales donde los espacios públicos están controlados por toda una serie de cámaras (ocultas, camufladas o visibles) que, al parecer, velan por nuestra seguridad (10). No seré yo quien entre en discusiones al respecto sobre si la mayor parte de la ciudadanía está de acuerdo o no (para ello recomiendo la lectura de Vigilar y castigar escrito por Michel Foucault en 1975), pero sí me interesa apuntar los efectos que está causando esta nueva situación, esta nueva relación entre el individuo de a pie y las cámaras, en el mundo del audiovisual.

Lo primero que debemos constatar es que no hubiésemos llegado hasta aquí con la tecnología analógica. Las cámaras digitales son más flexibles, su instalación es más sencilla y pueden ubicarse en los lugares más inesperados. Todo ello se debe sumar a la que es, sin duda, la mayor y más revolucionaria de sus virtudes: nadie debe cambiar de película. Estas condiciones de registro continuado permiten tanto una vigilancia ininterrumpida del ciudadano como un estudio de cariz científico -la evolución completa de un determinado espécimen o de un entorno natural- y (por la cuenta que nos trae) posibilitan la existencia de un documental como Svyato donde el cineasta tiene la ocasión de grabar todo el proceso sin ser visto y sin tener en cuenta el tiempo, algo a lo que Kossakovsky ya se había acostumbrado en uno de sus anteriores trabajos: ¡Silencio! (Tishe!, 2002).

Aquel bello documental, para el que el realizador solo usó el vídeo, es la prueba irrefutable de que el abandono del celuloide también tiene sus ventajas. Una de ellas, la económica. Y es que, mientras esperaba financiación para un nuevo proyecto, Kossakovsky se dedicó a registrar (cual mirón hitchcockiano) lo que ocurría en la calle desde la ventana de su apartamento en San Petersburgo. Ironías del destino. Aquellas grabaciones que había empezado para matar el tiempo ante la falta de presupuesto dieron lugar, al cabo de un año, a un excepcional relato minimalista que sería su mayor éxito internacional. ¡Silencio! fue resultado de la paciencia, del azar y de un enorme trabajo de montaje, pero nunca hubiera sido posible sin las condiciones tecnológicas que facilitaron el rodaje a un documentalista que ejerce de astuto voyeur, un cineasta que, en este largo, tiene la dignidad de descubrirnos su mecanismo en busca de la complicidad con el espectador. Dos planos inolvidables: aquel en el que cierra la ventana frente a la cámara y aquel en el que vemos reflejado su rostro en la oscuridad del cristal; tal y como hará al final de Svyato, al salir repentinamente de detrás del espejo. Pequeños gestos, estos, que, al fin y al cabo, demuestran que entre la cámara y los sujetos filmados aún existe un mediador. Algo no tan evidente como podría parecer.


Porque, tal y como apunta Patrice Blouin en un interesante artículo (11), no sería descabellado imaginar una “estética surveillance” llevada al extremo, un sendero audiovisual donde las funciones del “editor” y del “director” desaparecieran y fueran las propias cámaras de videovigilancia (o similares) las que, gracias a su grabación continuada e indiferente, registrasen toda una serie de imágenes “en bruto” que serían juzgadas por un hipotético público capaz de descifrarlas. Esto, parcialmente, es lo que intentó Abbas Kiarostami en una de su obras maestras digitales: Five Dedicated to Ozu (2003). Antes, en referencia a Ten (2002), el cineasta iraní ya había declarado lo siguiente: “Mi filme trata sobre la desaparición de la puesta en escena, sobre el abandonamiento de todos aquellos elementos que son indispensables en el cine convencional. Y yo diría, con cierta prudencia, que la dirección, en el sentido actual del término, puede desaparecer durante este tipo de proceso” (12). Bien es cierto que, en ambas películas, se percibe aún la presencia del cineasta, pero hay algo sugerente en esa voluntad de desmantelamiento, en ese salto al registro puro del aparato que, en caso de que se produzca -el articulista pone de ejemplo las retransmisiones de 24 horas del reality show Loft (el Gran Hermano francés)- obligaría a reaccionar a un espectador al que no se le daría nada mascado y se vería instado a educar su mirada.

5. El dominio de Narciso

Aunque si hablamos de miradas, nada mejor que pensar en la de Narciso: ser mitológico de indudables resonancias en el psicoanálisis del siglo XX, su influencia alcanza al comportamiento de Svyato cuando se contempla embelesado frente el espejo, meciéndose su melena rubia y descubriendo la belleza de su rostro. ¿Acaso le ha ocurrido lo mismo que a aquel joven vanidoso? ¿Acaso se ha enamorado de su propio reflejo? No lo sabemos a ciencia cierta, pero Kossakovsky nos invita a pensar en ello gracias a la ambientación de su filme. Tanto por el aire de cuento de hadas que se percibe en la banda sonora y en el intertítulo inicial como por la incorporación de planos exteriores situados en un bello lago en plena naturaleza, uno no puede dejar de evocar el célebre libro de Ovidio, La metamorfosis, que popularizó la leyenda que aquí cobra vida.

En aquel mito, una ninfa, Eco, es rechazada por Narciso y opta por recluirse en una cueva donde, eternamente dolorida, se convierte en un halo de voz en la lejanía. Narciso, por su parte, sigue con su vida de seductor que atrae a hombres y mujeres, pero a quienes es incapaz de amar. Hasta que un día, castigado por Némesis, la diosa de la venganza, descubre hechizado su rostro en una charca y queda completamente enamorado. Allí empieza su decadencia, su consumo por un amor imposible hasta que muere arrojándose a las aguas y provoca el nacimiento de una flor de su mismo nombre.


Dos imágenes en Svyato nos evocan ese final fatalista: el breve instante en el que un pato se sumerge en su propia imagen y desaparece dentro del lago, y la ocasión en la que el niño quiere atravesar el espejo, golpeándolo e intentando atrapar su propia figura. En esta segunda imagen (que se repite en más de una ocasión), el cineasta se encuentra (con su cámara) detrás del espejo y el espectador se siente sacudido por un crío que también parece apresado en la pantalla; una suerte de puesta en abismo que, a mi entender, logra cuestionar nuestra mirada acomodada e incluso pone en duda el lugar preponderante del narcisismo en las teorías psicoanalistas referentes al cine.

Según Polona Petek, sería necesario reivindicar la figura de Eco para equilibrar un poco la balanza en la lectura del mito, algo que ya se percibe en algunos estudios feministas, entre los que destaca Echo and Narcissus: Women’s Voices in Classical Hollywood Cinema (Amy Lawrence, 1991), que ponen énfasis en el rol de la mujer en sociedades (y películas) patriarcales. Petek va, sin embargo, más allá de las cuestiones de género y para ello pide que rompamos con el modelo universal heredado de Freud y Lacan basado en Narciso. Según ella, optar por la ninfa “sería decantarse por un sujeto/espectador potente, sin una identidad preestablecida y capaz de tomar decisiones distintas sobre lo que ve según la ocasión” (13); un punto de vista aperturista que no dista tanto del que tiene el estadounidense Todd McGowan, capaz de renovar las teorías lacanianas y darles una nueva dimensión muy atractiva.

6. Ser más lacaniano que Lacan

Precisamente, cuando iniciábamos este artículo, constatábamos que las conclusiones de Lacan alrededor de la fase del espejo habían sido provechosas en los trabajos de una serie de teóricos de los setenta y ochenta que se centraron en el análisis del comportamiento del espectador. Hoy, cuando incluso disponemos de la inaudita posibilidad de contemplar lo que explicaba el psiquiatra francés (en Svyato), las cosas no son tan sencillas como antaño. No hay un pensamiento predominante y pocos confían ya en una teoría única y aplicable a todo filme. Según Stephen Prince, el problema de los lacanianos fue la ausencia del público real en sus reflexiones. Es decir, el “haber construido espectadores que solo existen en su teoría” (14). Tal acusación, probablemente certera, no impide que algunas de las reflexiones de Metz o Comolli se me antojen aún valiosas. Y más si las aplicamos a otros entornos del audiovisual, como podrían ser ciertos videojuegos.

Me refiero, por ejemplo, al hecho de equiparar la sensación de control que tiene el lactante sobre su cuerpo frente al espejo con la sensación de dominio que uno tiene viendo algunas películas donde, de algún modo, se ve reflejado. Es cierto que la analogía pierde parte de su efectividad si miramos el filme en un televisor o en la pantalla de un ordenador, pero no por ello deja de tener miga. Al fin y al cabo estamos hablando de cumplir en la ficción un deseo de opresión al que, según Nietzsche, todos aspiramos: “La vida es esencialmente apropiación, injuria, dominio sobre lo que es alieno y débil; represión, dureza, imposición (…) y, al final, explotación” (15).

Este punto de vista, sin embargo, no convence ni a McGowan (al que mentábamos anteriormente) ni a Slavoj Žižek, famoso filósofo esloveno que incluso protagonizó y escribió una película, The Pervert’s Guide to Cinema (Sophie Fiennes, 2006), para dar a conocer gráficamente sus teorías. Ambos autores discrepan en el uso que se ha hecho de Lacan y reclaman un acercamiento más certero a la obra del psicoanalista francés. Según McGowan, el mayor error fue no haber considerado la evolución que el concepto de la mirada tuvo en la obra lacaniana desde los tiempos del estadio del espejo. En este sentido, la clave podría hallarse en una pintura de Hans Holbein el Joven, Los embajadores (1553), que Lacan toma como ejemplo en su onceavo seminario. En la parte inferior del cuadro, debajo de los dos acaudalados protagonistas, se encuentra una calavera en perspectiva anamórfica -imperceptible sin una observación atenta- que, en palabras de McGowan, vendría a decirnos lo siguiente como espectadores: “Tú crees que estás mirando la pintura desde una distancia segura, pero la pintura te ve a ti” (16). De tal manera que la ilusión imaginaria de dominio ya no puede ser posible porque el objeto (de la pantalla) devuelve la mirada a un sujeto (nosotros) que se ve abocado a un placer traumático.


Si saltamos de la pintura al cine, la teoría se comprende mejor. En El diablo sobre ruedas (Duel, Steven Spielberg, 1970) el espectador nunca ve el rostro del misterioso conductor que persigue al personaje de Dennis Weaver, pero queda igualmente atrapado por la ficción. Esto se produce porque nuestro verdadero deseo, según la interpretación lacaniana de McGowan, es el deseo en sí mismo que viene provocado por ese “objeto-mirada” (el perseguidor) que siempre permanece invisible. Ya no aspiramos, pues, a una situación de control sino a una de cierto masoquismo: “Queremos que el deseo permanezca como deseo” (17). Algo que, en una terminología similar, también sostiene Žižek porque “la vida psíquica se estructura en torno a un objeto de deseo que se cree en posesión del Otro, una compensación por el vacío en el centro del ser, la carencia irreductible que impide que la subjetividad alcance una identidad plena” (18). Es decir, a aquello que resume Lacan en uno de sus más célebres aforismos: “El amor consiste en dar lo que uno no tiene a alguien que no lo quiere”.

7. Coda

Habiéndose alcanzado este punto de complejidad en los discursos psicoanalíticos sobre cine, uno se siente casi obligado a tomar posiciones ante un filme como Svyato. Y no es fácil. Porque, precisamente, una de las mayores riquezas de esta obra es su misterio interpretativo. Kossakovsky dice en la tercera de sus reglas del “buen documentalista” lo siguiente: “No filme si ya sabía lo que quería decir antes de filmar, eso solo lo convertirá en un profesor”. Una norma parecida se podría aplicar a casi todas las teorías cinematográficas: “No instrumentalice la película, deje que esta se apodere de usted. Su experiencia personal siempre se debe anteponer a una lectura prejuiciosa”.

Pensando así, me perdonarán que les deje en ascuas y les invite a habitar este filme sin ideas preconcebidas. No me malinterpreten: los teóricos aquí citados son y serán necesarios. Y les aseguro que, si ustedes los buscan, encontrarán aquí planos de un individuo que nos mira, que demuestra su dominio, que es observado por un voyeur y que incluso se atreve a besar su propia imagen. Pero espero que entiendan que prefiera no extraer conclusiones unívocas de todo ello. “No dejes que la realidad estropee una buena teoría”, dice la dicha. Yo solo les pido lo contrario. Porque sin una reescritura constante de lo que creemos (o leemos) no llegaremos a ninguna parte.

(1) LACAN, Jacques: “Le stade du miroir comme formeteur de la fonction du je, telle qu’elle nous est révélée dans l’expérience psychanalytique”, Écrits, Seúl, París, 1966. En español, aquí.
(2) STAM, Robert:
Teorías del cine, una introducción, Paidós Comunicación, Barcelona, 2001. El autor sintetiza el pensamiento de Baudry expuesto en un artículo titulado “El dispositivo” (1975).
(3) BAUDRY, Jean-Louis:
“Ideological Effects of the Basic Cinematographic Apparatus”. El artículo fue publicado originalmente en francés en la revista Cinéthique en 1970.
(4) PENDERGRAST, Mark: “
Mirror mirror: A historical and psychological overview”, The Book of the Mirror An Interdisciplinary Collection Exploring the Cultural Story of the Mirror, Cambridge Scholars Publishing, 2007.
(5)
Declaraciones recogidas en la web del Festival Internacional de Yerevan, donde compitió la película.
(6) Debray, Régis:
Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en Occidente, Ediciones Paidós, Barcelona, 1994.
(7) Ver cita 4.
(8) Ibídem.
(9) Sokurov le ofreció seis latas de 300 metros de película a Kossakovsky para que pudiera rodar su primer filme:
Losev (1989). Este y otros detalles de la trayectoria del director de Svyato pueden leerse en su pequeña autobiografía, reproducida en Blogs and Docs.
(10) En 2002, Marc Roessler
ya advertía de la inclusión de cámaras en supermercados, gasolineras, tiendas, bares, taxis y, sobre todo, calles. Ha crecido, pues, el número de CCTV (Circuitos Cerrados de Videovigilancia) en los últimos años, hasta el punto de que en Reino Unido un ciudadano de a pie puede llegar a ser filmado hasta 300 veces diarias.
(11) Blouin, Patrice: “
Le miroir indifférent. Vidéosurveillance et mise en scène”, Art Press, núm. 303, julio-agosto, 2004.
(12) Ibídem.
(13) PETEK, Polona:
Echo and Narcissus: Echolocating the Spectator in the Age of Audience Research, Cambridge Scholars Publishing, 2008.
(14)
PRINCE, Stephen: “Psychoanalytic Film Theory and the Problem of the Missing Spectator”, Post-Theory: Reconstructing Film Studies, edit.: David Bordwell y Noël Carroll, University of Wisconsin Press, 1996.
(15)
NIETZSCHE, Friedrich Wilhelm: Más allá del bien y del mal. Preludio de una filosofía del futuro, 1886. (Notas traducidas de la versión inglesa de Walter Kaufmann. New York, 1966)
(16)
MCGOWAN, Todd: “Looking for the Gaze: Lacanian Film Theory and Its Vicissitudes”, Cinema Journal 42, núm. 3, 2003.
(17)
Ibídem.
(18) STAM, Robert: Teorías del cine, una introducción, Paidós Comunicación, Barcelona, 2001. El autor sintetiza aquí brillantemente una de las teorías de Žižek.