Licorice Pizza

Paul Thomas Anderson, síntesis de sí mismo

Con el estreno de Boogie Nights (1997), Paul Thomas Anderson fue rápidamente asociado a una serie de nombres de su generación, entre los cuales siempre resaltaba el de Quentin Tarantino por aparentes patrones de estilo y —muy especialmente— por lo repentino de su popularidad. Sin embargo, con el paso de los años (y el desarrollo en paralelo de ambas filmografías) ha empezado a resultar evidente que, de compartir rasgos estilísticos e incluso temáticos, probablemente el cine de Anderson tenga más aspectos en común con el neoclasicismo de James Gray que con la posmodernidad del director de Érase una vez en Hollywood (Once Upon a Time in Hollywood, 2019). Aunque cabe decir que, en cuanto a marketing se refiere, los grandes estudios sí han presentado la nueva película de Anderson, Licorice Pizza (2021), de forma parecida al último largometraje de Tarantino. Ambos filmes abordan los recuerdos de la infancia y adolescencia a comienzos de los setenta; recuerdos íntimamente relacionados geográfica y visualmente a un Los Ángeles colorista e inseparable de la industria del cine. En el caso de Érase una vez en Hollywood, estamos ante un retrato de una serie de personajes metarreferenciales para los cuales se usa como arcilla la infinidad de anécdotas y personalidades que Tarantino parece incapaz de contener en su escritura; personajes que se dedican mayormente a recorrer lugares y eventos que el cineasta recuerda. Dichos recuerdos surgen de la propia experiencia infantil del director y de un conjunto de experiencias cinematográficas que conforman la segunda vida que tanta influencia ha tenido en su cine —el cual recurre en multitud de ocasiones a momentos experimentados delante de la pantalla para sustituir lo que en la mayoría de guionistas proviene de vivencias personales. Pese a estar ambientada en la misma década y contar con un planteamiento similar al de muchos dramas coming-of-age, el carácter de Licorice Pizza es bien distinto al tratarse una película de estructura fragmentada, donde el relato lineal y familiar de los jóvenes personajes se ve alterado por una serie de episodios marcadamente aislados en la mayoría de los cuales el protagonismo lo roban los adultos del relato, a quienes acabaremos por percibir como pertenecientes a un mundo aparte. De hecho, la voluntad rupturista de Anderson se intuye desde la escena inicial en los baños de un instituto, donde la cotidianidad es interrumpida por la violenta explosión de una cisterna.

Las referencias de Licorice Pizza, tanto si provienen de la propia obra de Anderson como fuera de ella, son diversas. Por un lado, estructuralmente la película tiene mucho en común con David Foster Wallace y, si bien este autor siempre ha ejercido una cierta influencia en la escritura del cineasta, en este caso se hace más que evidente en el interés por introducir episodios que comprimen un detalle propio de relatos independientes en fragmentos bastante limitados en el conjunto de la película. Son capítulos breves a los que se da importancia en el relato, hasta el punto de hacernos olvidar el hecho de que (más pronto que tarde) terminan para dejar paso al siguiente, sin más hilo conductor que compartir la perspectiva de aquel que ha vivido las anécdotas. Podría, en este sentido, relacionarse Licorice Pizza con la estructura fragmentaria de Magnolia (1999), donde Anderson ya dedicaba un considerable nivel de atención y detalle a la mayoría de sus historias, aunque solo algunas de ellas llegaban a converger de manera convencional (todos los relatos compartían, eso sí, un nexo temático en sus arcos de forma bastante explícita). En ambas películas se encuentra la influencia ineludible de dos directores claves para entender la filmografía del cineasta estadounidense: primero, el Robert Altman de Vidas cruzadas (Short Cuts, 1993) —en Puro Vicio (Inherent Vice, 2014) Anderson cambiaría de referente para adaptar, a la vez que a Thomas Pynchon, al Altman de El largo adiós (The Long Goodbye, 1973)— y después, y de manera quizás menos obvia por la capacidad que ha tenido su estilo de permear (si bien de forma diluida) todo el cine posterior al clasicismo, Max Ophüls. Y es que Anderson, incluso cuando se decide por la aparente contención formal para acompañar relatos más pausados como El hilo invisible (Phantom Thread, 2017) — el frecuentemente usado adjetivo austero se me hace incomprensible en este caso— mantiene una concepción de los movimientos de la cámara deudora del director de Madame de… (1953). Cuando elige moverla, aunque de manera mucho más frecuente de lo que lo haría algún estricto seguidor de la escuela clásica preocupado por la discreción de estos desplazamientos, Anderson lo hace para relacionar las nuevas informaciones presentadas al espectador; bien en forma literal o bien como expresión de un viaje emocional.

Entre estos usos del movimiento de cámara como mecanismo de relación podemos encontrar ejemplos evidentes y constantes en Licorice Pizza de una traslación directa e instantáneamente comprensible, como los recurrentes travellings laterales que vinculan a los personajes de Cooper Hoffman y Alana Haim a lo largo de la película, y que en última instancia acabarán por tomar una interpretación literal cuando, en vez de repetir el sentido de los movimientos, Anderson se decide por oponerlos para generar la idea de convergencia, que da lugar a una de los instantes más emotivos del relato. Y si esta escena resulta tan convincente es precisamente por el acierto de Anderson a la hora de construir los movimientos previos, con un rigor poco habitual en el cine contemporáneo tanto dentro como fuera de Hollywood. Por concretar esta afirmación: se suele primar el falso dinamismo permanente que aparenta proporcionar el movimiento constante y errático de la cámara —mecanismo, por cierto, cada vez más económico— por encima de las posibilidades expresivas y, por qué no decirlo, emotivas que tiene la capacidad de contenerse formalmente allí donde no es necesario forzar un cambio (ya sea con un corte, un movimiento de cámara o cualquier otro mecanismo). Esta lúcida contención también queda patente en otros momentos de Licorice Pizza, como en aquella escena cómica rodada en agotador (en el buen sentido) primer plano, donde Alana es interrogada sobre sus habilidades como actriz y miente una y otra vez a medida que estas capacidades se vuelven cada vez más disparatadas (comenzando por hablar varios idiomas pero terminando por dominar el Krav Magá). Menciones que tendrán su importancia en uno de los posteriores insertos episódicos de la película, protagonizado por un Sean Penn fuera de sí, reflejo de un entorno desquiciado que funciona —quizás por su contextualización y milimétrico desarrollo— mejor que la posterior aparición de Bradley Cooper. Con todo, esta última resulta ser una de las secuencias más divertidas de Licorice Pizza, que podríamos considerar como el filme más fácilmente clasificable como comedia de la carrera de Anderson. Tanto es así, que la sequedad con la que el cineasta abordaba los elementos cómicos en sus anteriores películas parece dar lugar aquí a un tono más ligero y a una mirada más empática hacia sus personajes.

A pesar de lo dicho anteriormente sobre su estructura, Licorice Pizza consigue que nunca perdamos en exceso la atención de su hilo conductor; en otras palabras, Anderson evita que acabemos por percibirla como una película total e irremediablemente fragmentada sin posibilidad de un clímax real por la diversidad y protagonismo de sus interrupciones. El relato transmite, de hecho, la sensación de estar corriendo en línea recta hacia el único desenlace posible. Anderson mide cuidadosamente el efecto que las aludidas interrupciones generan, y el hecho de que uno de los momentos estelares que aparecen en el tráiler (con el personaje de Bradley Cooper en una gasolinera) no llegue a producirse en la película y aparezca solo como un clip simpático en el carrusel de créditos finales no hace más que enfatizar este control del relato. El momento en sí es fácilmente situable como continuación de una escena sí presente en la película, si bien de forma tangencial, de modo que es bastante sencillo como espectador percatarse de que el cineasta es plenamente consciente de los problemas que habría acarreado continuarla más allá de lo que exigía el relato. Anderson evita, pues, ese punto de no retorno en el que tantas veces caen algunos cineastas con excesivo aprecio por escenas filmadas que no encajan en el montaje final y que bien pueden lastrar una película al completo si no son descartadas. El camino desde Embriagado de amor (Punch-Drunk Love, 2002) es evidente, y las reiteraciones de ideas visuales allí presentes aparecen aquí de una manera mucho más integrada y coherente.

El caso de Paul Thomas Anderson es de cualquier forma interesante, puesto que tiene una primera etapa muy diferenciada (entre el Martin Scorsese presente en Boogie Nights y el Robert Altman descarado de Magnolia), un viraje radical del frenetismo de su trabajo de cámara y de lo atropellado (de nuevo, sin ningún tipo de connotación negativa) de sus guiones con la irregular Embriagado de amor y, finalmente, la larga etapa en la cual aún se encuentra, donde se ha permitido navegar constantemente hacia atrás y hacia delante recuperando o incorporando los acercamientos narrativos más convenientes para la película que en cada momento tenía entre manos. Así, no hay nada en Licorice Pizza del intento persistente de confusión e imprecisión que empleaba para acercarnos al personaje de Joaquin Phoenix en Puro vicio, arquetipo del noir clásico estirado hasta el límite en esa idea de viaje del cual el personaje toma parte pero no decisión (hasta el punto en el que inevitablemente es arrastrado por la marea de la investigación); tampoco tiene nada de la seriedad que imprimía a través del decorado a El hilo invisible, en la cual Ophüls estaba más presente que nunca en el carácter masivo e inabarcable del attrezzo —desde las escaleras que fuerzan a los personajes a atravesar espacios físicos que les ralentizan y empequeñecen hasta los vestidos que encorsetan (literalmente) y delimitan espacialmente a otros. Sí que están presentes en Licorice Pizza, en cambio, las valientes decisiones de extraer contextualmente algunas de las escenas, tan presentes en The Master (2012), por lo que más de una secuencia comienza directamente en un punto inicialmente intrigante pero rápidamente comprensible de manera retrospectiva a través de la forma en que acaban por sucederse los eventos posteriores —nótese que este método se usa incluso como mecanismo cómico en la escena del arresto para arrojar más información sobre la personalidad del Gary de Cooper Hoffman. También se mantiene constante la dirección de actores, si bien el carácter juvenil de la película y el hecho de estar protagonizada por dos jóvenes actores —de gran talento, dicho sea de paso— sin apenas experiencia previa pero muy ligados personalmente al director permiten un mayor espacio para lo que deberíamos entender como improvisación. Y digo deberíamos porque dista mucho de lo que supone, por ejemplo, el total dominio del actor sobre una escena hasta el punto de desestimar su estructura a través de la ejecución de su ocurrencia (aún por talentoso que pueda resultar el mismo). No es que la improvisación en cierto grado sea per se un problema, pero desde luego es mucho más efectiva cuando ocurre en connivencia con un reparto que comprende el sentido de cada momento y un director que mantiene la habilidad de delimitar la medida en que estas rupturas de lo escrito pueden extenderse antes de alterar por completo el sentido de una secuencia.

Por último, cabe resaltar un rasgo presente tanto en Anderson como, salvando una posible excepción marcadamente anacrónica, en el inicialmente mencionado Tarantino —y digo esto siendo consciente de que me contradigo parcialmente respecto a lo expuesto inicialmente. Este matiz sería el interés que los dos cineastas parecen compartir por contar desde el inicio de este siglo historias que transcurren siempre en el pasado, sea más o menos lejano. En ambos casos su preferencia por situaciones históricas diferenciadas viene además acompañada por la imposición —cada vez más difícilmente obtenible para cualquiera que no haya alcanzado un considerable poder de negociación durante la preproducción de sus películas— de rodar en celuloide. Siempre me ha resultado significativo que ambas decisiones suelan ir unidas, en lo que parece ser un deseo de aislarse de la contemporaneidad que sí plantean otros cineastas más rupturistas que ellos —y no hace falta irse lejos para observar casos de innovaciones que guarden gran respeto por el clasicismo, como puede ser el caso del cine de Pedro Costa contrapuesto a su reconocida admiración por las películas de John Ford. Es cierto que en las películas de Tarantino y, sobre todo, en las de Anderson hay un trabajo estético y temático muy cuidado y bien justificado sobre el pasado, pero no deja de ser llamativo que no podamos por ahora tener acceso a lo que ambos directores elegirían para enfocar una historia que transcurriese en el presente. Quizás sea porque, en este caso, la formación cinematográfica de sendos cineastas vaya inevitablemente unida a la nostalgia por un tiempo que no volverá, posiblemente porque nunca haya existido.

 

© Pablo G. Álvarez, diciembre de 2021