El hilo invisible

Las reglas de la atracción según Paul Thomas Anderson

  

El amor, probablemente

No se puede negar que la capacidad de Paul Thomas Anderson para sorprender al espectador y dinamitar sus expectativas empieza en ocasiones desde los sugerentes (y abiertos a la interpretación) títulos de sus películas: Punch-Drunk Love (acertadamente traducido como Embriagado de amor, rodada en 2002), There Will Be Blood (algo así como «Habrá sangre», aunque aquí se la renombró con el más explícito pero igualmente estimulante de Pozos de ambición, en 2007) o Phantom Thread (para El hilo invisible, en 2017) son sin duda una buena prueba de ello. En cualquier caso, ese hilo (o puntada) fantasma al que alude el tercer filme puede ser considerado el título tal vez más enigmático con el que haya bautizado a una de sus obras. Tan enigmático, de hecho, como ese peculiar concepto del amor (o de la atracción romántico-sexual) que Anderson ha ido trabajando a lo largo de su filmografía. Y en este sentido su película más paradigmática no es otra que la propia Embriagado de amor, una anómala comedia romántica que muy probablemente sea la más original que haya dado el género —si decidimos que la propuesta puede inscribirse en él— hasta la inesperada llegada de, precisamente, El hilo invisible, la cual no es otra cosa que un perverso ejemplar de comedia negra dramático-romántica.

Adam Sandler y Emily Watson, la pareja de Embriagado de amor

Es por todo ello que no sorprende que tras la atroz declaración de amor que Barry Egan (Adam Sandler) y Lena Leonard (Emily Watson) se intercambiaban en Embriagado de amor —la cual incluía frases como “Quiero morderte la mejilla y masticarla. Es preciosa» o «Te miro la cara y tengo ganas de destrozarla. Quiero destrozarla con un mazo y espachurrarla. Eres tan guapa»—, unas palabras bajo las que, sin embargo, subyacía una insólita ternura, el cineasta haya dado ahora un paso más allá en su particular concepción de los sentimientos para constatar con El hilo invisible unas extrañas inclinaciones que  lleva hasta sus últimas consecuencias (o casi) de una forma que resulta tan constante (e inolvidable) a nivel dramático como convincente desde un punto de vista formal.

Porque si algo consigue la pareja formada por el obsesivo, maniático y desagradable Reynolds Woodcock (Daniel Day-Lewis) y la aparentemente dócil pero en realidad muy dominante Alma (Vicky Krieps) es que la experiencia romántica en primer lugar y luego también la matrimonial se desarrollen de una forma extremadamente diferente de lo que la tradición y el sentido común dictan. Aunque, de hecho, Anderson ya deparaba en Puro vicio (Inherent Vice, 2014) una dilatada secuencia —que se erigía en uno de los mejores fragmentos de la que tal vez sea su obra más irregular y descompensada de los últimos años,— en la que, a base de pura insistencia (y con ayuda adicional de sus pies), una desnuda Shasta Fay Hepworth (Katherine Waterston) lograba estimular las partes íntimas de un aletargado Larry «Doc» Sportello (Joaquin Phoenix) hasta el punto de arrastrarle a un impulsivo y frenético coito. No por casualidad Puro vicio era algo así como una fábula romántica —no muy alejada en realidad de Corazón salvaje (Wild at Heart, 1990), de David Lynch— en la que, ejerciendo de hada buena, una especie de vidente llamada, vaya por donde, Sortilège (la cantante Joanna Newsom), aficionada, para más señas, a la ouija, se encargaba de dirigir los pasos del protagonista, disfrazando el asunto de aventura detectivesca y ejerciendo por tanto de demiurgo en la sombra, hacia los brazos de su exnovia, un personaje que al poco de empezar el filme desaparecía misteriosamente. Una forma de manipular la realidad que no resulta tan diferente de la que Alma practica ahora. Consciente tal vez de esto Anderson erige a esta última en narradora de su filme cuando antes era Sortilège quien introducía las imágenes de Puro vicio para ir atando luego con sus apariciones los cabos sueltos del relato. Ambas, además, tienen cierta capacidad para predecir el futuro o adelantarse a los acontecimientos.

Los personajes de Puro vicio «jugando» a la ouija

 

La depuración de un estilo

Ilustración casi paradigmática de ese refrán que advierte de que «quien bien te quiere te hará sufrir», El hilo invisible narra, fundamentalmente, el proceso mediante el cual Woodcock y Alma aprenderán a conocerse, y sobre todo a tolerarse mutuamente, dándose la circunstancia de que a la segunda, sabedora de que al primero, un prestigioso modisto caracterizado por su falta de tacto con las mujeres, se le resiste el noviazgo y, por extensión, también el matrimonio, no se le ocurrirá una estrategia mejor para hacerle cambiar de actitud cada vez que las cosas entre ellos se tuerzan demasiado que suministrarle unas calculadas dosis de veneno con la comida.

Semejante premisa argumental permite una vez más a Anderson concebir un esqueleto dramático que resulta propio de él y se caracteriza, al igual que en su ópera prima, Hard Eight, Sidney (Sydney, 1996), o en esa sátira sobre la avaricia que es Pozos de ambición, por una suerte de concentración, en lo que se refiere a los pocos personajes y escenarios que maneja y también a su interés por las secuencias de larga duración, que aproxima su cine al de Tarantino —cuyas películas, eso sí, tienden a una concentración espacio-temporal más acusada— en tanto lo aleja del de Scorsese, por mucho que ambos sean indiscutibles referentes creativos de nuestro hombre, como bien demuestra la inequívoca filiación scorsesiana (y altmaniana) que exhiben algunas secuencias de las que tal vez sean sus dos películas más populares, Boogie Nights (1997) y Magnolia (1999). Una predisposición que, cuando evita el discurso deslavazado y por momentos chirriante de Pozos de ambición o la sonámbula dispersión de Puro vicio le permite entregar obras tan densas y compactas como The Master (2012), tal vez su propuesta más exigente, o la más accesible pero no por ello menos atractiva El hilo invisible.

Daniel Day-Lewis y Vicky Krieps, la pareja de El hilo invisible

Pero, al margen de las consideraciones de tipo narrativo o temático, lo que de verdad debería importarnos cuando se habla de cine es la labor de puesta en escena, y en ese sentido las imágenes del último filme de Anderson suponen una depuración casi absoluta de sus constantes estilísticas más representativas. Aunque es evidente que podría hablarse largo y tendido de otros aspectos, en las siguientes líneas me centraré en el uso que el realizador hace de la música y también de la repetición de determinadas situaciones como elemento estructural. Para otra ocasión quedará hablar de su plena confianza en los planos de larga duración, una costumbre que, apoyada en una férrea dirección de actores o en el trabajo con la composición del plano y la iluminación, suele generar expectativas o tensión dramática, o su manera de, por ejemplo, revelar el carácter de los personajes por medio del montaje (al inicio, cuando la fragmentación de los planos convierte el perfeccionista acicalamiento matutino de Woodcock en un hábito ritualizado) o de los movimientos de cámara (esa imagen en la que la hermana del protagonista, Cyril (Lesley Manville), supervisa las labores de reconstrucción de un vestido de boda estropeado de manera accidental por medio de un movimiento circular de cámara que sigue su desplazamiento lateral mientras por delante suyo, en primer término visual, las empleadas se afanan en solucionar el contratiempo).

 

La cura del veneno

Nada más comenzar El hilo invisible, mientras la pantalla muestra sobre un fondo blanco el título de la película, es posible escuchar una nota musical de ritmo sostenido pero intensidad creciente. Su extraña e inarmónica naturaleza, así como su disonante y perturbadora cualidad sonora, no parecen tener otra función que introducir un tono dramático rayano en lo malsano que además de incomodar al espectador puede generarle una determinada inquietud (o desasosiego) que predisponga su ánimo cara a lo que se dispone a ver. Semejante impresión, en cualquier caso, no tardará en verse desmentida por las románticas y aparentemente distendidas secuencias iniciales de la película. Empero, cuando el metraje haya avanzado lo suficiente, Anderson nos recordará su importancia cuando, al retomar semejante filosofía sonora, reintroduzca la idea original a la que iba asociada, en aquel momento de manera todavía soterrada, para, en esta ocasión, hacerla progresar de manera implacable. Primero lo hará cuando Alma prepare por primera vez el veneno destinado a enfermar a su amado, y luego durante la secuencia en la que la joven, conversando con Woodcock en la mansión de éste, proponga infructuosamente a su pareja asistir al baile de gala de Nochevieja. Sea como fuere, la peculiar sonoridad de su elección musical queda vinculada al personaje de Alma, dándose la circunstancia de que en el último caso el rechazo con el que Woodcock se niega a satisfacer sus deseos empieza a abonar el terreno para que la chica, dos secuencias más tarde, prepare por segunda vez el veneno, solo que en este caso con la voluntad de domesticar todavía más la voluntad de quien ahora ya es su marido.

El reencuentro de los protagonistas de El hilo invisible en la fiesta de fin de año

Como no podía ser de otro modo, la seguridad con la que Anderson encara el apartado musical de su película —aspecto que brillaba por méritos propios en Pozos de ambición o incluso en Embriagado de amor, filme cuyo tono absurdo se veía reforzado por las melodías de armonio— también encuentra otras vías de expresión. Véase, sino, su brillante uso del contrapunto dramático durante la secuencia que sigue a la mencionada discusión de la pareja. Dado que Alma ha decidido marcharse sola al baile, Woodcock se presenta de improviso en el evento y durante gran parte del fragmento se dedica a observarla de lejos (y desde lo alto), viéndola primero feliz y luego algo desorientada, hasta que, experimentando una suerte de conflicto interior que pone en jaque a sus sentimientos, se ve impulsado a reunirse con ella y llevársela del lugar. Si coincidiendo con la llegada de Woodcock al recinto se escucha interpretada con gaitas la alegre melodía tradicional Scotland The Brave, el cineasta se encarga de que, al poco, los congregados celebren la llegada del Año Nuevo cantando de forma distendida el tema Auld Lang Syne (conocido popularmente en España como Vals de las velas), un momento que, además de permitir un oportuno uso de la cámara en mano, es justamente aprovechado a nivel dramático para evidenciar la creciente contrariedad que siente Woodcock.

Pero lo verdaderamente relevante del conjunto es que, arrastrándose por debajo de esa alegría musical que refleja un estado de ánimo generalizado, Anderson deja escuchar unas tensas notas de piano que, interpretadas de manera tan pesada como sombría, parecen contradecir (o incluso oponerse) a ese sentimiento colectivo, para insinuar otro de tipo individual que corresponderá al propio Woodcock, personaje a cuyo punto de vista la cámara se aproximará en todo momento, hasta que, poco antes de que se produzca el reencuentro silencioso de la pareja –ambos se observarán sin decirse nada–, la melodía tome, definitivamente, el protagonismo sonoro, y su tono se dulcifique para empezar a señalar un cierto cambio de rumbo en la relación entre ambos, o incluso, tal vez, una reconciliación.

 

Otra vuelta de tuerca

Anderson es un cineasta para quien el humor es un ingrediente casi indispensable. Ni siquiera una película tan severa como Pozos de ambición se libra de él: ver sino el grotesco clímax dramático que cierra el filme y en el que el magnate del petróleo Daniel Plainview (Daniel Day-Lewis) golpea salvajemente con un bolo al provocador e hipócrita predicador Eli Sunday (Paul Dano) en el particular marco que les proporciona una pista dedicada a ese deporte. En manos del cineasta el asesinato del personaje, un acto literal que tiene resonancias simbólicas, se convierte en una curiosa manera de erigir el fragmento en una sátira religioso-capitalista. Si bien dicho instante no resulta precisamente sutil y tanto su pertinencia como su (hipotético) efecto cómico me parecen cuestionables, su inclusión ejemplifica otra tendencia creativa, en este caso de tipo humorístico, que tal vez encuentra su más caprichoso vehículo de expresión en Puro vicio —con permiso de la en este sentido mucho más lograda Embriagado de amor—, una obra en la que el concepto de repetición se trabaja —no siempre con éxito— con el propósito de que ciertas situaciones se vuelvan progresivamente más hilarantes, ya sea la particular e incluso lasciva forma con la que un policía apodado “Big Foot” (Josh Brolin) chupa un helado o las diferentes ocasiones en las que «Doc» Sportello esquiva literalmente a los compañeros de aquel a la entrada de una comisaría.

Alma sirve de modelo para Woodcock en El hilo invisible

Sea como fuere, El hilo invisible se muestra acertada allá donde Puro vicio no terminaba de funcionar. Y el ejemplo que mejor corrobora lo anterior no es otro que la forma con la que Anderson consigue incrementar el efecto de un gag que ya en su primera aparición resultaba especialmente gracioso: me refiero, claro está, al primer desayuno que Woodcock y Alma comparten en el hogar del primero escaso tiempo después de que la segunda se haya trasladado a vivir con él, y, posteriormente, justo a continuación de que ambos hayan contraído matrimonio —un enlace destinado en teoría a reforzar su amor—, a otro desayuno que de forma harto maliciosa señalará el fin de la tregua que durante un corto período de tiempo les ha permitido convivir en (aparente) armonía.

Por medio de un preciso juego de planos-contraplanos que se encargan de evidenciar una relación de causa-efecto entre los ruidos que Alma provoca (deliberadamente o no) con acciones tan cotidianas como llenar un vaso con el agua de una jarra, untar mantequilla en una tostada o remover con una cucharilla el contenido de una taza de café, y las reacciones de un cada vez más agobiado Woodcock que expresa su irritación e impaciencia a través de sus miradas, gestos y acciones tales como emitir un chasquido con la lengua, ambas secuencias desarrollan un mismo gag que en la segunda, evolución lógica de la primera, ya deviene irremediablemente sarcástico.

Los desayunos (y las comidas, en general) son relevantes en El hilo invisible

En una misma línea pero con una voluntad aún más corrosiva, el realizador emplea las repeticiones (así como unas elipsis que no pueden ser más efectivas en su forma de comunicar las contundentes decisiones que Alma toma en función de los baches que experimenta su relación con Woodcock) para deslizar primero de manera soterrada y luego confirmar que la posibilidad de envenenar a su marido es una opción que la (les) puede ayudar a superar los altibajos afectivos. En este caso Anderson recurre a una misma situación hasta en tres ocasiones, si bien la naturaleza inicial de la misma cambia para tornarse progresivamente más inquietante y sórdida y, finalmente, incluso exhibir una clara filiación hitchcockiana.

En primer lugar, tras haber descubierto de forma casual que cuando Woodcock se siente indispuesto o enfermo su carácter se suaviza hasta el punto de volverse casi tan dócil como un niño, Alma aprende en el bosque cómo diferenciar las setas que son comestibles de las venenosas. La secuencia que precede a este instante no puede ser más significativa: molesto porque habrá intentado servirle una taza de té mientras trabajaba, Woodcock pide bruscamente a Alma que salga de la habitación no sin espetarle antes de su marcha que «el té se va, la interrupción se queda aquí conmigo». Una memorable frase que, eso sí, abrirá una primera brecha en su relación. Al saltar entonces a una escena que transcurre en el bosque, el cineasta ya señala, aunque el espectador todavía no se pueda percatar de ello, que las futuras decisiones que Alma tome en relación a la necesidad de utilizar veneno con su pareja estarán condicionadas por una relación de causa-efecto muy determinada.

Más adelante, tras haber visto espoleados sus celos por una de las nuevas clientas de Woodcock, la princesa belga Mona Braganza (Lujza Richter), Alma se verá empujada a envenenar por primera vez a su marido a causa de una tensa discusión—originada por unos espárragos ¿deliberadamente? preparados por ella de un modo que desagradará al hombre— que culminará con la invitación que el modisto le hará de abandonar la casa si así lo desea. Un envenenamiento que, de forma harto paradójica, tendrá como consecuencia, cuando Woodcock ya se haya restablecido (renaciendo prácticamente a la vida, o eso sugerirá el brillante plano encargado de retratar el momento), que la pareja contraiga matrimonio.

Y, en tercer lugar, un segundo y en esta ocasión consentido envenenamiento que empezará a gestarse cuando Alma escuche de manera inadvertida cómo su marido la culpa ante su hermana Cyril de todos los males posibles. Consentido porque el perspicaz Woodcock, a pesar de intuir que su esposa le ha estado preparando algo sospechoso, aceptará las particulares (y peligrosas) reglas que parecen favorecer una renovación constante de su relación ingiriendo ahora una poco recomendable tortilla que Alma le habrá preparado con todo su cariño. En esta ocasión, el fruto de semejante pócima amorosa podría ser (sic) el primer bebé de la pareja, o eso se desprende de una imagen que, aunque explícita, tal vez no sea otra cosa en realidad que una proyección de los deseos de Alma, como bien parecen insinuar las palabras que la chica pronuncia en off mientras el espectador contempla la misma. En cualquier caso, la recogida y/o preparación de las setas se convierte en un ritual que, insertado de manera estratégica, la cámara de Anderson debe forzosamente filmar para constatar los diferentes puntos de inflexión dramática que existen en su película.

El envenenamiento culinario traza vínculos entre Woodcock y Alma

 

Reflexión final: las consecuencias del amor

No cabe duda de que, a raíz de lo anterior, El hilo invisible puede ser considerada una dislocada historia de amor fou que avanza a base de unos envenenamientos cuyo inesperado efecto, tras haber hecho recapacitar a su víctima, consiste en la renovación de los más bien frágiles lazos de amor entre un hombre y una mujer. Sin embargo, tan atroz pero singularmente efectiva manera de humanizar a un individuo también tiene otra virtud: prevenir a la pareja contra un amor que, como en tantos otros casos, amenaza con volverse demasiado convencional, predecible y, en definitiva, mediocre. Pero, a mi modo de ver, lo más sorprendente de la propuesta tal vez sea que, con semejante premisa, su responsable termine alcanzando de manera lógica un final feliz o al menos esperanzador. Aunque, a decir verdad, Anderson ya lograba algo parecido con las respectivas conclusiones de Embriagado de amor, Puro vicio o, sobre todo, The Master, película esta última en la que el espectador, dadas las particulares características de su protagonista, un exsoldado llamado Freddie Quell (Joaquin Phoenix) que está obsesionado con el sexo y atrapado en un estado mental propio de aquellos que sufren síndrome de estrés postraumático, puede esperar de todo menos un cierre que permite abrigar la esperanza de que el personaje recupere su equilibrio psicológico en brazos de una mujer. Ya lo decía al principio de este texto, Anderson es un cineasta aficionado a dinamitar las expectativas del espectador.

 

© Óscar Navales, febrero de 2018