SEFF 2021: ‘Espíritu sagrado’, ‘¿Qué vemos cuando miramos al cielo?’ y ‘Bloodsuckers’

Hacia un nuevo fabulismo

Tal y como hemos ido abordando a lo largo de esta semana, volvemos a proponer un entendimiento de otras tres películas clave del SEFF. Tras hablar brevemente del paisaje del tiempo y del acercamiento a lo real, hoy nos proponemos adentrarnos en el terreno de lo fantástico, acercándonos quizás hacia algo que podría llamarse un nuevo fabulismo.

Podríamos mencionar bastantes nombres de autores importantes que, recientemente, han dado a conocer una serie de propuestas cuyos signos en común se acercarían a una nueva forma de narrar fábulas, cuentos de hadas y mitos. Desde Serge Bozon (quien sería el máximo exponente y teórico indirecto de este movimiento) hasta Eugène Green, del que hablaremos al final pues su relación con Alexandre Koberidze es más que interesante; pasando por otros como Miguel Gomes, Michelangelo Frammartino, Rainer Sarnet o João Nicolau el nuevo fabulismo toma un cariz muy importante de cara al cine contemporáneo y Espíritu sagrado (Chema García Ibarra, 2021), Bloodsuckers (Julian Radlmaier, 2021) y ¿Qué vemos cuando miramos al cielo? (Ras vkhedavt, rodesac cas vukurebt?, Alexandre Koberidze, 2021) forman parte de esa importancia.

«Espíritu sagrado»

El cine de García Ibarra siempre ha demostrado tener en cuenta la España del presente, ya sea por medio de la caricatura tierna, graciosa y no menos estimulante o mediante la asociación sugerida entre lo cotidiano y lo marciano. Con Espíritu sagrado, una de las propuestas más interesantes vistas en Sevilla, el cineasta valenciano envuelve a una serie de personajes tan presuntamente inocentes como simples en una suerte de fábula de ciencia ficción que se da de bruces con una realidad terrorífica. Utilizando continuamente el poder persuasivo de los noticiarios, las radios y otros medios de comunicación, se crea un aura realista al igual que oportunista en la que también se mezclan un esoterismo barato (pero tremendamente pujante hoy en día) y la historia de una secta que hibrida mitología egipcia y OVNIS en su forma más básica (y cómica) del saber popular.

Oscurantista y luminosa, llena de misterios que se acrecientan a medida que una realidad fáctica amanece de forma clara y concisa, poniendo patas arriba lo que se tomaba demasiado en serio, Espíritu sagrado consigue conectar la profecía con la barraca de feria, el timo con la consciencia de las masas involucradas en un sistema de ideologías increíbles (en un sentido peyorativo). No estamos ante una crítica a un determinado culto sino ante varias capas de crítica que se van construyendo a medida que la información se filtra por las antenas receptoras de cada espectador. Comunicaciones alienígenas que esconden un complot mucho más terrenal se cogen de la mano con una visión de la sociedad actual que recuerda a un Bruno Dumont con el espíritu de las fiestas de los pueblos en España. Graciosa y terrorífica al mismo tiempo, la película de García Ibarra supone un hallazgo en cuanto a enfoque (formal y crítico) y una mezcla interesantísima entre creencias ancestrales y su irracionalismo. Algo con lo que Bloodsuckers también juega, aunque de forma muy diferente. Si el fabulismo de Espíritu sagrado se construye por las referencias, el de la película de Julian Radlmaier lo hace en torno al anacronismo como manera de viajar por varias épocas al mismo tiempo.

«Bloodsuckers»

La realidad de la democracia alemana de hoy se vincula de forma pintoresca con la Alemania de entreguerras en Bloodsuckers, donde también se mezcla la lectura de El Capital de Karl Marx con un cuento de vampiros (a)típico para seguir explorando las formas y los temas que siempre han motivado a Radlmaier. Los vampiros burgueses de la película huyen de algunos estereotipos como su aversión al ajo y a la luz del sol para redefinir una serie de características que, actualmente, diluyen la sociedad de clases. En este sentido, el hecho de que Bloodsuckers se centre en una relación de amor (fallida, eso sí) entre burgueses y proletarios da para largo. De nuevo, el revisionismo post-soviético de Radlmaier, tan lúdico como enredoso, ofrece otra propuesta antinaturalista en las actuaciones de unos actores que viven situaciones histriónicas, aunque el relato no brilla tanto como algunos de sus filmes anteriores, en parte porque los excesivos diálogos no dan pie a muchas de las fugas características del alemán. Sea como fuere, Bloodsuckers es una película valiosa, que logra plasmar una metáfora material (los vampiros del capitalismo) que, aunque carece de rigor histórico, ahonda en el problema político actual a partir de la coyuntura entre grupos, clases e incluso artistas.

En el film de Radlmaier hay un personaje interpretado por el también cineasta Alexandre Koberidze (autor del film que pondrá fin a este texto), que escapa de la Rusia de los años veinte y cuyo destino solo puede vislumbrarse fatalmente. Su abandono de la patria —Koberidze es en la ficción un actor ruso que interpreta a Trotsky en Octubre (Oktyabr, Sergei M. Eisenstein y Grigori Aleksandrov, 1927) y que se ve afectado por la censura cuando Stalin se enemista con el célebre revolucionario— lo llevará al olvido de la lucha y a los brazos de una burguesa, pero, en determinado momento, sus papeles no serán tan distantes. Algo similar ocurre en ¿Qué vemos cuando miramos al cielo?, donde el Koberidze cineasta crea una historia de amor que cambia la realidad de los amantes. La diferencia radica en que la película del georgiano opta por materializar el cambio, no solo en cuanto al aspecto físico de los personajes (pues caen víctima de una maldición justo después de su primer encuentro y a la mañana siguiente se despiertan siendo, literalmente, distintos) sino también en lo relativo a la forma del propio film. Lo que se echa de menos en la película de Radlmaier aparece en la de Koberidze, que parece recoger el testigo del director alemán en algunos recursos estéticos. De hecho, los zooms que no solo reencuadran sino que remiten a una exploración del espacio, que Radlmaier había empleado en films anteriores a Bloodsuckers, son utilizados con genialidad por Koberidze en ¿Qué vemos cuando miramos al cielo? describiendo el rumbo del mismo filme.

«¿Qué vemos cuando miramos al cielo?»

Si nos alejamos o si nos acercamos, nuestra visión de las cosas cambia y lo cierto es que, aunque lo subyacente en la película georgiana sea de carácter subjetivo, la aproximación del dispositivo a la realidad funciona muy bien. Koberidze se interesa por la observación de los paisajes, los gestos y los intercambios entre ellos desde la escucha, una que no solo comprende el ruido que nos rodea, sino esencialmente la música. Siguiendo su idea de que si escuchamos música y observamos lo que hay alrededor podremos llegar a percibir el fluir de la vida, la película cobra mayor sentido. Dentro de las muchas variaciones que incluye ¿Qué vemos cuando miramos al cielo? sobresale la mirada al detalle, a la parte por el todo. Porque desde ese hechizo al que antes aludíamos en el que se transforman físicamente los dos protagonistas somos conscientes de la puesta en escena fragmentada de Koberidze, que no nos enseña los rostros de los intérpretes en su encuentro, sino sus pies, piernas y manos que se paran a recoger un libro que se cae al suelo. A partir de esos planos parciales se revelará una realidad mágica capaz de complementar las esquinas de una ciudad con las vidas de los amantes, ahora desconocidos incluso en el cuerpo.

El cineasta georgiano demuestra que la transformación de los espacios puede generar un contexto por sí mismo; es decir, crear fondo a través de la forma, algo que sucede en todos los films, aunque se quieran separar ambas cuestiones. Una película no es su guion y este se hace real tan solo por la forma. No hay significación en una imagen por sí sola, sino que esta la adquiere dependiendo de un contexto y una situación. En ¿Qué vemos cuando miramos al cielo? los bloques de tiempo de ella y de él se relacionan y encuentran al azar y son comparables a la dinámica formal que existe en el cine de Eugène Green. Salvando las distancias, Koberidze también explora el mito mediante la fragmentación de espacios y cuerpos para llegar a algún tipo de jerarquía de las formas.

«¿Qué vemos cuando miramos al cielo?»

El cine no tiene mucha importancia en el mundo a pesar de lo que diga Mark Cousins y, como dice Koberidze, narrador casi omnisciente del film, es inútil, para bien o para mal… pero puede dar lugar a una visión del mundo que escapa al naturalismo. Lo que es realmente interesante es cómo mediante el uso de espacios y gestos esas visiones taimadas y rotas (en referencia a los cuerpos hechizados de los protagonistas) vuelven a ponerse en su sitio gracias al cine, gracias a una filmación y a una proyección en sala. Podríamos hablar mucho sobre ¿Qué vemos cuando miramos al cielo?, de sus reflejos, de su uso fascinante del contracampo y del fuera de campo, de sus zooms, de la segmentación espacial y vivencial de cada instante… pero acabaremos diciendo que lo que empieza con una maldición y descarrila termina volviendo al camino gracias a un milagro.

 

© Borja Castillejo, noviembre de 2021