D’A 2020

El mundo será Tlön

 

No ha sido la mejor película del D’A Film Festival 2020, celebrado por primera vez en streaming a causa de la pandemia que asola esta maldita primavera, pero sí podría haber sido una especie de introducción al resto del certamen: en Mating (2019), Lina Maria Mannheimer recoge un año de filmaciones y contactos telemáticos entre dos veinteañeros suecos que se conocen, se enrollan, cortan y se convierten en amigos íntimos. Todo lo que hemos visto en el festival nos ha invitado indirectamente a reflexionar sobre el lugar del cine en la nueva sensibilidad y los usos audiovisuales de nuestro tiempo, especialmente de los jóvenes como los protagonistas de Mating, que nos dan una rápida lección no solo sobre las formas sino también sobre los valores que caracterizan su manera de relacionarse. Sus diálogos por Skype, sus stories en Instagram, sus chats inacabables y su intercambio de imágenes y música por toda suerte de medios nos informan sobre una cultura fragmentaria en extremo donde florece especialmente el egotismo y la exposición constante de la intimidad. Valores que nuestro profiláctico confinamiento no ha hecho más que exacerbar.

«Mating»

El cine parece partir de esos mismos valores para indagar qué tiene que decir al respecto con sus propios términos, con su estética particular, más allá del desfile de bustos parlantes y emoticonos de las redes sociales. Por eso el D’A se ha poblado de películas con forma de diario íntimo que hablan en primera persona del singular, y quizás las mejores hayan sido dos originalísimas realizaciones de cineastas noveles. La educación sentimental (Jorge Suárez, 2019) es un prodigio de escritura libre y digresiva que parte de un intento de documental sobre un veterano proyeccionista para acabar conjugando pinceladas sobre la situación social alrededor, los vaivenes del amor, el paso a la madurez, los recuerdos familiares… Cuestiones que se mezclan en la existencia de cualquier individuo y conforman su vida interior. Y, en Actos de primavera (2019), Adrián García Prado recrea también la imposibilidad de un film convencionalmente entendido y nos deja un collage lleno de superposiciones de imágenes y sonidos, alimentado de presuntos descartes, instantes captados por la cámara olvidada o sostenida distraídamente al caminar. Dotado además de un esquinado sentido del humor y rodado en la casa del cineasta, Actos de primavera nos hace pensar en el estilo de Jean-Luc Godard a partir de sus Histoire(s) du cinéma (1988).

«La educación sentimental» y «Actos de primavera»

Por su parte, Restos de cosas (Salvador Sunyer y Xavier Bobés, 2019) se asemeja al diario de un espectro que se comunica con nosotros a través de la voz en off de José Sacristán mientras el protagonista recorre las estancias de una casa en ruinas que nos recuerdan a multitud de imágenes del cine de Andrei Tarkovsky, quien ha sido uno de los protagonistas indirectos del festival. No solo por las reminiscencias de su obra sino por Andrey Tarkovsky. A Cinema Prayer (Andrey Tarkovskiy. Kino kak molitva, 2019), un documental realizado por su propio hijo, Andrey A. Tarkovsky, que recoge fragmentos de sus intervenciones, frases escogidas que compendian el pensamiento tarkovskiano. El director de El espejo (Zerkalo, 1975), antepasado legítimo de no pocas películas vistas en el D’A 2020, fue un extraordinario orador y nos dejó, en su cine y en sus palabras, una filosofía completa del cinematógrafo como arte sobre todo poético.

Pero si un film ha tenido talmente la forma de un diario íntimo es My Mexican Bretzel (Núria Giménez, 2019), una astuta película —la mejor del certamen según las votaciones del público— compuesta por fragmentos del diario de la presunta escritora Vivian Barrett y por filmaciones caseras supuestamente realizadas por su marido, León Barrett, y ella misma. El texto nos habla de una tormentosa y oculta vida sentimental que contradice el relato de felicidad matrimonial de las imágenes. Además, como en el Tren de sombras (1997) de José Luis Guerin, se acaba revelando la falsificación de esas estampas en celuloide, y los rótulos finales nos informan de que la medicina que promocionaba León era un placebo y el filósofo que se cita constantemente en el diario, un farsante. My Mexican Bretzel acaba siendo, como el Fraude (F for Fake, 1973) de Orson Welles, un irónico elogio de la falsificación como mecanismo de creación artística y un título representativo de algo muy presente en el D’A 2020: las home movies y el formato Super-8. Para muestra, otro largometraje basado, como la película de Núria Giménez, en las filmaciones caseras —reales, en este caso— de un creador y a la vez en la verbalización de sus reflexiones como el documental de los Tarkovsky: Le regard de Charles (Marc Di Domenico, 2019) nos ofrece un paseo por el siglo XX de la mano, esta vez, de Charles Aznavour, que explica en primera persona pero a través de la voz en off de Romain Duris sus viajes, sus raíces familiares y sus evoluciones sentimentales. Un homenaje de inusual elegancia que se ve con placentera ligereza.

«My Mexican Bretzel»

Por el contrario, en Video Blues (Emma Tusell, 2019) no son los protagonistas del film, los padres de la directora, los que se expresan con sus propias palabras, sino que es Tusell la que comenta las filmaciones familiares en voz en off con su pareja, algo parecido a lo que hizo Corneliu Porumboiu en El segundo juego (Ai doilea joc, 2014). Obra personalísima sobre la vida de la cineasta y el duelo por sus padres fallecidos, es significativo que cuente a Elías León Siminiani, el director de Mapa (2012), entre sus agradecimientos. E introduce otro de los motivos recurrentes del certamen: los retratos familiares, desde la voz coral de Dwelling in the Fuchun Mountains (Chun Jiang Shui Nuan, Gu Xiaogang, 2019), sosegada y bella crónica de grupo que recuerda poderosamente a la emotividad del Edward Yang de Yi Yi (2000) y a la dignificación de la gente corriente intrínseca al cine de Yasujiro Ozu, hasta la historia de separación de Las buenas intenciones (Ana García Blaya, 2019), desigual pero cálido relato intergeneracional donde la mirada del cine sobre la vida se identifica con el perspicaz punto de vista de los niños que observan el desorden mal disimulado de los adultos. Algo más ácido es el cuadro familiar de Ivana the Terrible (Ivana cea Groaznică, Ivana Mladenović, 2019), festivo y tenso a la vez como una película italiana de los años cincuenta. La directora se filma a sí misma para recrear un episodio autobiográfico y retratar su tierra natal, en la zona fronteriza entre Rumanía y Serbia, como un entorno social hipócrita, indiscreto y concupiscente.

«Dwelling in the Fuchun Mountains»

La idea del clan como entorno claustrofóbico se repite en títulos como la noruega Disco (Jorunn Myklebust Syversen, 2019), cuyas imágenes más intensas son los primeros planos de la protagonista —si hubiera un premio a la mejor interpretación, debería ser para Josefine Frida Pettersen—, devastada en silencio en un entorno de fundamentalismo cristiano que recuerda al nivel de demencia colectiva de Midsommar (Ari Aster, 2019); o Los páramos (Jaime Puertas, 2019), donde la vida desabrida y fatigosa de una mujer en una paupérrima comunidad gitana es filmada con un monumental sentido del vacío que evoca reminiscencias de lo mejorcito del último cine moderno, desde No Quarto da Vanda (Pedro Costa, 2000) a los seres evanescentes de Apichatpong Weerasethakul, pasando por la discoteca deprimente en la que baila absorto y abatido Denis Lavant en Buen trabajo (Beau travail, 1999), de Claire Denis. Pero, más allá de la familia, la sociedad en su conjunto y las relaciones humanas pueden ser un monstruoso mecanismo de tedio, mediocridad e hipocresía, como muestra la obra de Jessica Hausner, cineasta austríaca que ha sido objeto de una encomiable retrospectiva en el D’A 2020. Afilada e impía como sus compatriotas Ulrich Seidl y Thomas Bernhard, Hausner ofrece una visión desoladora de la clase media europea (Lovely Rita, 2001; Hotel, 2004), de las creencias farisaicas (Lourdes, 2009; Amour fou, 2014) y de la artificialidad demente del mundo de hoy (Toast, 2006, la película más radical de su autora, casi una versión noble del gamberro Bocadillo de Carlo Padial y Wismichu de 2018), es decir, del humus en el que han crecido los chicos de Mating y se ha gestado su forma de relacionarse.

Entierro y resurrección del relato

Crónicas familiares como Dwelling in the Fuchun Mountains o de vidas llenas de viajes y avatares como My Mexican Bretzel nos invitan a reflexionar sobre uno de los pilares fundamentales del arte cinematográfico que parece tambalearse ante la cultura del fragmento de los millennials de Mating y que no es otro que el sentido del relato, o de la narración, o de la ficción en un sentido amplio. Las películas del D’A han parecido reivindicarse como transmisoras de ficciones y lo han hecho desde múltiples perspectivas, empezando por la forma de relatos río de gran aliento y profundas resonancias, como el Sátántangó (1994) de Béla Tarr, restaurado con motivo de su 25º aniversario, o la sorprendente This is not a Burial, It’s a Resurrection (Lemohang Jeremiah Mosese, 2019), más apegada a la narración mitológica arcaica que a la ficción cinematográfica al uso. Cuenta incluso con la figura de un corifeo que relata la historia, protagonizada por una anciana que, en un villorrio de Lesoto, defiende su derecho a morar donde moran también sus muertos. Sus imágenes casi escultóricas nos hacen pensar de nuevo en la manera de Pedro Costa de filmar la dignidad y la belleza de los desheredados, y su retrato de grupo de una comunidad rural tiene la frescura de El árbol de los zuecos (L’albero degli zoccoli, 1978), de Ermanno Olmi, y la viveza de Bacurau (2019), de Kleber Mendonça Filho y Juliano Dornelles.

«This is not a Burial, It’s a Resurrection»

Pero han comparecido también en el D’A 2020 visiones oblicuas y vivificadoras del cine de género como es el caso del thriller en Roubaix, une lumière (2019), donde Arnaud Desplechin se confirma como el realizador francés que con más provecho dialoga con el cine americano. Lo que parece que puede ser una historia de complicidad o incluso un romance entre policía y criminal deviene en un careo violento, en una indagación obsesiva; y la extraña muerte de una anciana, así como los largos interrogatorios, nos hacen pensar en el Crimen y castigo de Fiódor Dostoyevski, autor cuya voz no oímos por primera vez en el runrún interior del cine de Desplechin. Por comparación, Un blanco, blanco día (Hvítur, hvítur dagur, Hlynur Pálmason, 2019), película islandesa que ha ganado el premio Talents, resulta más sencilla pero también un estimulante producto híbrido cuyo verdadero asunto es el proceso de enajenación de su protagonista, que nos recuerda al de Aflicción (Affliction, 1997), de Paul Schrader. Y, dentro también del género negro, Saturday Fiction (Lan Xin Da Ju Yuan, Lou Ye, 2019) ha sido una de las virguerías del festival, una película de espías que no esconde su naturaleza de ficción sino que hace que sus personajes entren y salgan literalmente de una puesta en escena sobre un escenario. Situada en Shanghái durante los días previos a la invasión del ejército japonés en 1941, el ambiente y la fotografía en blanco y negro evocan el clasicismo de títulos como Casablanca (1943), de Michael Curtiz, y su continua ruptura de la cuarta pared nos guiña el ojo para recordarnos que el cine, a menudo, no consiste tanto en seguir una historia como en disfrutar conscientemente del hecho de seguirla.

El cine de aventuras ha hecho también acto de presencia en el certamen de manera indirecta, a través de la evocación de un amigo íntimo por parte de Werner Herzog, el aventurero por antonomasia del cine moderno. La irresistible Nomad: In the Footsteps of Bruce Chatwin (2019) es en realidad una autobiografía desplazada en la que Herzog repasa su cine y su vida, transparentando un paralelismo entre su espíritu explorador y la curiosidad por el ser humano intrínseca a la cámara cinematográfica. Más abstracta resulta la argelina Abou Leila (Amin Sidi-Boumédine, 2019), ganadora del premio de la crítica, que empieza como un thriller de carretera y acaba como un relato de aventuras que podría pertenecer a una novela gráfica de Hugo Pratt. Y, al describir la enajenación del protagonista, Sidi-Boumédine encuentra su mejor aliado no en las escenas oníricas, algo torpes, sino en el desierto, escenario en el que los personajes viajan al encuentro con el vacío, con los tiempos muertos y con los extravíos de la trama que experimentamos ya en el cine de Michelangelo Antonioni, particularmente en El reportero (Professione: reporter, 1975). Solo otro largometraje del festival ha otorgado un protagonismo tan acusado y fructífero al paisaje y es Ghost Tropic (Bas Devos, 2019), que describe el largo regreso a casa de una mujer extraviada en las calles de Bruselas durante una calma madrugada de invierno. A su manera, es también una película de aventuras, una epopeya urbana sembrada de encuentros fortuitos como El espejo (Ayneh, 1997), de Jafar Panahi. Ghost Tropic recoge precisamente parte del esencialismo, el despojamiento y el profundo humanismo del cine iraní de los noventa.

«Nomad: In the Footsteps of Bruce Chatwin»

«Abou Leila» y «Ghost Tropic»

Y ha habido lugar incluso para la comedia romántica de ambiente neoyorquino: Adam (Rhys Ernst, 2019) es un film irregular pero apreciable porque, sobre todo en su primera mitad, recrea con habilidad los esquemas de la comedia clásica de enredos, con una de esas tramas en las que el protagonista se enreda en sus propias mentiras y debe gestionar el engaño para conquistar a la chica. Pero todo transcurre en el ambiente queer del Nueva York de hoy, lejos del paisaje humano de una película con Cary Grant o Fred Astaire y cerca de los coming-of-age de la comedia americana de este siglo. Igualmente queer pero mucho más radical es El corazón rojo (2020), que Marc Ferrer asegura haber rodado con cero euros de presupuesto y que no transcurre en Manhattan sino en una Barcelona sumamente cotidiana, reconocible, veraz. Apéndice de Puta y amada (2018), su anterior realización, El corazón rojo confirma a Ferrer como nuestro François Truffaut: un director que cimenta su cine sobre la pasión libresca y cinéfila (se cita en el film a Agnès Varda, Hong Sang-soo, Baisers Volés… ¡y se acosa a Louis Garrel!) y sobre una visión melancólica de la ensoñación romántica que nos hace pensar también en la obra de Woody Allen. Las películas de Ferrer son obras maestras de la expresión de lo universal partiendo de la poquedad.

Con la misma austeridad trabajan los Burnin’ Percebes, que han presentado en el D’A La reina de los lagartos (2019), título que supone en este caso una deliciosa vulneración del género fantástico rodado también, dicho sea de paso, en Super-8. Historia de amor entre un lagarto alienígena y una joven madre separada (Javier Botet y Bruna Cusí, impagable pareja romántica), la película vierte una guasa insuperable sobre las texturas de nuestra vida común y nuestras relaciones y diálogos, sobre lo anodino del día a día que desprende una irreprimible comicidad involuntaria. Y todo se desarrolla en una Barcelona igual de reconocible que la de El corazón rojo, una ciudad cutre y graciosa como en los cómics de Superlópez, lejos de la imagen que puede dar de ella un cine más, digamos, institucional. La visión satírica e incisiva Burnin’ Percebes es semejante a la de Chema García Ibarra e Ion de Sosa en Leyenda dorada (2019), aún más radical en su manera de acercarse al fantástico. Nos encontramos esta vez en una piscina pública en pleno verano, en medio de un ambiente hortera y españolísimo, donde las inflexiones de voz y los comportamientos más comunes adquieren ante la cámara una extravagancia que deriva con naturalidad en el surgimiento de lo fantástico. Película de una rara belleza parecida a la del Miguel Gomes de Aquele querido mês de agosto (2008), aúna en sus imágenes reminiscencias aparentemente imposibles de conciliar: de David Lynch a Luis García Berlanga, de Luis Buñuel a Jean Renoir. Y su nivel de extravagancia solo puede parangonarse con el de Jesus Shows the Way to the Highway (Miguel Llansó, 2019), exquisita parodia del cine de espías —un reverso socarrón de la citada Saturday Fiction— que ya comentamos a propósito del último festival de Sitges.

«El corazón rojo»

La arcadia del cine

Las vulneraciones y la autoconciencia inciden también sobre la arquitectura misma del relato en las películas del festival más apegadas al espíritu experimental. De entrada, el D’A 2020 se inauguró con la presentación de Chambre 212 (2019), donde Christophe Honoré nos ofrece una nítida metáfora del distanciamiento intrínseco al cine moderno: la protagonista, Chiara Mastroianni, se desplaza a un hotel frente a su hogar para observar desde la ventana su propia vida mientras le van visitando personajes de su pasado materializados por arte de magia y la personificación de su conciencia en la figura de Aznavour (sic). Felliniana y bergmaniana a partes iguales, Chambre 212 se nos antoja un musical sin música tan cercano al estilo de Jacques Demy como otras realizaciones previas de Honoré (Les Chansons d’amour —2007— y La Belle personne —2008—). Y la trama es sujeta también a una suerte de ensoñación deformante en Pol·len (Blanca Camell Galí, 2019), hasta hoy la única película de la que tiene constancia este cronista que puede considerarse digna heredera de Hong Sang-soo. Cuidadosa con el rigor de los espacios y los desplazamientos (de nuevo Barcelona y su particular fisicidad), Pol·len está protagonizada por una flâneuse de actitud idéntica a los personajes de Hong cuyo recorrido está sometido a bifurcaciones, bucles y rimas muy del estilo del director de Noche y día (Bam gua nat, 2008). Una de las creaciones más sorprendentes del festival.

Igual que la joven de Pol·len, la periodista japonesa de To the Ends of the Earth (Tabi no owari sekai no hajimari, Kiyoshi Kurosawa, 2019) vaga ociosa no por una sino por varias ciudades de Uzbekistán durante los tiempos muertos del rodaje de un reportaje sobre el país. Descolocada en un medio extranjero como el marinero de En la ciudad blanca (Dans la ville blanche, 1983), de Alain Tanner, su recorrido le acercará tanto a la conquista de sus propios anhelos como de la imagen que se le resistía. Por el contrario, no vemos a la protagonista de La nuit d’avant (Pablo García Canga, 2019) salir de la habitación del hotel en el que se aloja. De noche, antes de acostarse, conversa por teléfono con su pareja y le explica el argumento de una película que ha visto, una historia tipo boy meets girl que nos llega a través de sus palabras, como cuando oímos explicar Une sale histoire en las dos versiones de la película que Jean Eustache rodó en 1977. Eso es tal vez el cine: no tanto seguir la historia como la experiencia de ver cómo nos la cuentan. Y, como veíamos también en Saturday Fiction, la modernidad consiste en hacer visible lo que media entre el relato y nosotros. En La nuit d’avant, la historia acaba rimando con la circunstancia personal de la protagonista, que deviene intérprete y espectadora a la vez. Y el relato la penetra, le emociona y le remite a aspectos de su propia vida, presumiblemente experimentadas con su interlocutor. La película, por cierto, de la que se habla en el corto es The Clock (Vincente Minnelli, 1945)

«La nuit d’avant»

Solo otros dos filmes han sido tan radicales en fiarlo todo a la recitación del texto. La mami (Laura Herrero, 2019, que ha obtenido una mención del jurado de la crítica) nos enclaustra en un camerino donde las bailarinas de un deprimente local mexicano explican sus avatares vitales frente a un espejo, sencilla pero eficaz imagen poética del reflejo de la vida en el cine. Y, en Yo siempre puedo dormir pero hoy no puedo (Andrea Morán y Fernando Vílchez, 2019), una serie de personas es filmada en diferentes espacios y situaciones leyendo en voz alta fragmentos de textos igualmente dispares. Film embebido de palabras, apasionado por el segmento y la enumeración como uno de esos socarrones pasajes de Julio Cortázar o Georges Perec, supone una libérrima experiencia que vuelve a subrayar que el cine no es seguir un texto sino la experiencia de seguirlo. En paralelo, frente a la conciencia sobre los ingredientes que nutren el relato en esas películas-texto, Una película hecha de (Malena Solarz y Nicolás Zukerfeld, 2020) se recrea en los ingredientes materiales del cinematógrafo: en la hojarasca de imágenes que recogen breves destellos de belleza por el camino como hacía Jonas Mekas. Parte de un motivo central, la filmación de las luces de decoración urbana en Navidad, para captar extractos del tiempo de espera, del desplazamiento a otra ciudad, de todo y nada en general.

El D’A 2020, en suma, nos ha transmitido mucha vocación por recuperar la estética predigital, como si se quisiera volver a la arcadia del cinematógrafo en su materialidad, la textura de sus imágenes, tangible especialmente en las filmaciones caseras y en formato Super-8; y la arcadia del relato, de la narración clásica a las mil metamorfosis a las que lo han sometido las oleadas de la modernidad. En realidad, hay también un cine que busca esa poética que Tarkovsky asociaba al arte cinematográfico en la hojarasca digital, y es precisamente lo único que, a ratos, se ha echado en falta en un festival con una programación por lo demás excelente: un mayor espacio para la experimentación más radical con la textura digital y con la incidencia de la cultura fragmentaria y multipantalla en la idea de relato (pienso en los poemas digitales de Andrés Duque, en los viajes al final del píxel de Godard, incluso en un genial espigador de chatarra visual como Carlo Padial…). Quizás el temor que transmite el D’A y que cualquiera de nosotros puede compartir en cierta medida —justificadamente o no, el debate está abierto— es que, a pesar del optimismo que transmite la inabarcable creatividad que vive el cine en nuestros días, los usos y costumbres audiovisuales que se están dibujando a nuestro alrededor sugieren un progresivo alejamiento de la cultura cinematográfica. No me refiero tanto a que la gente vea o deje de ver las películas de John Ford o de Ingmar Bergman como a que una vida inmersa en la hiperconectividad y la ultrafragmentación, como la de los chicos de Mating, nos acabe anestesiando ante el valor estético de las imágenes. Y que las imágenes, así, pierdan no solo su aura, que diría Walter Benjamin, sino su conexión con la realidad y su capacidad de comentar la belleza del mundo para pasar a substituirlo. Acerca de ese temor, hemos dejado para el final el título más notorio del festival.

«Little Joe»

En Little Joe (2019), el último largometraje de Jessica Hausner, asistimos a otra estimulante reescritura del género fantástico. Un experimento en un laboratorio botánico deriva en la creación de una flor que hace feliz a la gente pero, en contrapartida, interviene en su conciencia para asegurar su propia supervivencia. Como en una nueva versión de las películas sobre la invasión extraterrestre de ladrones de cuerpos, los humanos infectados por la planta someten a los demás a un severo careo para convencerles de que la realidad no es la que ven con sus propios ojos, a la manera de la Luz de gas (Gaslight, 1944) de George Cukor. Little Joe acaba siendo un film sobre la substitución de la realidad, de los sentimientos, de la humanidad: un reflejo terrorífico de la era digital, confinamiento antes del confinamiento en el que la existencia virtual substituye a la vida, los sentimientos robotizables mediante un algoritmo devoran el espacio de las emociones reales y se impone una forma de intimidad diferente de la que nos transmite ese diario íntimo permanente que escribimos sobre las imágenes cinematográficas. Tras ver la película de Hausner, sentí el impulso de volver a leer Tlön Uqbar, Orbis Tertius, el relato de Jorge Luis Borges recogido en sus Ficciones (1) en el que el descubrimiento de una civilización ficticia y su lenguaje acaba acarreando, sutil y calladamente, la substitución del mundo tal y como lo conocemos por esa otra realidad emergida de una laboriosa conspiración. “El contacto y el hábito de Tlön —escribe Borges— han desintegrado este mundo. Encantada por su rigor, la humanidad olvida y torna a olvidar que es un rigor de ajedrecistas, no de ángeles”. El narrador vaticina que la nueva realidad modificará por completo la enseñanza de la historia, de las ciencias, de la lengua. “Entonces desaparecerán del planeta el inglés y el francés y el mero español. El mundo será Tlön”.

 

© Lucas Santos, mayo de 2020

 

 

(1) Borges, Jorge Luis: Ficciones. Madrid (Alianza Editorial), 1997. Pág. 40.