Sitges 2019
El cine es un sincretismo
Una de las adolescentes aficionadas al cine fantástico que protagonizan Zombi Child, el último largometraje de Bertrand Bonello, comenta con socarronería que los zombis, en las películas antiguas, eran muy lentos, mientras que, en los últimos títulos de este subgénero, corren a toda mecha. Es fácil adivinar tras esas palabras un comentario indirecto sobre la evolución del cine o de todo en general: sí, las cosas van cada vez más rápido, y la comunidad cinéfila parece arrastrada por el torbellino de constante renovación que caracteriza el mundo digital. La actualidad evoluciona a golpe de eventos de vida efímera: en agosto, no eras nadie si no comentabas la última película de Quentin Tarantino; ahora, todo gira en torno al Joker de Todd Phillips; el mes que viene, será lo último de Martin Scorsese o algún otro acontecimiento mediático. Pero esa vorágine es aparente, se produce solo en las pantallas; en el mundo exterior, los zombis siguen (seguimos) caminando muy despacio. Si alguien pensó que el sistema capitalista nos pondría a todos de rodillas, se equivocó: no ha hecho falta porque, gracias a los teléfonos móviles, nos colocamos voluntariamente con la cabeza gacha y las manos entrelazadas, en posición de súplica o contrición, y nos quedamos parados o avanzamos muy poco a poco, sin ver lo que hay delante. El cine que hemos visto este año en el 52º Festival Internacional de Cine Fantástico de Sitges, entre otros rasgos, ha arrojado abundantes comentarios sobre el estado del mundo y sobre esa zombificación a la que nos hemos visto inadvertidamente sometidos.
Zombi Child es uno de los títulos del certamen que incide en la cuestión, al hablarnos de la mala conciencia del pasado colonial francés, de su relación con el desorden social actual y de una extraña faceta liberadora del rito vudú, que parece restituir cierta dignidad de los desheredados del sistema. No obstante, ha habido otros filmes más explícitos al respecto. Empezando por la ganadora del certamen, El hoyo (Galder Gaztelu-Urrutia), con su grosera —por tan obvia— alegoría sobre la lucha de clases; no es por completo desdeñable pero el premio a la mejor película le viene francamente grande. Mucho más apreciable resulta Vivarium (Lorcan Finnegan), que trata sobre la imposición silenciosa de los valores conservadores de nuestra sociedad —hay que fundar una familia, hay que tener un hogar, hay que sacrificarse en beneficio de las generaciones futuras— en forma de relato siniestro que podría haber sido un episodio de Twilight Zone o uno de esos cuentos de Jorge Luis Borges que plantean un espacio infinito y repetitivo (Imogen Poots, por cierto, ha recibido un merecido premio a la mejor actriz por Vivarium). Precisamente, hay en In the Tall Grass (Vincenzo Natali), la película que inauguró el festival, una alusión directa a El jardín de los caminos que se bifurcan, el relato de Borges. El film de Natali guarda similitudes con Vivarium y tiene cierta gracia pero acaba dejando una sensación de exceso y empacho; lo mismo que pasa en Paradise Hills (Alice Waddington), sobre unas jóvenes atrapadas también en un espacio encantado y en un nocivo sistema de valores, o en Nimic (Yorgos Lanthimos), enésima historia de corrupción de los roles y afectos familiares del realizador griego. Finnegan, por el contrario, parece entender que, en cierto tipo de cine, menos es más.
Precisamente, acerca de los peligros de la imposición por la fuerza de valores cristianos y occidentales trata también The Mute (Krew Boga, Bartosz Konopka), film polaco sobre la evangelización y exterminio de los considerados bárbaros en la Europa medieval que nos lleva inevitablemente a pensar en la Polonia de hoy. Resulta un film hermosamente lírico en sus primeros minutos pero acaba resultando una de esas películas pesadas que se quieren muy graves y solo son ampulosas. Por el contrario, el filipino Lav Diaz vuelve a encontrar un tono irreprochable en The Halt (Ang Hupa), una distopía política ambientada en el futuro inmediato, un año 2031 en el que Filipinas ha vuelto a caer en una dictadura encabezada por un sátrapa ridículo e inclemente que recuerda obviamente al presidente Rodrigo Duterte. De nuevo Diaz filma en blanco y negro y con una cámara inmóvil, con planos de larga duración y composiciones visuales de innegable harmonía. Su cine parece recoger hoy mejor que ningún otro el espíritu de la novela realista del siglo XIX y tiene la preciosa virtud de hablarnos de circunstancias locales y abordar no obstante temas universales: huelga decir que el proceso de fascistización del que nos habla The Halt es en realidad un fenómeno global. Sus 278 minutos han sido una de las mejores experiencias del festival.
Lo local y lo universal se combinan también en Bacurau (Juliano Dornelles & Kleber Mendonça Filho), relato sobre el acecho de una pequeña localidad pernambucana por parte de un irregular comando estadounidense que conspira para exterminar a los habitantes locales y explotar los recursos naturales de la zona. Igual que en Aquarius (2016), el anterior largometraje de Mendonça, los desheredados del Brasil actual luchan por preservar su dignidad y muestran una solidaridad comunitaria digna de una comedia de Frank Capra. No es una película perfecta —los malos de la función, por ejemplo, son de un esquematismo lamentable— pero está filmada con un sentido asilvestrado de la belleza que recuerda, por analogía geográfica, al cine de Glauber Rocha. Bacurau, además, parece descansar sobre un rico poso cultural, principalmente esa moderna tradición literaria que nos lleva al medio rural para hablarnos de la identidad y los avatares de los pueblos latinoamericanos: cuando empiezan a fallar las telecomunicaciones y el pueblo de Bacurau desaparece de los mapas, uno cree por un instante estar en el pueblo del Pedro Páramo de Juan Rulfo, donde todo está ya inadvertidamente muerto. Con el galardón a la mejor dirección y el premio de la crítica, Bacurau es, para este cronista, el film representado con más justicia en el palmarés de Sitges 2019.
Y, lejos del fantástico pero dentro del cine de género, una comedia gamberra como Corporate Animals (Patrick Brice) se pitorrea de los valores del capitalismo americano con brocha de trazo grueso pero un sentido muy incisivo de la sátira social: que una excursión de empresa para incentivar el espíritu emprendedor de los empleados acabe en orgía caníbal sin que nadie pierda la hipocresía en ningún momento es un reflejo no excesivamente hiperbólico de cómo funcionan muchas cosas hoy en día. La otra comedia negra del festival que nos habla de hipocresía social es la australiana Judy & Punch (Mirrah Foulkes), un vistoso cuento feminista con poca hondura pero algunos diálogos y momentos muy divertidos. Igualmente feminista es Swallow (Carlo Mirabella-Davis), sobre una joven recién casada que desluce su existencia de burguesita ociosa y apocada adquiriendo el hábito de ingerir objetos metálicos y puntiagudos. Podría haber sido una actualización gore de Belle de jour (Luis Buñuel, 1967) pero resulta una más de las películas vistas en Sitges que parten de una idea inicial llamativa y la desarrollan con cierta solvencia pero poca personalidad.
‘High concept’ vs. arcadia setentera
De hecho, ya hace casi treinta años que Robert Altman se burló, en El juego de Hollywood (The Player, 1992) de la lógica del high concept con la que funcionaba la producción cinematográfica en Hollywood: a ojos de las majors, un proyecto solo puede ser viable si, de entrada, se puede sintetizar en una frase de no más de veinte palabras. El festival de Sitges, que no deja de ser una muestra generosa del estado del cine de género, ha estado poblado por multitud de filmes de modestos resultados que parecen responder a la filosofía del high concept. Es el caso de Swallow o el de otras películas americanas o a la americana, como Fractured (Brad Anderson; un hombre busca a esposa e hija desaparecidas en un hospital donde los médicos le tratan de loco), Bodies at Rest (Renny Harlin; sicarios irrumpen de noche en una clínica forense para apoderarse de una prueba escondida en un cadáver), Synchronic (Justin Benson & Aaron Moorhead; una droga sintética permite viajar al pasado durante siete minutos en el lugar preciso donde se toma), The Room (Christian Volckman; una pareja se muda a una casa donde una habitación mágica materializa todos sus deseos) o The Gangster, the Cop, the Devil (Lee Won-tae; un policía y un jefe mafioso se alían para capturar a un serial killer que atacó por azar al segundo). No son filmes por completo desdeñables, particularmente los dos últimos, pero resultan algo esquemáticos.
El high concept es, grosso modo, una herencia del Hollywood de los años ochenta. Muchas de las películas que hemos visto en Sitges, en cambio, toman como referente el periodo inmediatamente anterior. La cinematografía de los años sesenta y setenta, muy especialmente la serie B, es tributada como una especie de arcadia estética que dio las pautas del cine de género para los tiempos futuros. De hecho, habría que abrir el arco temporal hasta los ochenta para incluir un ejemplo tan palmario como Three from Hell (Rob Zombie), un film que empieza con relativa fuerza pero acaba siendo francamente cansino: su manera de, digamos, blasfemar contra la estética cinematográfica por la vía del feísmo da la sensación de ser un recurso muy trillado, poco o nada eficaz. Más interesante es el caso de los tres documentales del festival que tratan abiertamente sobre el tema. Sesión salvaje (Paco Limón & Julio Cesar Sánchez) se compone de multitud de entrevistas para hablar del fantástico español del tardofranquismo y la transición, de las figuras mitificadas de Paul Naschy y Jesús Franco y del ambiente de liberalidad y rupturismo que ese cine y la sociedad en su conjunto se contagiaban mutuamente. Iron Fistis and Kung Fu Kicks (Serge Ou) hace exactamente lo mismo a propósito del cine hongkonés de artes marciales y la carrera de Bruce Lee. Y Leap of Faith: William Friedkin on The Exorcist (Alexandre O. Philippe), el mejor de los tres, recoge una larga entrevista a Friedkin, que ofrece una irresistible clase magistral no solo sobre la gestación de El exorcista (The Exorcist, 1973) sino también sobre su visión del cine y su descripción del Hollywood de los setenta. El director de Carga maldita (Sorcerer, 1977) es un divulgador apasionante, dotado de una cultura envidiable; en Leap of Faith, nos habla de las influencias de Carl Theodor Dreyer o de Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941) de Orson Welles, de la ciudad de Nínive y la tumba de Nabucodonosor, del cine de Ingmar Bergman y lo que de él se trajo en la maleta Max Von Sydow… El film de Philippe (director también de 78/52, 2017) cuenta también entre las más felices experiencias del festival.
Volviendo al terreno de la ficción, un film como Il Signor Diavolo (Pupi Avati) parece no ya rendir tributo sino emerger directamente del cine de los años setenta. La tosquedad de su estilo resulta pertinente precisamente como revisión del look de la serie B de esa década en una película que despliega un sentido del misterio que no acomoda al espectador sino que más bien lo despabila. Además, Avati hace un brillante uso de los espacios en los que transcurre el film: Venecia y su laguna, la ribera del Po y una áspera Italia rural a lo Ermanno Olmi. Il Signor Diavolo tiene incluso un punto lunático que lo acerca al acento del añorado cine de Raúl Ruiz. Por su parte, Amigo (Óscar Martín) vendría a ser una respuesta ficcional a Sesión salvaje, pues se plantea también como un largometraje actual que mimetiza la estética del cine —español, en este caso— de los setenta para dialogar con esa tradición y, en cierto sentido, actualizarla. Con toda su sencillez, resulta una película divertida, inteligente y humilde; y una notable conquista como film que se nutre básicamente del trabajo de sus intérpretes principales, Javier Botet (que recibió el premio Màquina del Temps) y David Pareja.
Otros dos destacados largometrajes del festival remiten al cine de las décadas centrales del siglo XX en clave más de parodia que de homenaje. Jesus Shows You the Way to the Highway (Miguel Llansó) se ríe de los tópicos de las películas de espías de los años de la guerra fría y se erige en la más brillante extravagancia de Sitges 2019. Con un sentido libérrimo de la puesta en escena, un despliegue técnico propio de los cortometrajes de ciencia ficción de Alexander Kluge (en los que una pieza del motor de un coche sobre fondo negro podía hacer las veces de nave espacial) y un finísimo sentido del humor, el film de Llansó nos obliga a poner en cuestión todo cuanto hay de previamente pautado en la manera de hacer y de ver cine de género. En todo el festival, solo se le puede encontrar un cierto parentesco con otra extravagancia como la argentina Breve historia del planeta verde (Santiago Loza), parodia en este caso de E.T. El extraterrestre (E.T. the Extra-Terrestrial, Steven Spielberg, 1982) que se sitúa al margen de todo código genérico y nos relata el viaje estrambótico de tres humanos y un extraterrestre en el que lo raro se cruza con lo cotidiano continua e inopinadamente, como en las novelas gráficas de Daniel Clowes.
Elogio del cine sincrético
Justamente, el festival de Sitges acostumbra a brindarnos buena parte de su mejor cine en la orilla del fantástico, allí donde pierde su identidad como género y dialoga con otras formas. Pero la edición de este año nos invita a hablar no ya de un cine fronterizo sino directamente híbrido, de películas en las que lo fantástico se ha fusionado con otras cosas formando un raro sincretismo cinematográfico. No solo es el caso de un film inclasificable como Breve historia del planeta verde sino también de otros donde la trama fantástica se funde con un relato intimista, como es el caso de Starfish (A.T. White), algo mortecino a pesar de sus buenas intenciones, y de After Midnight (Jeremy Gardner & Christian Stella), que, sin ser una película excelsa, resulta muy original a su manera. Desde el principio, dos tramas paralelas, una historia de desamor y el duelo entre un cazador solitario y una criatura misteriosa, se simultanean, se contaminan y se enrarecen la una a la otra. En After Midnight, lo que normalmente permanece latente debajo de lo fantástico emerge a la vista de todos, los quiebros de la trama son genuinamente desconcertantes, y la película contiene el plano secuencia más memorable del festival, un encuentro milagroso entre el cine de Bergman y el fantástico que resume por sí mismo el espíritu del film.
También los personajes de Les Particules (Blaise Harrison) están en realidad más preocupados por sus tribulaciones amorosas que por los muy inconcretos fenómenos fantásticos que se producen en su región, cercana al famoso acelerador de partículas de la frontera entre Francia y Suiza. El CERN parece operar como el planeta Solaris en la novela de Stanisław Lem y su adaptación de Andrei Tarkovsky, pero no tanto para materializar las intimidades de las personas como para hacerlas desaparecer, como la isla de La aventura (L’avventura, 1960), de Michelangelo Antonioni. Mientras tanto, los millennials pandillean, fuman porros, procrastinan, tocan música y muestran un cierto estupor ante la rareza del mundo en general. Y el protagonista se enamora de una compañera de instituto enferma, lo mismo que el de Adoration (Fabrice du Welz), fascinado por una joven con serios problemas mentales. Los dos adolescentes protagonizan una huida romántica e irracional que nos recuerda inevitablemente a la de la pareja de Malas tierras (Badlands, 1973), de Terrence Malick. Aun con sus flaquezas, Adoration resulta un film delicado que deja cierto buen sabor de boca.
La demencia, de hecho, ha sido uno de los vectores de ese cine sincrético, entre lo fantástico y otras cosas, que hemos visto este año en Sitges. No anda muy bien de la cabeza la protagonista de Nina Wu (Midi Z), una divagación onírica sobre la relación entre cine y vida real, y una curiosa reverberación del espíritu mee too en Taiwán; ya nos hemos referido a los peligrosos hábitos de la joven esposa de Swallow; y hay algo insano en la manera como el protagonista de la finlandesa Dogs Don’t Wear Pants (J-P Valkeapää) se abre a una sexualidad más extrema. Pero a nadie se le va tanto la pinza como a los dos protagonistas de El faro (The Lighthouse, Robert Eggers), una vistosa evocación del mito de Prometeo. En una rocosa isla maldita, dos fareros sobrellevan un largo aislamiento y las constantes embestidas de un temporal sin fin tragando aguardiente con progresiva desmesura. Como en El sirviente (The Servant, 1963), de Joseph Losey, pasan de la adusta jerarquía inicial a una enfermiza camaradería, y pierden por completo la noción de la realidad. Igual que en el anterior largometraje de Eggers, La bruja (The Witch, 2015), la forma parece más cultivada que el fondo y el film resulta algo estetizante y reiterativo, pero no deja de ser por ello una intensa experiencia de elegante factura. Por comparación, más presa aún de su apuesta formal parece una película como Lux Æterna (Gaspar Noé), que uno felicitaría por su valentía si no fuera porque es eso precisamente lo que parece pedir a gritos.
Por el contrario, si una película de Sitges 2019 se deja llevar por su propia forma y halla un resultado fascinante es Samurai Marathon (Bernard Rose), que merece una mención aparte pues no guarda concomitancias significativas con ningún otro film del festival. Parte de un principio sencillo: filmar cuerpos en constante movimiento, los de los samuráis que corren y combaten sin descanso durante el tramo principal de la película. Con ello, crea un ritmo interno que arrastra al espectador (con la ayuda, hay que decirlo, de una envolvente banda sonora de Philip Glass). Y la película, de un vigor poco común, a ratos incluso recuerda a La asesina (Ci ke Nie Yin Niang, 2015) de Hou Hsiao-hsien.
Retomando el hilo, no ha habido en realidad ningún film en Sitges 2019 que ejerza un sincretismo tan rico y deslumbrante como Zombi Child, al que volvemos por ser, a la postre, el mejor título entre los que hemos podido ver del certamen. Relato protagonizado por adolescentes que nos habla con cercanía del sentir de los jóvenes de hoy, complejo viaje en el tiempo que no se limita a nutrirse simplemente de flashbacks, mixtura de cine de autor y cine fantástico muy propia del cine francés actual y fidedigno espejo que refleja las contradicciones de nuestra sociedad sin exponerlas groseramente, la película de Bonello es una síntesis brillante de todo cuanto el festival de Sitges nos ha enseñado este año. Todo no, de hecho: hay, sin duda, lagunas importantes en esta crónica. En una muestra con 171 películas, un sistema de acreditaciones severamente jerárquico y abundantes incompatibilidades horarias, un individuo, por más que sacrifique horas de sueño y concilie lo inconciliable para dedicar a la causa el máximo número de horas posible, solo puede abarcar una selección imperfecta de lo que se exhibe. Los zombis que cubrimos el festival somos de los que corren, y mucho, para ir de una sesión a otra. En Sitges, en fin, hay demasiadas películas o faltan días. O faltan proyecciones. O faltan más facilidades para que la prensa acreditada pueda seguir con garantías las secciones principales. Mejoras, en cualquier caso, que uno plantea no por falta de calidad sino, al contrario, porque Sitges sigue siendo una ventana privilegiada para asomarse a lo que está ocurriendo en el cine de hoy en día.
© Lucas Santos, octubre 2019