Lourdes

El milagro como enroque

“Dios mueve el jugador, y éste, la pieza.
¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías?”
(Jorge Luis Borges)

 

1. El tablero (el comedor) aún está vacío, pero la partida está a punto de empezar. Faltan las piezas, claro, que todavía permanecen en el fuera de campo. Pues, tal como exige el engranaje rutinario, estas solo irrumpirán al ritmo del Ave María de Lourdes (1). El plano inicial de la película, en efecto, se llena con una precisión coreográfica dando pie a un nuevo día, a una nueva batalla táctica. La jugadora (Jessica Hausner) sabe lo que tiene entre manos. Le gustan los espacios codificados y, tal y como apuntó en sus previas Lovely Rita (2001) y Hotel (2004), trabaja con los roles que asumimos (o no) en determinados contextos. Para ella, lo esencial es nuestra puesta en escena. El cómo nos movemos, el cómo nos vestimos: el cómo representamos. En su juego (en su película), los peones (los peregrinos) se mueven con obvia limitación y deben lidiar con otras figuras de mayor enjundia. Están los curas, las cuidadoras, los turistas, los médicos e incluso los caballeros (2). Cada uno con su uniforme, cada uno con su movilidad condicionada en la cuadrícula. Todos parecen participar en una partida previsible, exquisitamente calculada. Pero algo ocurre. La lógica del juego se pone en duda y surge una brecha irracional. Toca reaccionar.

2. El enroque es una maniobra especial en ajedrez, la única jugada en la que se pueden mover dos fichas a la vez y en la cual el rey adelanta dos escaques y la torre salta por encima de otra pieza. Si bien no se trata de una maniobra del todo anómala -es más frecuente de lo que desearíamos para el símil que aquí trazamos-, su particularidad es, sin duda, notoria. Pues, aunque sea por un instante, las estrictas reglas del ajedrez se diluyen en una extraordinaria danza de sus figuras. Un movimiento (o un baile al son de Felicità) que antes no parecía posible, pero que ahora lo es. Algo parecido ocurre en un determinado instante de Lourdes, un filme que no busca respuestas a las decisiones gratuitas de un dios (o del azar), sino que invita al espectador a sentir de primera mano las sensaciones que despierta un hecho inexplicable y, a su vez, le obliga a cuestionarse las consecuencias (positivas o no) de lo que es (o aparenta ser) milagroso.

3. Al igual que el apóstol Tomás, que no creyó en la resurrección de Cristo hasta que palpó las llagas de su costado, los cinéfilos requerimos de constantes milagros para conservar la fe en el cinematógrafo. Por fortuna, los hay y bastantes. Y sí, en el último siglo, son más de los que la jerarquía católica se atreve a reconocer en el terreno que a ella le concierne. Tanto da que miles de sus fieles (y otros tantos curiosos) peregrinen anualmente al santuario de Lourdes y que algunos aseguren haber presenciado un milagro. En general, no es así. Al menos, según las estadísticas de la propia Iglesia que “solo” reconoce 66 casos desde 1858 (3). Pese a ello, el espectáculo continúa. Quizá lo esencial para la curia sea la curación espiritual (y no física) del creyente, pero la institución eclesiástica se resiste a cerrar la parada y no reniega de los réditos que le proporciona la “necesidad” social de “ver para creer” y así encontrar un repentino sentido a la vida.

¿Parafernalias para ilusos? Solo en parte. La cineasta austriaca no esconde su propio interés por atrapar (y comprender) esa desesperada esperanza humana por alcanzar la felicidad y descubrir el porqué de su existencia. El milagro religioso, por tanto, no es más que la metáfora extrema (exagerada, si prefieren) de tan tormentosa aspiración; el logro palpable (y quizá fugaz) que verbaliza el personaje de Christine (Sylvie Testud) en un trayecto en autobús. “Mi vida tiene sentido”, le dice a su compañera de viaje. Y la suya no es ni una frase baladí ni una afirmación solo dirigida a los religiosos. Es la expresión de lo que casi todos, de un modo u otro, deseamos.

4. La lectura universal e íntima del relato no anula, sin embargo, su marco. El filme no sería tal sin su espacio. Hausner, que no se escandaliza como sí hizo el Cristo bíblico que echó a latigazos a los mercaderes del templo, sabe moverse en el parque temático de Lourdes con una admirable ambivalencia que alcanza al espectador (4). Cuasi fascinada por la naturaleza de tal “no-lugar”, su álter ego no nos ofrece una mirada inquisidora ni beata, sino más bien perpleja y curiosa. Algo a lo que ayuda también una limpia fotografía en alta definición -similar a la del The World (Shijie, 2004) de Jia Zhang Ke- que fomenta la extrañeza ante el artificio que nos rodea. Un microcosmos singular que parece ideado para las masas (5) y que no queda tan lejos de lo que sería una urbe como Las Vegas -allí no desentonaría el impagable viacrucis kitsch de Lourdes, con 115 figuras de hierro doradas en un área de 1.500 metros. Aun así, la directora sabe que, pese a todo, al santuario francés llegan feligreses convencidos de su creencia. Seres a los que no comete el error de mirar por encima del hombro y a los que sabe integrar en el paisaje -ese plano donde conviven una tienda de souvenirs y una mujer rezando en perfecta composición- alejándose, con un tono entre distendido e irónico, de la misántropa gravedad de otros autores austriacos.

5. El trayecto circular en el que participa la protagonista no es más que un reflejo de lo que una vez ya dijo el poeta persa Omar Jayyam. Este nos advirtió, allá por el siglo XI y con cínica lucidez, que la vida es “un inmenso tablero de ajedrez, sobre el cual el Destino mueve a los hombres como si fueran piezas, y luego los coloca en una caja de madera”. Cruel final, sin duda. Al que, sin embargo, Christine se resiste huyendo fugazmente de su cuadrícula. Porque, aunque todo se acabe, aunque el milagro (o el pequeño instante de felicidad) no sea más que el postrero aliento antes de la muerte, aún merece la pena peinarse, cambiarse los pendientes, pasear, bailar, enamorarse o tomarse un helado por última vez. Todo sea porque antes del fundido a negro, antes del misterioso último plano, tengas opciones de ganar la partida. O de, al menos, acabar en tablas.


(1) Al parecer, esta melodía -que escuchamos varias veces en el filme- suena constantemente en la mayoría de establecimientos comerciales y ceremonias religiosas que se celebran en Lourdes. Es una suerte de banda sonora del lugar.
(2) No por casualidad, Hausner ubicó su película en el entorno de la Orden de los Caballeros de San Juan, una organización católica formada por gente adinerada que, además de vestir con una llamativa indumentaria, se dedica a obras de caridad. El latente contraste de clases que surge entre estos y los peregrinos es una de las mayores riquezas de la película.
(3) Para que la institución católica contabilice un “milagro” se debe producir una curación súbita, total y duradera. Además de pasar una serie de largos procesos burocráticos de “verificación”…
(4) No parece casual que Lourdes se llevase en el Festival de Venecia de 2009 los galardones concedidos por dos organizaciones tan distintas como la Unión de Ateos y Agnósticos Racionalistas y el Jurado Ecuménico.
(5) El filme deja intuir que Lourdes es un destino turístico de primer orden. La ciudad cuenta, asimismo, con un aeropuerto de referencia en cuanto al acceso de pasajeros discapacitados e incluso con un zoológico.