D’A 2014

Hacia un espacio de resistencia

 

Transcurridos los diez intensos días de cine que han conformado la programación del D’A – Festival Internacional de Cinema d’Autor de Barcelona recuento las películas que he podido ver, y pienso en una imagen que pueda resumir esta cuarta edición. De repente se dibuja en mi mente un rostro, azotado por el viento y la lluvia, el de un hombre a punto de rendirse. Sus ojos están enrojecidos por el frío y su cara tiembla mientras soporta la caída de su propia dignidad con una canción que encierra, en su letra y en la actitud del que la entona, la poética de la resistencia. Al igual que esta imagen, la programación de este año en el D’A ha mantenido un hilo conductor, el de una realidad que emana de las grietas de unas ruinas —lo que queda de la llamada sociedad del bienestar—, de la que el arte no es ajeno, ni en su ejecución, ni en su contenido. Buena prueba de ello ha sido la recién estrenada sección “Un impulso colectivo”, con piezas como Edificio España (Víctor Moreno), El futuro (Luis López Carrasco), VidaExtra (Ramiro Ledo) o El triste olor de la carne (Cristóbal Arteaga).

Sin embargo, de esa decadencia, de esa pesadumbre que lastra los ánimos emerge una férrea actitud de resistencia, propulsada por el coraje de creadores que siguen creyendo en lo que hacen y por programadores que apuestan fuertemente por piezas que muy posiblemente queden excluidas de la exhibición española. Nombres como Lav Diaz, Tsai Ming-Liang o Joaquim Pinto, cuyos filmes ponen a prueba la resistencia del espectador tanto por la duración total —cuatro horas Norte, the End of History de Diaz—, la persistencia de sus planos fijos —la maravillosa lírica de Stray Dogs de Tsai— o la intensidad del tema —el vídeo-diario sobre un año de tratamiento contra el sida en E Agora? Lembra-me de Pinto—, determinan la magnitud de un festival que con cuatro ediciones ya es un referente a nivel europeo. De hecho, gran parte de la programación nos ha permitido trazar un mapa de la autoría cinematográfica en nuestro continente.

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Precisamente, la película encargada de inaugurar el D’A fue Un castillo en Italia, que dirige y protagoniza Valeria Bruni Tedeschi, y en la que se destapan con humor las filias de una mujer en la cuarentena. Una actriz cuya familia, dueña de ese castillo, destila la decadencia de aquella burguesía europea que ahora se ve obligada a subastar sus tesoros y alquilar sus propiedades para sobrevivir. No parece casualidad que el partenaire de Bruni Tedeschi sea Louis Garrel, perteneciente a otra estirpe, la cinematográfica, que interpreta a un actor, protagonista de las películas de su padre. La realizadora francesa lleva al extremo a su personaje, una histérica que ocasiona las más absurdas situaciones, con el claro propósito de divertir, sin olvidar que bajo ese cómico envoltorio se esconde una audaz ironía y una autoreferencialidad que funcionó como adelanto perfecto de lo que encontraríamos en los días siguientes.

 

De las ausencias y el vacío

Muchos de los títulos vistos parecen transitar entre los ecos de un mundo en crisis, repleto de seres que vagan poseídos por un estado de semiinconsciencia, y las ráfagas de esperanza que siguen soplando pese a las circunstancias. En el primer grupo encontramos títulos como Concrete Night (Pirjo Honkasalo), cuyo protagonista, Simo, recorre las calles de una ciudad que no reconoce, perdido en un futuro que ya no se promete tan feliz. No parece coincidencia que la primera imagen del joven sea su reflejo distorsionado frente a un espejo empañado, el primero de muchos que veremos a lo largo de este viaje vital. Con un ambiente claustrofóbico —un blanco y negro que empapa la pantalla—, cargado de tintes fantásticos —los momentos de ensoñación, de ausencia mental de Simo en la feria son de una belleza visual extraordinaria—, el filme de Honkasalo convierte Helsinki en un purgatorio cuya única salida es el infierno y sumerge al espectador en la propia angustia existencial del protagonista.

El segundo largometraje del italiano Mirko Locatelli, I corpi estranei, nos coloca ante el abismo de un padre que debe afrontar la enfermedad de su hijo pequeño. Situado en la planta de oncología infantil del hospital de Milán, el filme huye del drama que supura la historia y cámara en mano acompaña a Antonio en ese periplo personal. Bajo la piel de estos cuerpos extraños circulan el racismo y los prejuicios del italiano de clase media. Exento de juicios morales, Locatelli adopta un enfoque cercano al documental con el movimiento y el plano secuencia como herramientas. La fuerza del filme la sostiene un tremendo Filippo Timi, capaz de soportar el peso de la labor que se le ha encomendado. No en vano, el mismo director ya advirtió antes de la proyección de la película en el D’A que su intención era que el protagonista nos fuera descubriendo al resto de los personajes. El resultado no es perfecto —algunos momentos cuestionables generan el mismo rechazo xenófobo que critica el filme: como el robo de comida de la nevera comunitaria por parte de dos jóvenes musulmanes—, pero aun con sus fallos I corpi estranei se erige como una película a tener en cuenta, aunque solo sea por contener el bello homenaje a un padre dedicado absolutamente a su hijo.

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Otro de los nombres destacados fue el de la inglesa Joanna Hogg. Con su tercera película, Exhibition, la cineasta reflexiona sobre los lazos que establecemos con el hogar a través del retrato de un matrimonio —dos artistas de los que solo conocemos sus iniciales (D y H)— en la intimidad de su casa londinense —una moderna construcción del arquitecto James Melvin, a quien está dedicado el filme. Poco a poco, el espacio, cuyas paredes de cristal derriban los límites con el exterior y exponen la vulnerabilidad de sus habitantes, se irá transformando en el vértice de un triángulo amoroso. La inminente venta del edificio sumada a la profunda incomunicación de la pareja desatarán en la mujer una búsqueda del deseo que pasará por una continua exhibición de la que seremos testigos incómodos. Hogg hace buen uso de las características de la casa y crea una inteligente puesta en escena que unida a la inquietante actitud de D (Viv Albertine) acaba convirtiendo su película en una gran performance de la que el espectador es voyeur forzoso, lástima que esto haga que el engranaje cinematográfico no acabe de funcionar del todo.

También de las huellas que dejamos en un lugar encontramos la francesa Mouton —Premio de la Crítica al Nuevo Talento—, aunque con un planteamiento y una ejecución radicalmente diferentes. ¿Cuál es el rastro de esa ausencia? La ópera prima de Marianne Pistone y Gilles Deroo resuelve de forma magnífica esa pregunta. El tándem de cineastas registra los gestos de su protagonista, Mouton, su precisión en el trabajo, su cuidado por los detalles, la generosidad que muestra con sus amigos y su eterna sonrisa. Las palabras del psicoanalista Piérre Fédida —“la ausencia da contenido al objeto”— cobran aquí sentido, ya que Pistone y Deroo asientan las tres partes del filme en tres elementos físicos: un documento legal, una fotografía y una postal. Tres objetos que reconstruyen el paso del joven Mouton por esa comunidad y que permiten encajar las piezas de esta delicia cuya belleza reside en su sencillez.

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De la ausencia y del modo de enfrentarse a ella parte Metalhead (Ragnar Bragason), que posee el mismo espíritu de continuar caminando de la programación, quizá por eso haya sido una de las películas más disfrutadas por el público, y con la que el festival comenzó y acabó. Efectivamente, su título no engaña porque en él hay ese doble sentido: un homenaje a una música que para muchos es una filosofía de vida, y el paso a una permanente actitud inconformista de la protagonista —tras la muerte traumática de su hermano mayor por un accidente. Situada en una pequeña comunidad islandesa, donde la vida está marcada por la tranquilidad que emanan los vastos paisajes de la meseta nórdica y en la que el folk parece ser su única banda sonora, la película de Bragason contrapone los elementos de esa existencia tradicional con elementos opuestos y espera a que las chispas salten. Y el resultado funciona —quizá los amantes del metal consideren que lo hace a costa de banalizar esa música—, y logra transmitir al espectador ese subidón que da poner el volumen al máximo o gritar hasta vomitar las cuerdas vocales. No descubre nada nuevo, pero su actitud de todo es posible y nunca es tarde demuestra que el american dream que Hollywood nos ha vendido es posible fuera de sus fronteras.

Si bien este año el cine canadiense tuvo su representación con la retrospectiva a Denis Côté, en la sección de Direcciones pudimos encontrar otra muestra de la calidad audiovisual de este país con el provocador Bruce LaBruce. Ya que salir del armario hace tiempo que dejó de escandalizar, el cineasta da una vuelta de tuerca al asunto y propone en Gerontophilia un planteamiento más radical: un joven al que le excitan los ancianos. Sin embargo, lejos de producir la incomodidad que su título promete, la película se asienta sobre la construcción del amor en dos etapas vitales complicadas para ello: la adolescencia y la vejez. LaBruce ofrece, desde la irreverencia, una historia sobre el respeto y el amor que abandona los cánones de belleza tradicionales y deshace prejuicios —con la ironía de quien elige el tema Help the Aged de Pulp como colofón—, haciendo creíble la relación entre el atractivo joven protagonista y su amante octogenario.

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También con una pareja y un límite, en este caso temporal, se inicia When Evening Falls on Bucharest or Metabolism. La última película de Corneliu Porumboiu es un ejercicio de metacine. Sus planos fijos y los dos personajes debatiendo sobre la vida y el cine sentados frente a un plato de comida nos remiten inmediatamente al universo de Hong Sang-Soo, del que también pudimos disfrutar de Our Sunhi, su última obra —curioso que el segundo pase de ambas conformara una suerte de doble sesión en una de las salas del cine Aribau Club. Y hasta aquí las similitudes, porque Porumboiu plantea esa reflexión sobre el propio cine pero lo hace con la seriedad de quien está decidiendo su propio destino. La realidad es aquella que la cámara registra, concretamente aquella que permanece en esos once minutos que dura un rollo de película. Un límite temporal necesario para el protagonista —un director que finge un problema estomacal para pasar el día con la actriz del filme que está rodando—, y una cuestión de principios sobre el cine. A través de largas charlas o interminables ensayos de una escena, que se reescribe a cada minuto, este director intentará buscar el modo de capturar lo real, sin lograr entender que la cámara funciona como un gran sistema digestivo que engulle lo que registra. Y el resultado será otra cosa, nunca tan real como las imágenes de la endoscopia que vemos al final, pero incluso estas siempre esconderán algo de su propia realidad para formar parte de la del cine.

Por su parte, Hong no decepcionó con Our Sunhi, donde vuelve a recurrir a los mismos elementos con los que confecciona su universo creando una obra impecable, como de costumbre. Como alumno aventajado que es, el coreano demuestra una vez más que, al igual que la joven Sunhi, haga lo que haga siempre es un placer acudir a su encuentro. Puede que no alcance el sobresaliente pero no cabe duda de que sabe cocinar los ingredientes y permanecer por encima de la media.

 

De las imágenes pese a todo

Que el noventa por ciento de las películas de la sección “Un impulso colectivo” sean óperas primas y que a pesar de sus escasos recursos hayan conseguido salir adelante con una brillantez extraordinaria demuestra la necesidad de expresar con imágenes una realidad que desborda los límites de una marca que algunos se empeñan en llamar España.

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El chileno Cristóbal Arteaga firma la soberbia El triste olor de la carne. Una película que contagia con un inteligente plano secuencia la angustia y la desesperación de un hombre, reflejo del drama que viven miles de personas. Arteaga va tejiendo con cada paso de Alfredo una tensión que traspasa la pantalla para fijarse en los hombros del espectador y revela lo que Alfredo Rodríguez, actor principal y pilar maestro de esta coreografía, acertó en llamar, en el debate posterior a la proyección, la “estética del azar”. Porque el escenario del filme, el centro de Vigo, no requiere de la ficción, esta, como el resto de ciudades españolas, luce flamantes carteles de “se vende” y “se alquila” que tapan los cadáveres que la especulación ha dejado.

En la misma línea se halla el documental Edificio España, que se encargó de inaugurar el ciclo. Película que comparte algo de ese desmantelamiento progresivo con el que comenzaba Mercedes Álvarez en Mercado de futuros (2011), a través de esa destrucción del vínculo afectivo y la deshumanización de un espacio sin memoria en el que solo quedan ya esqueletos. Algo de aquello se confirma en este imprescindible trabajo. La cámara de Víctor Moreno no solo documenta las obras de demolición del interior de este rascacielos, herencia de la época franquista, sino también retrata con precisión la irrupción de la crisis en España. Y lo que aquí se deja intuir entre los relatos y anécdotas sobre el edificio que cuentan los que allí trabajan junto con su propia historia vital, es lo que Luis López Carrasco remarca en El futuro. Con una excelente selección de temas musicales, más importantes que los propios diálogos enmascarados entre el ruido de una fiesta, el primer largometraje de este cineasta en solitario —miembro del Colectivo Los Hijos— mantiene el tono irónico que circuló por otras sesiones. La originalidad de la propuesta y la solidez de su discurso quedan eclipsadas en algún momento por su descarada insistencia. Así y todo estamos ante una pieza sobresaliente, aunque solo sea por apuntar la necesidad de repensar los cimientos de nuestra democracia como espejo de lo que ahora vivimos.

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Y frente a este panorama permanece la actitud de unos creadores cuya resistencia reside en continuar filmando pese a todo. De hecho, el pulso a la otra comedia española lo tomaron en esta sección Ilusión (Daniel Castro) y Uranes (Chema García Ibarra). Ambas comparten el cruce de géneros, un cierto costumbrismo y ese humor desconcertante que te hace reír, pero siendo consciente de que la situación que lo provoca en realidad encierra un tono muy amargo. Castro y García Ibarra pertenecen a ese tipo de autores que no solo firman sus guiones —impagables los momentos musicales de los dos largos, hits absolutos—, sino también evidencian que una idea no requiere de grandes presupuestos —ni siquiera para adentrarse en la ciencia-ficción— y que la sencillez es la mejor compañera para crear grandes películas.

Lo extraordinario del Festival Internacional de Cinema d’Autor de Barcelona no es todo lo anterior, sino su capacidad de generar con cada jornada la avidez por descubrir nuevas formas, de visitar nuevos mundos y de experimentar nuevas vidas. Han sido diez días en los que la imagen nos ha sacudido el alma con tal vehemencia que una llega a pensar que el cine le ha salvado la vida. Quedan doce meses por delante hasta la próxima, mientras tanto mantendré la ilusión por repescar algunos títulos, perdidos, en la cartelera, y seguiré alimentando mis expectativas sobre la programación que nos deparará ese primer lustro de vida del D’A.

 

© Ana Aitana Fernández, mayo de 2014