Les rencontres d’après minuit / La batalla de Solferino

Súbete a la moto

 

Una de mis analogías arbitrarias favoritas consiste en relacionar películas con medios de locomoción. Si estamos convencidos de que uno de los efectos del cine es llevar al espectador de un lugar a otro, entonces parece adecuado comparar la forma de transporte que utiliza; no solo a un nivel argumental, terreno en el que se puede razonar si toma vías principales, atajos o desvíos, sino profundizando en su propia naturaleza narrativa. Así, podríamos hablar de películas que se mueven con la lenta pero majestuosa firmeza de un transatlántico, las que toman el camino recto e ininterrumpido de un tren, las que nos llevan por bucólicos senderos dando pedales o también las que agolpan tubos de escape contaminantes en una autopista saturada en hora punta. Solo son un puñado de las múltiples posibilidades y variantes, con ejemplos concretos detrás que cada lector es libre de elucubrar. Pero ahora pienso en las películas que van en moto. No porque tenga que salir necesariamente el vehículo en ellas, como ocurre en los créditos iniciales de La batalla de Solferino (La bataille de Solférino, Justine Triet, 2013), sino porque la experiencia de verlas puede muy bien asemejarse a la de pasar un día en moto de un lado a otro de una ciudad de tráfico caótico, pongamos París.

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El debut en el largometraje de Justine Triet comienza durante el amanecer del 6 de mayo de 2012, día de la segunda vuelta electoral entre Nicolas Sarkozy y François Hollande, y ya desde los primeros minutos de la mañana se desborda con energía narrativa. Conocemos a la protagonista, una reportera de televisión encarnada por Laetitia Dosch, justo en medio del aparente caos en el que se intuye que consiste cada día de su vida: trabajo absorbente, dos niñas pequeñas, un amante pegajoso, un exmarido persistente y proclive a sufrir ataques psicóticos y violentos. Después de una larga secuencia inicial, maravillosamente cuarteada con meandros narrativos, berrinches de las niñas y una sensación de desconcierto creciente, Laetitia deja a sus hijas al cuidado de un canguro inexperto para ir al centro de la ciudad a cubrir el día electoral. Se sube a la moto de su compañero de trabajo y Dead Man’s Bones empiezan a sonar con Lose Your Soul  mientras la película coge un ritmo expositivo de ciclomotor que ya nunca abandonará.

Hay dos tipos de escenas en La batalla de Solferino. Las de mayor corte documental, que recogen testimonios políticos de distintos parisinos reunidos en la noche electoral, y las destinadas a desarrollar el psicodrama familiar montado por Triet durante esa fecha tan concreta y marcada en el calendario. Esas últimas son las que ocurren a toda velocidad: escaladas de reproches entre Laetitita y su ex Vincent, idas y vueltas con las niñas a cuestas solo por el exagerado miedo a que se queden a solas con su padre, tensiones a punto de estallar, discusiones a grito pelado, insultos y bofetones… La directora maneja el dramatismo de la continua sucesión de situaciones tensas con tal determinación que sin su cuidada conducción podrían hacerse insoportables. Se sirve del montaje, pero también de la recurrencia y dilatación de diálogos improvisados entre los actores, quienes se interrumpen con frecuencia y superponen sus frases con gran realismo. Esto último hace que las discusiones tiendan más hacia el caos sainetero a lo Robert Altman que a la intimidad escrutada de Nobuhiro Suwa, primordialmente en M/Other (1999). La sensación final es la de una temporada de 24 donde una Jack Bauer femenina se dedica a lidiar con sus fracasos afectivos.

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Bastante de eso último hay en las historias que se relatan los protagonistas de Les rencontres d’après minuit (Yann Gonzalez, 2013), la otra gran ópera prima del cine francés del año pasado. Como si fueran los protagonistas del Decamerón de Boccaccio, los siete personajes principales de la película también se recluyen en una casa a las afueras para contarse historias entre sí, aunque la excusa inicial fuera participar en una orgía. La estimulante capacidad de renovación de la cinematografía francesa se sustenta en que el mismo año puedan ver la luz debuts tan radicalmente distintos como el de Justine Triet y Yann Gonzalez, cuyas diferencias quedan perfectamente recogidas en sus sendas escenas con motocicleta. Les rencontres d’après minuit también empieza subida a una moto, concretamente con una espera artificiosa bajo la lluvia y un trayecto irreal donde el cuello de Kate Moran, paquete de un conductor anónimo, se echa hacia atrás mientras la velocidad hace ondular su cabello. Desde esa primera secuencia, Gonzalez deja claro que su película será un canto al artificio y al barroquismo sensorial.

Todo lo que encontramos después lo confirma: fotografía explosivamente colorista de Simon Beaufils, borbotones electrónicos con la música original de M83, un catálogo de rostros y físicos significativamente llamativos entre los protagonistas —Niels Schneider y su parche perenne, Nicolas Maury travestido, Éric Cantona, Alain-Fabien Delon, Béatrice Dalle…— y diálogos pronunciados con parsimonia para marcar su dramatismo teatral. Aunque empiece con una sugerente escena a bordo, Les rencontres d’après minuit no es en absoluto una película que vaya en moto. Su movimiento es circular y redundante; el autor no está interesado en llevar a sus personajes —por llamarlos de algún modo, cuando apenas son arquetipos limitadamente definidos por el rol que toman en la orgía— de un lugar a otro, sino en exprimir las interacciones, alianzas, traiciones y seducciones que pueden surgir al retenerlos en un mismo espacio.

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Mientras que La batalla de Solferino empieza con el día y termina de madrugada de la única manera que podía hacerlo para sus personajes más derrumbados —cenando en el restaurante chino más sórdido del barrio; quizás la escena más tierna y emotiva de todo el film—, Les rencontres d’après minuit hace honor a su título para contar lo sucedido desde el atardecer hasta el amanecer. La atmósfera nocturna ayuda a fortalecer el misterioso tejido mitológico que envuelve a los acontecimientos, en última instancia escenificación de una historia de dependencia emocional colindante con la muerte. Matthias (Schneider) solo puede vivir si Ali (Moran) lo ama; el resto de elementos solo adornan esa tragedia. El film de Gonzalez se vuelca en el poder épico de la narración para contar nuestros dramas y confesiones, de ahí que recurra a la teatralidad absoluta, a una película proyectada en una sala de cine, a la abstracción del éxtasis musical y, ante todo, a la figura del narrador que habla a un círculo de oyentes que escuchan entregados. Un detalle fundamental que, volviendo a La batalla de Solferino, es justo lo que sabotea todos los intentos de entendimiento entre Laetitia y Vincent: el rechazo absoluto a considerar las razones del otro. Como si el casco de la moto no te dejara oír lo que dice tu acompañante.

 

© Daniel de Partearroyo, mayo 2014