Festival de Sevilla: SEFF 2012

¡Es er cine, mi arma!

 

0. Abriendo fuego

En Sevilla, entre los días 2 y 10 de noviembre, el cine europeo se armó hasta los dientes para luchar contra la crisis, la abulia y la inercia. José Luis Cienfuegos y su belicoso equipo (conformado en la vanguardia por Alejandro Díaz Castaño y Elena Duque, descendidos todos ellos desde Gijón y aquellas esperanzas fusiladas en el Foro, y en la retaguardia por la Comunidad de la Luz de los compañeros de la revista Lumière) han conseguido, en tiempo récord y bajo condiciones límite, llevar a (buen) término una batalla festivalera que, sin dejar apenas bajas, ha logrado conquistar un buen número de territorios ignotos, dejando para el futuro unas cuantas semillas de noviembre

Con una estrategia de tipo fuego a discreción o disparen y después pregunten, el Festival sevillano se ha planteado como un bombardeo a ráfagas, cuyas mayores explosiones no se dieron en la Sección Oficial (SO) (lugar donde el festival hace una honorífica y popular concesión a lo europeo) sino en esa otra sección que encarnaba las ilusiones del nuevo equipo que capitaneaba el Festival: las Nuevas Olas. Además de estos dos frentes, que representaban la cara y la cruz de la apuesta sevillana, encontrábamos las secciones paralelas de Eurodoc, con una selección de no-ficción, y EFA, con una muestra de lo más granado del cine del viejo y bueno continente europeo, así como las exhibiciones asaz exhaustivas en torno a la figura de la realizadora Agnès Varda, el cineasta sevillano Gonzalo García Pelayo y la cinematografía griega de los últimos años, a la sazón, el ejemplo más diáfano de descalabro económico europeo auscultado por el cine.

En esta estrategia y este frente, este contemporáneo lugar que bien podríamos denominar el cine con y contra la crisis, el SEFF (Sevilla Festival de Cine Europeo) desplegó todo su arsenal, como no podía ser de otra forma, siguiendo el método clásico de los festivales internacionales de cine: la picnolepsia, el avasallamiento, el arrojamiento en el torbellino (estos eventos son, a qué dudarlo, una experiencia heideggeriana extrema), la victoria por extenuación.

Los asistentes a festivales (especialmente los críticos y demás seres macrocefálicos que lo ven todo) se amoldan al festival, a su propia rítmica, llevando a cabo los pasajes esquizoidales que le transportan a uno de una sala obscura a otra, de una película a otra, de una batalla a otra. Como el propio festival, el crítico, el espectador, el vidente, ha de estar armado hasta los dientes.

La lluvia en Sevilla es una maravilla, excepto durante un evento de esta índole. El agua se acumula en los callejones como los recuerdos fílmicos en la memoria. Contra el riesgo del encharcamiento, de la acumulación incontrolada, uno ha de abrir el paraguas epistémico-crítico, hacerse el Estagirita y muy peripatéticamente, aunque llueva, ahí parapetado bajo un paraguas, comenzar su perorata paratáxica.

(Pero, antes de empezar, antes de salir del pequeño cuarto en la Pensión Macarena y dirigirme al NH de Plaza de Armas, recuerdo de pronto esa rima párvula de aquel sevillano, exiliado en Castilla, cuya infancia eran recuerdos de un patio sevillano (seguramente no tan húmedo como este), de un huerto claro donde maduraba el limonero (las naranjas, en este caso se depositan húmedas y solas en el suelo, colocadas en los lugares más insospechados), y recuerdo su mandato a todo aquel que se (pro)pusiera (a) escribir sobre cualquier arte: que no fuera lerdo, ni perezoso, ni ruin. Que fuera benevolente. Mientras cruzo la Alameda de Hércules hacia el NH, junto al Guadalquivir, abrazándome a mí mismo, emparaguado en mí mismo, pienso en esa palabra. La rumio. Benevolencia significa querer el bien ajeno, desearlo. Tener la voluntad del bien de los demás. Exactamente el sentimiento opuesto a la ética del cinismo financiero (valga el oxímoron que reúne cinismo y ética en una misma sentencia). Pienso que el SEFF, Cienfuegos y su equipo, son benevolentes en grado máximo. Y yo quiero ser como ellos.)

 

1.    Sección Oficial: Armas contra la crisis o Armas críticas

 

«PROHIBIDO HABLAR DE LA COSA»

(Letrero en un bar sevillano)

 

“¿Qué es La Cosa?”, se pregunta Uno, pensando en la epistemología kantiana, en el centro de la teoría psicoanalítica. “¿La Cosa?”, se le responde. “Ya sabes: La Cosa está chunga, keo… La crisis. La crisis es La Cosa.”

Salgamos del bar. Entremos en la sala obscura. Hablemos de La Cosa.

Crisis. Del griego: juicio, decisión. Y también, oportunidad, posibilidad. Seamos críticos, en grado máximo.

Los filmes de la SO, todos ellos bajo el signo del conocido contexto económico global (y, por lo tanto, paneuropeo), se nos presentan, por lo tanto y en primer lugar, como armas contra la crisis establecida, siguiendo el mandato cinematográfico de los kinoks. Pero además, se nos presentan como armas críticas, esto es, como herramientas que abren oportunidades y crean lo posible (en este sentido, una crítica de la crisis). Casi sin excepción, de manera encubierta o frontal, lo económico se ha convertido en el tenue hilo que hilvanaba y tejía entre sí las distintas tramas de cada una de las películas, confeccionando un vestido que resultaba, se mire por donde se mire, o un diabólico traje (Alexander Kluge dixit) o uno invisible, como el del rey del cuento.

Pero empecemos por el principio.

Gebo et l´ombre, del centenario realizador luso Manuel de Oliveira, no solo es la película definitiva sobre el espíritu del capitalismo y su tendencia a la extinción –desde este punto de vista, el mejor ensayo teórico sobre eso que se ha llamado “capitalismo tardío” (aquí, crepuscular)–, sino también el mejor film que pudo verse en todo el festival, allende las secciones. Oliveira, a estas alturas, no tiene que aprender nada de nadie, pero sigue aprendiendo, y mucho, de sí mismo. Con un primitivismo que es precisamente el arte futuro, Oliveira retorna a la infancia cinematográfica lo mismo que está retornando a su infancia, y por eso es sin duda el realizador más atrevido, más imaginativo e infantil en el mejor y más creativo y gestáltico de los sentidos (muerto Stan Brakhage y con el permiso de Jonas Mekas). En Gebo et l’ombre, Oliveira no mueve la cámara absolutamente (decía Ford que esto es precisamente lo que le dijera Murnau, cuando le preguntó por el secreto cinematográfico, en mitad del set de rodaje de Amanecer (Sunrise, 1927): “No mover la cámara”) y ello para ilustrar la imposibilidad del movimiento, la llegada definitiva y cruel del acabamiento. No es un hieratismo que sirva a las disposiciones dramatúrgicas del film exclusivamente (si bien, como en todos los filmes de Oliveira, la teatralidad es extremosa: la declamación de unos actores y actrices en estado de gracia y peligro de extinción no es de este mundo, sino de un mundo ulterior): quiere ser una metáfora de una contemporaneidad marcada por el signo del fin del mundo, esto es, del fin de un mundo. Precisamente, el habitado por Manuel, gastado como esas monedas mallarmeanas que circulan, ya no de mano en mano, sino entre las manos de uno mismo. Un film cruel que es una elegía para la muerte de un mundo (y un cine) cruel(es). Un film que es una Bomba H. Un film que es el fin del mundo.

De forma bien distinta, las dos películas que se alzarían con los premios principales (entre ellas se repartirían no solo el Giraldillo de Oro y Plata sino también Actor y Actriz) también giraban en torno al momento crítico. Boy Eating the Bird´s Food, del griego Ektoras Lygizos (Plata y Actor), trabaja formulariamente con el extrañamiento solipsista que caracteriza la última producción helénica, sin llegar a los niveles de afección y sorpresa de otros títulos. En casi todos los casos, los filmes griegos no se enfrentan frontalmente contra la crisis, sino que la deconstruyen ofreciendo pequeñas metonimias claustrofóbicas. La caída de grado ontológico del protagonista, que, por hablar con el griego meteco Aristóteles, baja un peldaño en el escalafón de la naturaleza al pasar de bípedo implume a bolita peluda, es una paráfrasis psicosocial: el pueblo griego, y, por analogía, el europeo, ha perdido sus derechos, su libertad y, por lo tanto, es igual que un animal. La metáfora de Lygizos es mejor contada que vista, como las historias de Homero; no así Eat Sleep Die (Oro y Actriz) de la joven directora Gabriela Pichler, que sería muy larga de contar y nada divertida, pero cuyo visionado debió encandilar a más de uno. La directora tenía un objetivo más o menos elevado y no pequeño: representar a la clase obrera sueca que, a su juicio, había sido eludida a lo largo y ancho de la historia del cine de ese país. Para ello, una no-actriz montenegrina (una magnífica Nermina Lukac, Premio a la Mejor Actriz) hará las veces de trabajadora fabril, parada desesperada e hija sufriente, en este tour de force emocional y fílmico que podría sintetizarse como: “Niña pija se va de excursión a la fábrica y descubre el dolor del mundo y el consuelo de la revolución”.

Ambas películas ganadoras son ejemplos de personajes jóvenes que son rebajados a una existencia subsidiaria, en una a través de la metáfora del animalito, en otra a través de la figura del obrero-parado. Y donde no es posible la redención, pero sí la lucha y la resistencia. Filmes políticos, más en su contenido que en su forma, que radiografían una época, un nuevo descontento que estas historias no hacen sino alimentar. Esa conciencia despierta e insumisa, que atraviesa casi todos los filmes del festival, es sin duda loable. En Sevilla, se siembran las semillas de noviembre

Pero las semillas oficiales no son siempre ni tan radicantes ni tan críticas. A Month in Thailand, la última muestra de cine rumano (grandes dramas humanos en pequeña porción de tiempo: aquí, una ruptura, una reconciliación y una Nochevieja), es un ejercicio más bien ramplón que sigue a un joven en fin de año, en su tránsito entre una novia y otra en un “jo, qué (mierda de) noche”. Al fondo, un mundo que, igualmente, transita a la deriva, indolente e indiferente. El joven realizador Paul Negoescu se queda un paso atrás frente a los Puiu, los Muntean, los Porumboiu. Sister (o, L´enfant d´en haut), por su lado, filme franco-suizo de Ursula Meier, se queda muy por detrás de los Dardenne y los Loach a los que aspira denodadamente. Su título da cuenta del material familiar que pone en escena (y cuyo cambio por Mother lleva a cabo un spoiler brutal) y se podría aprehender como una versión soft del realismo social tan caro a los hermanos belgas: el niño de los esquís sería, en este caso de melodrama a dos, un personaje adolescente deambulando solitario por unas pistas de esquí, sin especial ahínco, pero con una fotografía que mereció el Premio en dicha categoría, concedido a Agnès Godard.

Call Girl, film procedente de Suecia y realizado por Mikael Marcimain, y Reality, de Mateo Garrone, nos dibujan la sociedad del capitalismo de ficción en un momento originario y en sus postrimerías, ambas como grandes espectáculos audiovisuales. La primera se traslada a los setenta suecos para esbozar una libertad tramposa y traumática cuyas consecuencias emergen actualmente, todo ello a ritmo de musicón. Garrone analiza la sociedad actual, como hiciera en su notable Gomorra (08), a través de un espacio determinado. Allí la mafia, aquí la televisión: en Italia, dos expresiones de lo mismo que cobraron vida en la figura de Silvio Berlusconi. Marcimain y Garrone explicitan las contradicciones de la libertad bajo el capitalismo social y cultural, pero su onda expansiva queda desactivada por la grandilocuencia del espectáculo propuesto. Lo mismo le ocurre al dogmático Thomas Vinterberg con su The Hunt, archipremiada en el pasado festival de Cannes. Esta última acabará donde empezara su seminal Celebración (1998), en la reunión de un complejo organismo familiar preñado de secretos y mentiras, en la reconciliación social tras un arduo periplo al modo de la caza de brujas. El periplo de Lukas, un convincente Mads Mikkelsen, es el de un hombre fracasado y condenado en sus quehaceres comunitarios, cuyo sacrificio redimirá al conjunto del pueblo. Metáfora sobre la raíz primitiva del lazo social, Vinterberg se ofrece a sí mismo como bestia sacrificial para que los guiones sigan funcionando como relojes. O un cine al servicio de una comunidad rota. Frente a este podríamos oponer, para acabar oficialmente, un cine al servicio de una comunidad por venir (parafraseando a Giorgio Agamben), y que fue, además, junto con Fin de Jorge Torregrossa que inaugurara el festival, la exigua representación española en la Sección Oficial: Recoletos arriba y abajo, el último trabajo del cineasta-guerrillero Pablo Llorca, es una expresión de un cine llevado a término en los intersticios, arriesgándose en la confrontación de una rígida representación con una realidad insistente. Este extraño dispositivo, la plena confianza en la ficción pero con los modos de la inmediatez y el asalto, son armas críticas cinematográficas: en el esclerótico resultado, se vislumbra, como un fugaz haz de luz, el resquebrajamiento de la taza de té en las manos del monje zen que lleva lustros observándola. Llorca, como un atento entomólogo, rigidifica la realidad con un escalpelo, desnudándola, extrañándola, haciendo que emerja a través de unas figuras que no están ahí, que son pura ventriloquia. Menos cerebral que Haneke, sus películas son signos de un tiempo evanescente, un mundo que se deshace y que el cine no hace sino registrar, clínicamente, de arriba abajo. Aunque, como dijera Zarathustra, en estos tiempos de crisis, no haya ni arriba ni abajo. Armémonos, por tanto, para el porvenir.

 

2. Las Nuevas Olas: Nuevo Arsenal

El auténtico armamento de Cienfuegos y los suyos se desplegaba en esta sección, que finalmente ganó Eloy Enciso con su aurática Arraianos, sancionando la evidencia: el (nuevo) cine gallego es una de las más beligerantes cinematografías europeas. Xurxo Chirro, Lois Patiño, Ángel Santos Touza, Oliver Laxe, Eloy Domínguez Serén, el propio Enciso y otros francotiradores están dando pruebas evidentes de ello, y sus balas no son de fogueo.

El nuevo arsenal que pudo vislumbrarse en la Feria del Armamento Europeo de Sevilla de Las Nuevas Olas llevaba a cabo, cada una a su modo, su pequeña crisis. Al contrario que los filmes de la Sección Oficial, que conseguían o intentaban hablar de lo que en los bares sevillanos no se puede hablar, estos filmes no se dirigían a La Cosa, sino a sí mismos. Ninguna de las películas que pudieron verse en esta sección caben bajo la categoría del comentario social o el realismo, sino que son armas de dinamitación categorial, de disolución de fronteras y posibilitación de lo nuevo. Armas de Crítica Masiva.

En ese sentido, la obra de João Pedro Rodrigues lleva años desarrollando una crítica que podríamos llamar trans de la representación cinematográfica. Como un Gregg Araki con poesía, Rodrigues compone frescos que se disuelven frente a nuestros ojos, ya desde sus primeras ficciones más convencionales, pero sobre todo en los últimos capítulos de su filmografía. A última vez que vi Macau no termina de ceder a la composición de un relato, y en su opacidad y su no-transparencia aparecen las dos dimensiones de lo emocional contemporáneo: la ausencia y la imposibilidad (del relato, muy precisamente). Es un portentoso juego de espejos que adopta por momentos la forma del film-diario en un país oriental, como Elías León Siminiani en Mapa y que en otros momentos es un genial y fragmentario relato negro y apasionado sobre la búsqueda del amor perdido (por olvido o sustracción). Rodrigues ha encontrado en …Macau no solo una nueva expresión a su sensibilidad única, sino que definitivamente se ha atrincherado al margen, como ya hiciera su amado Chris Marker, con una poética propia, desnuda y abstracta, desde donde nos lanza sus bombas de racimo, casi anónimas.

La de Elías León Siminiani, la esperadísima Mapa, es también un arma crítica trans, pero en otro sentido bien distinto. El artefacto del bifronte Siminiani, quien lleva años componiendo pequeñas piezas audiovisuales entre la ficción descarnada y la no-ficción performativa, es un umbral blando que, se puede prever, será un antes y un después en la cinematografía española. Se podría interpretar el trabajo de Siminiani a la luz de esos cineastas independientes que imaginara Jonas Mekas, bendecidos por Dios, llamados a celebrar la creación y a jugar con esas divinas máquinas caídas del cielo. Y, en ese sentido, Mapa es un fenomenal ejercicio poético y terapéutico para curar la soledad: no en vano, el fin de la película es esencialmente auto-analítico y puede ser definido como una exhibición atroz. Si bien, habría que decir que Elías no cree en Dios, ni en el amor, ni en nada, y Mapa es una exhibición genial, sí, pero del cinismo y la falta de corazón de un personaje que se va a la India tras su ombligo y que, en lugar de leer el manifiesto de Mekas, lee las entrevistas que Truffaut hiciera a Hitchcock (al que se menciona hasta tres veces a lo largo del metraje). El resultado paradójico de Mapa no reside en su falta de reservas, en el cruce del espacio de seguridad, que Elías juega a saltarse, sino en la centralidad ontológica del juego como ética, del distanciamiento moral como forma de comunicación, aquende el pensamiento o el sentimiento. Esperemos que, tras Mapa, Elías (un trasunto coetáneo del Eric Packer que viaja en limusina en la novela de Delillo o el film de Cronenberg), al menos, se sienta mejor, y pueda pensar y sentir. Entretanto, habrá demostrado que el Final Cut y los programas de edición pueden llevar el cine a su paroxismo. O que el cerebro, en su pugna, puede vencer críticamente al corazón. Pero también, como ya demostraran los radicantes kinoks, que un hombre solo y su arma pueden llevar a cabo una guerra fecunda y también una magnífica película. Elías, con sus contradicciones y su sabor a Nocilla, ha esbozado una cartografía del futuro.

“la esperanza cóncava

que se forma al mear sobre nieve,

mapa:

genoma y cassette de territorio; (…)”

(Agustín Fernández Mallo, Antibiótico)

 

Como decía HPG, el director de cine porno que presentaba en Sevilla su película Les mouvements de Bassin, protagonizada por él mismo y el mismísimo Eric Cantona, y que Elías León Siminiani suscribiría: “La vida es un juego. La vida es como las películas. Yo siempre actúo. Da igual que me esté follando a la chica o que esté hablando con ella”. HPG se pasea mientras habla de su película, en el hall del NH. A su lado está sentada la realizadora argentina Jazmín López, y Uno está sentado y enamorado porque ella ha dicho cuatro veces la palabra filosofía, tres veces la palabra fenomenología, ha dejado caer dos existencialismos y otros dos cosificantes e incluso, ya al final, ha colado un sujeto enunciador. Les mouvements de Bassin en muy pocos momentos deja de ser un pequeño juego de HPG, quien en este caso se filma a sí mismo masturbándose sin lograr eyacular. Film feísta, más feo que una peli pornográfica de HPG, se podría decir.

Lo de Jazmín López en Leones es otra cosa, ar-mariposa. Primer largometraje de la joven realizadora (todavía estudiante de Filosofía, pudo comprobar Uno, y seguidora de Arthur Schopenhauer), Leones es una solemne pieza-fuga (al modo de la fuga de Bach que utiliza como banda de sonido) compuesta de larguísimas secuencias, rodadas con steady-cam, que siguen a cinco personajes perdidos en un limbo-bosque. Hipnótica y delicuescente hasta límites (casi) nunca vistos, la de Jazmín es una película que es un proceso de extinción que incluye un plano circular de un coche durante el que rompe a llover, todo ello en más de diez minutos, como en la obra de Béla Tarr, uno de los referentes ineludibles en la obra de López, junto con su compatriota Lisandro Alonso. La línea cinematográfica de Leones es clara, y no solo porque el operador de cámara sea el de Gus Van Sant, o porque Leones pudiera muy bien llevar el título de Fantasma(s) o Los muertos. Pero el origen último de esta tendencia crítico-moderna, esencial en el cine de la contemporaneidad, no la hallamos en el bueno de Gus anonadado por las secuencias de Sátántangó (94), sino en todos ellos, Béla, Gus, Lisandro y Jazmín, anonadados por el último plano de El espejo (75), de Andrei Tarkovsky.

 

“Estábamos muertos y podíamos respirar.”

Paul Celan (citado en Leones)

 

Como la de López, también la última obra del francotirador hardcore Jem Cohen, Museum Hours, su primera incursión bien que refractaria en el universo de la ficción frontal, gira en torno a la muerte. Sin necesidad de un McGuffin a lo Shyamalan como el que ostenta Leones, Cohen escribe una letanía sobre una ciudad, una relación, un arte y una civilización. Para ello, y de manera deliciosamente fragmentaria y artesanal, despliega un ensayo balbuceado, que es la historia del nacimiento de una amistad y el fenecimiento de otra, pero que es también, y mayormente, un hermético poema a la ciudad de Viena, tan poco lírica, y una lúcida disquisición sobre los lienzos de Bruegel el Viejo, conservados en el Kunthistorisch Museum de Viena que es el centro del film, minimalista y contenido, que Cohen nos propone como su primer relato filmado, pero que no lo es, sino que es un arma contra el olvido, verdadera muerte transfigurada. Si López, entre otros, dedicara su película a Kurt Cobain (legitimando mi fascinogenia), Cohen haría lo propio con su amigo desaparecido Vic Chesnutt. Ambos, como el resto del oleaje, tomando el cine como arma, parecen invertir aquel dictum que rezaba que el cine era ver a la muerte trabajando: ahora, en el momento crítico, el cine es un trabajo contra la muerte.

 

3. Restos del arsenal

Eurodoc y Selección EFA recogían el resto de la programación del festival sevillano. La selección de cine europeo, cuyo premio popular recibiera conspicuamente el Amour de Michael Haneke, recogía propuestas procedentes de todo el continente, sin que en su reunión hubiera una comunidad o afinidad evidente o subrepticia, entre algunas vacas sagradas y algunos nombres nuevos.

Así, en Sevilla pudieron verse no solo el último trabajo de Haneke y el de Léos Carax, cuya Holy Motors (1) venía de avasallar en Sitges, sino lo último de los Taviani, Seidl (quien también estaba presente en la Sección Oficial y se llevó el Premio al Mejor Guión por Paradise: Faith) o Miguel Gomes: César debe morir, Paradise: Love o Tabú brillaron con luz propia en la selección de cine europeo EFA tras su exitoso paso por otros lares, demostrando el coraje del cine europeo en una línea general que une lo viejo y lo nuevo. Donde los Taviani reúnen a Shakespeare con la Camorra, Seidl insiste en confrontar al pequeño colonizador que todos llevamos dentro con sus tentaciones ocultas, poniendo en escena ese complejo del europeo que se odia a sí mismo. Por su parte, Gomes realiza un palimpsesto sublime entre el pasado y el futuro de ese proceso colonizador, y nos lo ofrece como una bella reflexión metacinematográfica.

En la sección Eurodoc de no-ficción pudo verse el último trabajo de Lucien Castaign-Taylor (junto con Verena Parevel), quien cuenta sus películas como obras de culto. Ese proceso aurático, que ya ocurriera con Sweetgrass (09) y con Hell´s Roaring Creek (10), se repite de nuevo con Leviathan, sobrecogedora puesta en escena del Moby Dick de Herman Melville (lo cual repite, con otros medios empero similares, la proeza de Xurxo Chirro en Vikingland (11)). Siguiendo el modelo observacional característico, Castaign-Taylor y Parevel realizan una pieza no solo meditativa y meditabunda, no solo poética y política, sino una obra sublime que posee no solo cerebro sino corazón, al contrario de lo que ocurría con Mapa, de León Siminiani, con quien compartiera el Giraldillo a la Mejor Película de no-ficción.

La representación española en ambas secciones se materializó, además de con el estreno absoluto del primer largometraje de Siminiani (cuyo futuro es sin duda verde e ilusionante), con la presentación del último trabajo de Carla Subirana tras Nadar (08). Continuación lógica de las posibilidades crítico-físicas (es esperable un próximo Arrastarse o Reptar), Volar es un documental inaudito no tanto por las formas que despliega cuanto por los espacios que ocupa: las intimidades de una Academia de formación militar son el objeto de interés de Carla y su equipo, cuyo mayor logro es saber mantenerse a un tiempo en la distancia adecuada y la inmersión, resultando un ejercicio que no solo es pedagógico sino lúdico. En último lugar, y dentro del marco de selección EFA, pudieron verse las españolas Grupo 7 y La voz dormida, de Alberto Rodríguez y Benito Zambrano, respectivamente.

Para acabar, y sin que deje de llover, reiteraremos la labor tanto del equipo del festival como de la Comunidad de la Luz, hecha cuerpo en el descomunal ciclo en torno a la figura y la obra de Agnès Varda (que incluía una exposición en el impagable espacio de Museo de Arte Contemporáneo, al otro lado del Guadalquivir) y en el ciclo de conferencias, encuentros y exhibiciones en torno a la persona de Gonzalo García Pelayo, verdadero OCNI cinematográfico de la transición española, futuro eslabón perdido entre Luis Buñuel y Pedro Almodóvar, y cuyas cinco películas realizadas entre el año 75 y el 83 conforman un arma crítica estupenda, cuyo lema, procedente del primero de sus filmes, Manuela (76), bien podríamos hacer extensivo a la pasión destilada por el Festival de Cine Europeo de Sevilla, y nos señala el arma y el futuro de la comunidad por venir:

“El amor está viniendo.

Es posible la vida.”

 

 

 

(1) Transit ha publicado dos “Esbozos” inducidos por el filme de Carax: “Ya no soy yo, me han descubierto”, escrito por Carlos Losilla, y “¿Cuándo éramos quienes éramos?”, por Covadonga G. Lahera.