A última vez que vi Macau

The Macao Gesture

 

“Como el protagonista de este filme, yo también he tenido que esperar hasta los créditos finales para comprender el motivo por el que he venido a esta ciudad por primera vez. Tras varios días de inmersión en un festival donde el cine parece la menor preocupación de muchas películas, A última vez que vi Macau emite una luz intensa y poderosa, un resplandor muy parecido a esa imagen minimalista del apocalipsis que el filme logra transmitir con apenas una breve y ligera sobreexposición fotográfica.” (1)

 

“Yo no intento imitar la realidad. Si imito algo, es el imaginario. Sería feliz si dijeran de mis filmes que son documentales sobre el imaginario.” (2)

 

¿Cómo aproximarse a Macao? ¿Cómo filmar este lugar, cómo hablar de él? Una opción posible hubiese sido la de ir al encuentro de la ciudad secreta (suponiendo que esta exista) que yace sepultada bajo su mitología. En el ámbito del documental esta es una vía segura que hubiese reportado a los directores más premios y prestigio y menos complicaciones. Sin embargo, es su deseo por apartarse de ese sendero, su negativa a convertirse en “el documental definitivo sobre Macao”, lo que hace de este filme una apuesta verdaderamente valiosa y original. Los directores toman un camino que, en contra de lo que pueda parecer, es más verdadero que la simple realidad material de sus imágenes documentales. Su propuesta consiste en hacer que esta realidad registrada por la cámara entre en contacto con el imaginario de la ciudad. Quizás parte de ese imaginario está compuesto por clichés, por datos que hemos escuchado o leído en decenas de reseñas sobre la película, por slogans turísticos que –a través del cine, la literatura o la publicidad– tratan de resumir en una frase el espíritu de la ciudad… En vez de renegar de todo eso, los directores lo abrazan y lo convierten en materia prima de su trabajo. En esta decisión no hay nada simplista, vago o acomodaticio. Se trata de un punto de partida totalmente consciente y enriquecedor que se aleja de cualquier convencionalismo y aporta al filme una personalidad propia.

 
Al ser exhibido en la Sección Oficial de un festival como el DocLisboa, dedicado al cine documental, A última vez que vi Macau (João Pedro Rodrigues, João Rui Guerra da Mata, 2012) nos obliga a enfrentarnos de nuevo a una cuestión, la de las fronteras entre el documental y la ficción, que, a día de hoy, parece estar ya superada, pero que quizás no lo está tanto cuando un filme como este vuelve a plantearnos problemas sobre su pertenencia y su relación con estas categorías. La película se construye sobre una línea narrativa inventada, ficcional, pero se compone, en gran parte, de imágenes documentales de la ciudad. Sin embargo, no estamos ante uno de esos casos de explotación practicados por la ficción que, cuando le conviene, no duda en apropiarse del material o la estética documental para dar más veracidad a sus imágenes. Tampoco nos encontramos ante el caso contrario, ya que aquí la trama no es una mera excusa para dar coherencia a una serie de imágenes desperdigadas o para otorgarles una pátina seductora. Respecto a esto es interesante observar que la aproximación al noir acometida por el filme es verdaderamente única. No se trata de una mera actualización de los códigos del género ni de un acercamiento a este desde una perspectiva neoclásica. Aquí, lo que desencadena la atmósfera del filme, lo que determina el tono que adoptará, lo que le insufla vida al género es lo que ambos directores ven en la ciudad y luego proyectan sobre sus imágenes. Ese es el gesto definitorio de A última vez que vi Macau y la noción crucial para entender el funcionamiento de la película.

En el caso de João Pedro Rodrigues –cuyos comentarios puntean intermitentemente la narración principal–, esa visión es producto de una memoria asociada al cine, a las películas filmadas en Macao y a los relatos del otro; en el caso de João Rui Guerra da Mata –que vivió en Macao de niño– tiene que ver con los trucos de una memoria fabuladora, con las trampas sembradas por los recuerdos de la infancia. Cuando, treinta años después, él vuelve al lugar donde creció para convertirse en el personaje principal de esta película, se encuentra con una ciudad escurridiza, una ciudad que conoce pero que se le escapa: se pierde en sus calles, nadie comprende su idioma, la única respuesta a sus preguntas es el silencio, puertas y ventanas que se cierran, ojos que observan sus movimientos. Se trata, en definitiva, de una ciudad que conspira contra él, igual que Viena conspiraba contra el Harry Lime de El tercer hombre (The Third Man, Carol Reed, 1949). Y, como este personaje, también el protagonista de A última vez que vi Macau acabará descubriendo que él no es más que otra pieza de un complejo engranaje.

Como la ciudad que le sirve de inspiración, el filme tiene una trama compleja y laberíntica que, probablemente, el espectador solo podrá desentrañar tras varios visionados. La narración –apoyada en la cavernosa voz de Guerra da Mata, que le otorga a la historia un potente y distintivo toque hard-boiled– da cuenta de sus infructuosas pesquisas en pos de su amiga Candy y, al tiempo que nos conduce por la ciudad, divaga sobre su historia y sus recuerdos. Realmente uno tiene que dejarse llevar por el flujo de esta voz para comprender y apreciar el filme en su justa medida. Una voz cuya cadencia nos transporta a la época dorada del filme noir, donde los monólogos de los protagonistas se construían también sobre esa mezcla de apuntes poéticos e irónicos y donde el comentario social y político no estaba ausente pero no era un fin en sí mismo, sino parte de una estructura más elaborada y compleja.

Sin duda, una de las cualidades más hermosas de A última vez que vi Macau es la generosidad con la que despliega su amor por el cine. En su desvío final hacia la ciencia ficción apocalíptica, el filme traza un vínculo con las preocupaciones de un buen número de obras contemporáneas que giran alrededor de la temática del fin del mundo o de la humanidad. Al mismo tiempo, la película es heredera, en muchos aspectos, del cine de Chris Marker. En primer lugar, porque se trata de un filme sobre la memoria y los lugares que incorpora a su narrativa ciertas formas del diario de viaje, pero también porque pone en práctica lo que el director francés exponía en Lettre du Sibérie (1957): que el comentario sobre las imágenes determina nuestra percepción de estas. Es por ello que en A última vez que vi Macau hasta el plano más inocente de un rincón cualquiera de la ciudad (una puerta, unas escaleras, la fachada de un restaurante…) nos parece sospechoso y cargado de un aire siniestro. Los gatos blancos y las reflexiones de Marker en Sans soleil (1983) también vuelven a nuestra memoria cuando observamos toda esa mezcla de imágenes fetichizadas o convertidas en souvenir que exhibe la ciudad (los tigres, las muñecas de los escaparates, las fotografías de Mao, las flores de loto chinas, el Astroboy…). Y, por supuesto, la otra obra de Marker a la que el filme apela en su construcción interna es La jetée (1962),  con la que comparte el poso de ciencia ficción, una historia que gira alrededor de la revelación del destino de su protagonista y, sobre todo, la relación entre la voz over y la imagen. Si bien aquí no estamos ante fotografías, muchos de los planos de A última vez que vi Macau son fijos y están sostenidos durante suficiente tiempo como para despertar la curiosidad del espectador que, inseguro de la conexión entre lo que ve y lo que escucha, empezará a buscar el misterio congelado en las imágenes.

Como si fuese un vehículo que contiene y transporta su propia Historia del Cine, A última vez que vi Macau nos devuelve destellos de muchas películas que, en ocasiones, encuentran en esta obra una alusión en forma de cita directa o, más habitualmente, son convocadas como influencias subliminales que laten bajo sus imágenes. Una aventurera en Macao (Macao, Josef von Sternberg, 1952) es una referencia crucial en este filme y, entre otras cosas, los directores toman prestada de ella la descripción de Macao que planeará sobre toda la película: “Una ciudad con dos caras, una tranquila y abierta, la otra velada y secreta”. Pero es otro maravilloso filme de Sternberg, El embrujo de Shanghai (The Shanghai Gesture, 1941), el que –con sus redes de relaciones malsanas, con sus constantes referencias a los rituales y costumbres orientales y, sobre todo, mediante el carismático personaje de ‘Mother’ Gin Sling– parece operar su hechizo en las imágenes de A última vez que vi Macau e, incluso, ofrecernos un hipotético contraplano de lo que la película no nos muestra.

Foto superior: ‘A última vez que vi Macau’ / Foto inferior: ‘El embrujo de Shanghai’

Después de todo, una de las estrategias de puesta en escena más destacadas de esta película está basada en el juego entre la visibilidad y el fuera de campo. Todos los acontecimientos importantes del filme, de los múltiples asesinatos al desenlace apocalíptico, son abordados de forma minimalista y antiespectacular. Esta perspectiva nos remite tanto al cine de serie B –y, en especial, a los filmes de Jacques Tourneur– como al Robert Bresson de Lancelot du Lac (1974). A última vez que vi Macau fragmenta los cuerpos y jamás nos muestra los rostros de los personajes. Su territorio es el del plano-detalle: manos, pies, huellas, pistolas, una jaula –reminiscencia de la misteriosa caja de El beso mortal (Kiss Me Deadly, Robert Aldrich, 1955)– que pasa de mano en mano sin que sepamos qué contiene. Cuando Candy desaparece, no llegamos a ver lo que los secuestradores hacen con ella: escuchamos sus gritos, oímos disparos, el sonido se convierte en nuestro mejor aliado. Después, todo lo que nos queda para reconstruir la escena es un plano de su zapato en medio de una calle. Un plano, por cierto, que es el mismo con el que se abre el fascinante corto previo de los directores, Alvorada vermelha (2011), cuyo elemento fantástico se ve súbitamente redimensionado y recontextualizado al entrar en contacto con este largometraje.

Quizás la mejor descripción de la operación llevada a cabo por A última vez que vi Macau está sintetizada en su escena inicial: un número musical en el que Candy hace un playback de “You kill me” –el tema interpretado por Jane Russell en Una aventurera en Macao– mientras, al otro lado de una alambrada, se pasean unos tigres. Se trata de un inicio profético (lo cual tiene especial sentido en un filme donde la profecía no solo juega un papel crucial en la trama, sino que acaba cumpliéndose) que ya nos anuncia el proceso seguido por los cineastas a la hora de trabajar el material de su película. Como si se tratase de un jeroglífico, la escena contiene una serie de signos que hay que descifrar. El hecho de que hayan elegido a un transexual –la actriz Cindy Scrash que ya participó en Morrer como um homem (João Pedro Rodrigues, 2009)– como trasunto de la femme fatale tiene mucho de declaración de intenciones y poco de capricho. Igual que ella, el filme debe adecuar su cuerpo de imágenes al género que late bajo estas. Al hacer esto, A última vez que vi Macau nos obliga a cuestionarnos las nociones de realidad y ficción, pero también las de naturaleza y artificio. Si el noir y la ciencia ficción enmascaran la procedencia documental de las imágenes de un filme que no cree en la realidad física de las cosas como verdad absoluta, habría que preguntarse entonces si la función última de las máscaras es la de ocultar esa realidad o la de revelar su naturaleza íntima.

 

(1) Estas son las primeras palabras que escribí sobre A última vez que vi Macau, extraídas del diario lisboeta donde fui anotando mis impresiones sobre Lisboa, las personas a las que conocí allí y las películas que vi. Esta entrada está fechada el 25 de octubre, a las 7:44 p. m.

(2) Declaraciones de Alain Resnais en la entrevista realizada por Isabelle Regnier para Le Monde, publicada el 25 de septiembre de 2012. La traducción es mía.

 
© Cristina Álvarez López, noviembre, 2012