Ser toro

Ensayo final para utopía

 

“Poner un animal a la altura o por encima de una persona
como ser humano no lo puedo comprender.”
José Tomás

“El toreo es burlarse del toro, pero sin reírse de él.
Le das la oportunidad de acabar contigo,
aunque en el fondo puedes burlarle.”
Morante de la puebla

“El animal que yo llevo dentro no me ha dejado nunca ser feliz.
Me roba todo, hasta el café.
Me vuelve esclavo de mis pasiones.”
Franco Battiato

UNO. Se baila para no estar solo, para sentir el calor de otro cuerpo, la pertenencia a una comunidad determinada. Se baila para encontrar un pequeño instante de felicidad, para deslizarse dentro de un ritual, para que nazca el amor, para reafirmar la amistad. Se baila para estirar la carne, para salir del cuerpo, para acabar con la angustia de una vida, con la infelicidad existencial. Se baila, así, en grupo y ordenadamente, formulando lo imposible: “el momento en que el artificio corporal, nuestra expresividad, se superpone al mundo”. También se puede bailar solo, yendo hacia el encuentro de una intimidad perdida, de una sombra donde se bailan las soledades. Entonces se baila para ser afectado de cuerpo, para reencontrarse con toda su potencia sensible. Se baila para sentir el contacto con una forma de muerte, para danzar estrechamente con el tiempo que arruina la carne: para negarse a plegar el cuerpo en una unicidad, en una forma homogénea construida por el devenir grupal.

Duende y misterio del flamenco (Edgar Neville, 1952) presenta, desde un registro documental, esta dicotomía de bailes y traza un recorrido a través de los diferentes palos del flamenco y las mutaciones que ha sufrido histórica y geográficamente. Todos sus bailes, de la elegancia de los caracoles madrileños a la espontaneidad de unos verdiales malagueños, de la pureza de una granadina a lo enérgico de un zapateado, aparecen unidos por un rasgo en común: un gesto que se presenta diferente al de otros bailes por su arcaísmo. Realmente, y aunque se haga dentro de una compleja coreografía, de un mar de cuerpos en perfecta sincronía, siempre se baila solo. Es, precisamente, el gesto y su intencionalidad lo que marca una diferencia relevante. Los gestos individuales dentro de un grupo se orientan hacia la construcción de un ritmo único e igualitario en el que esconderse. Los gestos de la soledad, por el contrario, componen un ritmo que convoca y desvía aquello que esconde la incandescencia de la experiencia interior: los fantasmas, las imágenes, toda la tragedia del mundo que la rodea como su sombra. Algo así como un torero cuando se encuentra cara a cara con un toro, con un animal que le sobrepasa en tamaño y fuerza.

El arte del toreo consiste en desviar la violencia de la embestida animal, porque la violencia sobrehumana de esa fiera acabaría con el cuerpo del hombre. Los gestos del baile flamenco no cesan de desviar toda la fuerza inconsciente que contiene cada una de sus formas porque, de lo contrario, acabaría con la potencia del cuerpo que baila. El pase del torero se equipara de esta manera al paso de baile. Se musicaliza el encuentro con el toro mediante un juego en el que las manos no deben fingir su movimiento, hacer trampas. Sino dejar que aparezca lo imprevisto para fundar la disyunción que une separando y separa uniendo la intimidad del espectáculo. Esa disyunción es la misma que aparece entre el fin preciso del viaje a las soledades y la estética visual de un baile grupal en cualquiera de sus formas.

DOS. El toro ha sido borrado de las capas de visibilidad pública con un código y una ley. El código de autorregulación sobre contenidos televisivos e infancia, firmado por todas las cadenas de televisión gratuitas en 2005, propició que no se emitieran más corridas de toros en canales que no fueran de pago. El compromiso las obligaba a no emitir violencia explícita en horario infantil. Y ya se sabe: un espectáculo taurino solo puede celebrarse durante esa franja horaria. En 2010, el parlamento catalán aprobaba su Ley de Protección de los Animales para prohibir lo que se denomina comúnmente fiesta nacional. Después de la acción popular que la impulsó, el airado debate social que generó, y que una comisión de expertos no consiguiera aclarar nada, todo quedaba reducido a una cuestión política de patio de colegio; España versus Cataluña, tradición versus vanguardia, etc. Pero no lo olvidemos; Canarias ya había abolido en 1991 las corridas de toros y no tuvo la misma trascendencia mediática.

Más allá de todo este cutre teatrillo, lo cierto es que tanto la Ley como el código toman partido por aquellos que no tienen voz o palabra. Bien sea porque otra Ley no reconoce a los niños la potestad para dirigir su destino hasta que cumplan los dieciocho años. O bien porque el toro carece de un lenguaje que pueda entrar en diálogo con el humano. Pero con esta toma de partido, tanto de la Ley como de esa ética encarnada en el código de autorregulación, se barre la visibilidad de una figura importante: la del torero. Y con ella, su arte de bailar las soledades.

TRES. Se sabe que todos los bailarines se sitúan delante de un espejo para entrenar sus gestos de baile. Ensayan produciendo imágenes con su cuerpo, que pueden evaluar gracias a ese cristal ante el que se encuentran enfrentados: es la escena que no falta a lo largo de la historia en todos los malos musicales de ficción como Flashdance (Adrian Lyne, 1983), así como en documentales de clara inspiración artística como La danza (La danse, Frederick Wiseman, 2009). Todas las horas de ensayo, el duro esfuerzo con el cuerpo, serán recompensados cuando llegue el día del estreno. Entonces, los bailarines saldrán al escenario de un teatro, se colocarán frente al público y realizarán su trabajo lo mejor que saben después de haber recorrido un largo camino de depuración de sus gestos. Los toreros ensayan sus pases de la misma manera para encontrar la gloria sobre el albero de la plaza. Esculpen el movimiento de su cuerpo para ofrecer un espectáculo a un público que, a diferencia del que acude a un teatro, no se sitúa frente a la representación, sino que, dada la circularidad de la plaza, la rodea. El torero no tiene a nadie en frente, pero al mismo tiempo a todos a la vez. Con lo cual, puede concentrarse en los gestos que le harán bailar con el animal hasta encontrar un movimiento común. El ritmo de su muleta tararea el movimiento del toro. Controla la animalidad de la fiera con una suerte de música callada, al mismo tiempo que rompe el recuerdo de la mirada en el espejo y se concentra en una imagen viva, que no cesa de multiplicarse esquivando la muerte que le ronda. El hombre y el animal construyen así una forma donde se confunde la figura animal con la humana.

CUATRO. El hombre es un animal que va al cine (Agamben). Pero, a diferencia de los animales, le interesan las imágenes aun cuando sabe perfectamente que no son seres reales. Cuando un animal se sitúa ante un espejo o se le muestra la imagen de un semejante, se interesa igualmente. Pero en el mismo momento en que descubre lo que es una imagen pierde su interés por completo. Se da la vuelta y se ocupa de sus asuntos. Por lo tanto, y como apunta Emanuele Coccia, “Entre hombre y animal existe una diferencia de grado y no de naturaleza: lo que hace humano al hombre es solo la intensidad de la sensación y de la experiencia, la fuerza y la eficacia de las imágenes en su vida”. La distancia que separa una vida animal de una humana no corresponde al abismo entre sensibilidad e intelecto, entre la imagen y el concepto. Corresponde, únicamente, a la capacidad de producir imágenes y de ser afectados por ellas. A esto se conoce como vida sensible. El hombre no es más que un estadio de lo que conocemos como vida sensible, el ser en las imágenes: necesita de ellas para definir su límite, para conformar sus contornos en la misma medida que ingerir alimentos para que el cuerpo orgánico pueda desempeñar sus funciones biológicas.

PALABRAS INTRUSAS. En la mayoría de las películas menos recordadas de Alain Resnais, los animales juegan un papel determinante. En Te quiero, te quiero (Je t’aime, je t’aime, 1968), un hombre es rescatado de un psiquiátrico para ser utilizado como conejillo de indias en un experimento de viajes en el tiempo. Ha intentado suicidarse y unos científicos quieren estudiar el origen de su impulso de muerte. Cuando comienza el ensayo, el hombre recuerda su vida como si fuera una serie de imágenes que atienden una organización sentimental. Todo acaba remitiendo a las relaciones amorosas que ha mantenido con una mujer. Finaliza el experimento, y el hombre muere a causa de la influencia, por la manera en que han llegado esas imágenes a su vida de nuevo: no ha podido esquivarlas y ha sido consumido por ellas. Aunque todo el filme se concentra en sus recuerdos, en su viaje no estuvo del todo solo: los científicos también utilizaron a un pequeño ratón de laboratorio para comparar las consecuencias del ensayo. De las imágenes del animal no sabemos nada: solo que él sí logra sobrevivir a ese viaje en el tiempo.

CINCO. La experiencia puramente contemporánea es la de Narciso. Para que se dé una vida sensible debemos devenir en un estado sin carne ni pensamiento. Solo ante un espejo somos capaces de convertirnos en una imagen pura, sin cuerpo ni conciencia. Algo que “no conoce y no vive, pero que es perfectamente cognoscible” (Coccia). Ahí perdemos nuestro cuerpo y, simultáneamente, nuestra conciencia. Pero en ese punto exacto donde nos encontramos asintóticamente con la vida animal, nos definimos totalmente humanos: tiene lugar el acontecimiento de lo sensible a través de la afección que nos produce ver nuestra propia imagen fuera de sí. Deleuze al respecto: “La affectio (afección) remite a un estado del cuerpo afectado e implica la presencia del cuerpo afectante, mientras que el affectus (afecto) remite al paso de un estado a otro distinto, considerada la variación correlativa de los cuerpos afectados”.

SEIS. “Te voy a hacer bailar toda la noche”. Detrás de este estribillo ideado por El columpio asesino, aparece la narración de una pareja que planea un viaje a modo de escapada nocturna a Berlín. Quieren “carretera y speed toda la noche” para llegar a ese lugar que han elegido para cumplir con su deseo sexual. Las palabras que han utilizado en su diálogo son, en realidad, eufemismos recurrentes tras los que ocultan la verdad de sus pensamientos: quieren follar toda la noche. No es nada nuevo; todas las canciones de amor, pasión y deseo están construidas como un correlato del sentimiento desnudo que no se puede expresar, de la evidencia latente de los cuerpos que solo puede encarnarse más allá de ellos. Pero estas palabras cantadas y el auténtico anhelo apuntan en direcciones opuestas, creando una disyunción donde se disuelve la verdad del sentimiento de los cuerpos. Análoga a la que se forma entre los hechos narrados en este tema, y lo evocado por la palabra que lo titula: Toro.

SIETE. “Solo hay cuerpos y lenguajes”. Alain Badiou, con esta sencilla sentencia, comienza a responder a su pregunta de “¿cuál es la ideología dominante hoy?” Después de esbozar un recorrido sobre la evidencia de que el cuerpo se ha convertido en una forma de la dominación del comercio y en una tendencia global del arte, llega a la conclusión de que “El ser humano, en el régimen de poder de la vida, es un animal un tanto triste, y debe se convencido de que la ley del cuerpo fija el secreto de su esperanza”. De esta manera, encuentra una equivalencia entre existencia, individuo y cuerpo, que solo puede ser validada a través de una visión positiva de la animalidad. Así, se ha conseguido que los derechos humanos sean la misma cosa que los derechos de la vida. Pero para que se iguale el valor de los cuerpos, sea cual sea la especie, es necesario un lenguaje que les valide. No se trata de cerrar la diversidad de lenguajes, sino de conferirles a todos una misma igualdad jurídica gracias a cualquier Ley. Esta es la ideología que Badiou identifica como el materialismo democrático.

OCHO. El conflicto entre el toros sí y el toros no, nunca llegará a encontrar una solución en el diálogo. Las dos partes que polarizan el debate no podrán hallar un punto de encuentro más allá de la figura del animal que utilizan como objeto. La aporía de entendimiento viene dada por los diferentes lenguajes con que cada postura expresa sus argumentos. Mientras que los partidarios del no, identificados claramente con el sufrimiento animal, se expresan en uno racional, aquellos que defienden el desde criterios artísticos o tradicionales, hablan con uno emocional. Los del no se ponen de parte del toro; los del, del torero. Pero, y aunque ellos no parecen tenerlo en cuenta, en su conflicto interpretan el rol de lo que defiende su contrario; como nos recuerda Didi-Hubermann, en el baile desplegado por toro y torero sobre la arena de la plaza, el saber del instinto animal del toro dialoga con el saber del inconsciente del torero.

NUEVE. En el cine contemporáneo, el baile grupal parece imposible. Sin embargo, los cuerpos tampoco son capaces de bailar con su soledad. El baile que rige ahora es, más bien, una conjunción de lo imposible de ambos. Los cuerpos se mantienen a una distancia aleatoria dentro de una pista de baile repleta de otros cuerpos que solo responden a los ritmos de cualquier tipo de música electrónica. Estamos hablando de esas raves que ya se han convertido en un lugar común del imaginario fílmico, gracias a trabajos como La cuestión humana (La question humaine, Nicolas Klotz, 2007), A zona (Sandro Aguilar, 2008) o Body Rice (Hugo Vieria Da Silva, 2006). Pero, pese a todo, ¿los cuerpos realmente bailan? No, los cuerpos ya no pueden bailar, solo se convulsionan. Responden a los impulsos sonoros, pero no se pueden devenir en la unicidad de un exterior ni ir al encuentro de su intimidad.

De la guerre (Bertrand Bonello, 2008) expone este conflicto cuando todos los miembros de El Reino acuden a un bosque, cercano a la casa en la que se dedican a ejercitarse en el arte de la guerra, para intentar bailar. Cada uno se mueve libremente, deambulando, caminando sin ningún tipo de criterio, hasta que suena la música. A partir de ese momento, los cuerpos comienzan a convulsionarse, como si intentaran alcanzar algo que han perdido. Levantan los brazos, mueven la cabeza buscando un vínculo, una correspondencia, un encadenamiento con los gestos de los otros cuerpos que les rodean. Pero cada uno de sus gestos intentados no puede ser desplegado completamente. Se muestran fríos, pese a que cada sacudida corporal indica que interiormente están ardiendo. Y así se pasan todo el día y parte de la noche, hasta que la propia inercia de sus movimientos consigue que lleguen a encontrarse fortuitamente algunos de ellos. Como ocurre con Bertrand y una chica enmascarada con una especie de antifaz blanco. Entonces, en su cercanía íntima, repiten algunos de los gestos sexuales que aprendieron en una visita anterior al bosque, con sus rostros cubiertos por unas máscaras que recrean distintos tipos de cabezas animales. Sin embargo, da lo mismo: sus gestos, ahora más definidos, continúan bailando en compases diferentes ¿Qué hacer entonces?

 

DIEZ. Un par de pajas por la mañana. Tres o cuatro polvos por la tarde. Y por la noche salir a correr por una ciudad vacía: el protagonista de Shame (Steve Mcqueen, 2011) está como un toro.

ONCE. ¿La revolución será taurina?

 

 

Materiales.

El bailaor de soledades. Georges Didi-Huberman
La vida sensible. Emanuele Coccia.
Repetición y detención: sobre el cine de Guy Debord. Giorgio Agamben.
La filosofía otra vez. Alain Badiou.

 

© Ricardo Adalia Martín, diciembre, 2012