La folie Almayer

El último continente

 

Hay algo en el continente asiático que fascina al espectador occidental. Quizás sea un prejuicio, esa sensación de superioridad tan propia de nuestra cultura. Pero no creo que sea lo mismo que cuando miramos hacia África. En el continente asiático, tanto en los países de Asia Central como en los de Extremo Oriente, hay una idea de civilización, una Historia detrás, que no solo es comparable a la nuestra, sino que seguramente la supera en cuanto a importancia. La impronta del capitalismo en esas sociedades, especialmente después de la Segunda Guerra Mundial, ha dejado un extraño panorama, en el que se mezclan restos de las sociedades del Antiguo Régimen de las que venían y la aparición de un liberalismo económico agresivo en forma de metrópolis gigantescas que recuerdan a las planteadas por Ridley Scott en Blade Runner (1982). Ciudades en muchos casos salidas de la nada, construidas sobre pequeñas poblaciones que en apenas un par de décadas se convirtieron en algunas de las capitales más importantes del mundo. Este extravagante crecimiento ha sido recogido perfectamente por el cine. Desde los más importantes blockbusters a las más desconocidas películas de autor.

En Misión Imposible: Protocolo fantasma (Brad Bird, 2011), el equipo capitaneado por Ethan Hunt viaja a Dubái para una misión. Allí vemos la ciudad en expansión y una alta torre que el protagonista debe escalar, un poco a la manera de lo que pasaba en la anterior entrega de la serie, que sucedía en Kuala Lumpur. En general, en ambas se nota la presencia en la producción y en el guión de J. J. Abrams, el gurú televisivo, que ya en Alias había jugado con la dimensión espectacular de la ciudad contemporánea. En esta Misión imposible IV, los protagonistas viajan de ciudad en ciudad, de la Plaza Roja de Moscú a los rascacielos interminables de Dubái. Pero la película también habla de personas que no pertenecen a ningún lugar, que son como sombras en un mundo globalizado, condenadas a estar continuamente en un estado de tránsito.

Curiosamente, la película del año pasado que más se parece al Protocolo fantasma de Tom Cruise y Brad Bird es un pequeño documental llamado Mirage (2011) (1), de un joven director serbio llamado Srdjan Keča. Esta película también transcurre en Dubái y es un documental de testimonios sobre trabajadores de todo el mundo que terminan en la nueva metrópolis asiática, en busca de supervivencia, un poco a la manera de lo que sucedía en The World (Shijie, 2004), de Jia Zhang-ke. Pero de entre todas las imágenes de la película, conviene destacar una especialmente poderosa. Un inmenso plano secuencia (que debe ocupar un tercio de la película) en el que la cámara se posa en los asientos de un tren que recorre pesadamente toda la ciudad. Así vemos el espectacular skyline que se está formando en este prodigio surgido en medio de un desierto infinito, debido al capricho de los amos del petróleo. La imagen es espectacular a la vez que sobrecogedora y sirve de contraplano al frenesí de las aventuras de Ethan Hunt. Al fin y al cabo, ambas se componen mayormente de dos elementos: rascacielos y arena.

Pero la imagen de estos rascacielos en serie, de esta estampa tan propia de los Estados asiáticos que aceptaron de manera violenta y apresurada el capitalismo, recuerda a otra imagen emblemática de la Historia del Cine, a aquella que filmó la directora Chantal Akerman en Tombée de nuit sur Shanghai (2007). Un plano inmenso de la bahía de Shanghái, aderezado con temas de Chopin y canciones americanas de los setenta. Fue el primer contacto de la directora con Asia, aunque un año antes había rodado en Tel Aviv Là-bas (2006), que quizás era una película que no hablaba tanto de “lo asiático” como del posicionamiento político y estético de un cineasta ante las imágenes del mundo, además de ser una película sobre ella misma (como muchas de sus obras), ya que tiene raíces judías.

El cine de Akerman es un constante viaje para encontrarse a sí misma, para situarse en el mundo, pero también para encontrar una manera adecuada de filmar el mundo. Con quince años vio Pierrot le fou (Jean-Luc Godard, 1965) y decidió ser cineasta. Formó parte de una generación irrepetible de cineastas belgas (Roland Lethem, Thierry Zéno, Boris Lehman, Samy Szlingerbaum) y se marchó a Nueva York, a aprender cine al Anthology Film Archives de Jonas Mekas, en cierta manera, la mejor escuela de cine del mundo. Allí descubrió a los formalistas norteamericanos y se convirtió en cineasta. En sus propias palabras, “Godard me dio la fuerza y los formalistas me liberaron”. La arquitectura de la ciudad, el paisaje y el control del espacio son los temas fundamentales de su filmografía. Incluso una película como Jeanne Dielman: 23 Quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975), dedicada a su madre, trata de eso, de un ama de casa y su control sobre el espacio en el que se maneja.

Llegamos a La folie Almayer (2011), su última ficción. La primera (2) desde La captive (2000), once años atrás. Son dos películas que tienen varios puntos en común. En ambas, el protagonista principal es Stanislas Merhar, que en La captive era uno de los actores jóvenes más prometedores de Europa (ese mismo año había sido el protagonista de Les savates du bon Dieu, de Jean-Claude Brisseau) y aquí cambia el papel de amante por el de padre. Pero en ambas tenemos a un hombre que trata de mantener prisionera a una mujer, de protegerla de un mundo que considera corrupto, indigno de ella. Las diferencias empiezan con el material de partida. Proust en el primer caso, Conrad en el segundo. La cotidianeidad de la aristocracia francesa de La prisionera frente a la rudimentaria vida de los aventureros en Indochina de La locura de Almayer. En la primera película, los escenarios son viejas casas francesas. El peso de la Historia, del Arte de Occidente. La película termina en una playa, la liberación. Desde aquellas aguas en las que desaparecía Ariane, interpretada por Sylvie Testud, parece que llegamos a la costa de Indochina, donde Almayer trata de recluir a su hija, Nina, a la que tuvo con una indígena. Pero el escenario ya no es tan solemne, sino que tenemos el constante rumor de las olas. Está la selva, la violencia de un mundo no civilizado. Es una regresión. Tanto de La Captive como de Tombée de nuit sur Shanghai, y cualquiera diría que en apenas unas décadas, en el mismo escenario, se levantarán los edificios más altos del mundo.

La propia Akerman se comporta, como directora, de manera diferente. Y del plano formalista, anestesiado, milimétrico de La Captive y la perspectiva perfecta de Tombée de nuit sur Shanghai, deja paso a una atmósfera más cambiante, a una cámara que se mueve con muchísima más libertad. Una cámara sensible a las irregularidades del terreno. Al oleaje que golpea el casco del barco. A la inestabilidad de la tierra en la que se asienta el decadente campamento de Almayer. La película se aleja un poco de Akerman y de Conrad, y se acerca a otro tipo de formalismo, al que desarrollan directores asiáticos como Apichatpong Weerasethakul, Raya Martin o Lav Diaz, directores que plantean esa dicotomía, esa oposición, entre la naturaleza y la civilización. Hay algo así como el traspaso de un relevo, entre el sentido de la aventura del observador occidental y la reivindicación autóctona del director asiático. Al fin y al cabo, muchos directores de esa parte del mundo reconocen la influencia de directores europeos como Antonioni o Jancsó.

Akerman invierte la tendencia. La mujer que nació en Bruselas descendiente de judíos polacos, que se marchó a Nueva York para ser directora, que filmó Bruselas, París, Nueva York, la frontera entre EE. UU. y México, y la de Europa Occidental y Oriental…: una vida en busca, como decía antes, de sí misma y de una visión ideal y completa del mundo. Como si el mundo y “su” mundo fuesen la misma cosa. Este viaje, casi digno de una película de aventuras, termina de momento en La folie Almayer, con la directora transmutada en Nina, niña de padre occidental y madre asiática, que recibe la llamada de un nuevo mundo inexplorado. Una sombra perdida en un mundo demasiado complejo, no muy lejos de los héroes de las películas de Brad Bird y Srdan Keča. El capitalismo colonial que muestra Akerman no está tan lejos del que vivimos hoy en día.

 

(1) Visto en el pequeño, pero genial (y desgraciadamente no lo bastante reputado) festival Play-Doc de Tui.

(2) Realmente, el redactor no está en lo correcto, ya que Akerman realizó otra ficción entre las dos que nombra, Demain on déménage (2004).

 

© Miguel Blanco Hortas