Viajar, vivir

Home is hell

 

I was born under a wandrin’ star
I was born under a wandrin’ star
Wheels are made for rolling, mules are made to pack
I’ve never seen a sight that didn’t look better looking back
I was born under a wandrin’ star
Mud can make you prisoner and the plains can bake you dry
Snow can burn your eyes, but only people make you cry
Home is made for coming from, for dreams of going to
Which with any luck will never come true
I was born under a wandrin’ star
I was born under a wandrin’ star
Do I know where hell is, hell is in hello
Heaven is goodbye forever, its time for me to go
I was born under a wandrin’ star
A wandrin’ wandrin’ star
(Mud can make you prisoner and the plains can bake you dry)
(Snow can burn your eyes, but only people make you cry)
(Home is made for coming from, for dreams of going to)
(Which with any luck will never come true)
(I was born under a wandrin’ star)
(I was born under a wandrin’ star)
When I get to heaven, tie me to a tree
For I’ll begin to roam and soon you’ll know where I will be
I was born under a wandrin’ star
A wandrin’ wandrin’ star

(Born under a) Wanderin’ star, de Alan Jay Lerner
(En La leyenda de la ciudad sin nombre -Paint your Wagon, Joshua Logan, 1969-)

 

1. La infección del viaje

La puñalada propinada por los espectros a Frodo en El Señor de los anillos representa un cambio total. No se trata solo de una herida que está a punto de costarle la vida sino que, a partir de ese momento, el pequeño hobbit queda tocado por una “realidad” que había sido incapaz de percibir. La visión monocolor, unívoca, del mediano se mezcla irreversiblemente con los colores de la tragedia, del miedo, de otros mundos y de otras culturas que, desde su voluntario encierro en su tierra natal, no podía conocer. La herida le recordará desde entonces que ya nunca más podrá permanecer quieto, asentado, en su país de origen. Como sucedió antes con su tío Bilbo, que viajó con los elfos y los enanos y vio el gran dragón de las montañas, nada en su hogar, en su ciudad, puede calmar sus ansias de viajar, de vivir nuevas experiencias. Se puede decir que a partir del momento en que Frodo es herido deja de ser una suerte de turista jugando a una aventura diseñada por el sabio mago Gandalf para transformarse en un viajero. Y cuando la infección del viaje se adueña de uno, lo cotidiano se revela gris, aburrido, falto de interés…

Ni la humillación ni el dolor ni el peligro inminente son causas de temor tan grandes para el auténtico viajero como la posibilidad real de dejar de viajar. Para aquellos que tenemos en la sangre el germen del nomadismo, la sola idea de echar el ancla nos enferma y desestabiliza.

El viajero no se enriquece tanto por lo que ve, como el turista cree hacer, como por lo que vive. El viaje es la vía de conocimiento hacia el mundo exterior pero, sobre todo, hacia uno mismo. Aquí no importan ni los monumentos ni los grandes escenarios, ni tan siquiera el recorrer distancias infinitas. El marino encarnado por Bruno Ganz en En la ciudad blanca (Dans la ville blanche, Alain Tanner, 1983) empieza a viajar y a conocerse en el momento en que abandona el barco y se pierde en las callejuelas lisboetas, como le sucede a James Burke en su autoimpuesto destierro en Lord Jim (Richard Broooks, 1965). Sin ponernos tan rigurosos, los tres peculiares hermanos de Viaje a Darjeeling (The Darjeeling Limited, Wes Anderson, 2007) no se descubren en la visita a los monumentos hinduistas sino en el momento en que son expulsados del convoy y deben enfrentarse a un drama real.

En cualquier caso, reflejar el viaje en el cine es extremadamente difícil. El director corre el riesgo de plasmar solo el escenario, paisajístico o monumental, o la anécdota, asumible por la cámara, y crear una cinta “turística”. Una película sobre viajes debe reflejar el movimiento, la ausencia de límites, las nuevas experiencias vividas, el itinerario laberíntico… Pocos cineastas han sabido captar la esencia del viaje basándose, inevitablemente, en la intermitencia, en la elipsis, en el respeto por las motivaciones o las decisiones de los personajes. Son cineastas que también han sabido recoger la fisicidad del viaje, así como la repercusión mental y emocional del mismo, su encarnación psicológica. Ahí tenemos Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956), Carretera asfaltada en dos direcciones (Two-Lane Blacktop, Monte Hellman, 1971) y su gemela Punto límite: cero (Vanishing Point, Richard C. Sarafian, 1971 ) o el conjunto de obras elaboradas por el más viajero de los directores, Werner Herzog, de Aguirre, la cólera de Dios (Aguirre, der Zorn Gottes, 1972) a Little Dieter Needs to Fly (1988), pasando por Gashenbrum – der leuchtende berg (1985), auténtico hito en el cine de viajes y aventuras.

El cine ha reflejado mucho mejor la deriva, la desintegración de personajes varados, por uno u otro motivo, tras una vida de viajes. Tal es el caso del macho domado, roto y encerrado encarnado por James Steward en La ventana indiscreta (Rear Window, Alfred Hitchcock, 1954), un prisionero de dos peculiares amas que no siguen más que aparentemente sus instrucciones, las de un viejo guerrero confinado a una silla de ruedas. Pero también es el caso, en un filme completamente distinto, del fantasmagórico y desquiciado protagonista de L’intrus (Claire Dennis, 2004), que buscará un último, desesperado y absurdo viaje para justificar su existencia.

Hay cintas que revelan también el fracaso del héroe que ha renunciado al viaje por el sedentarismo. Ocurre en Lawrence de Arabia (Lawrence of Arabia, 1962), donde Thomas Lawrence es bendecido con una misión que le permite escapar de la rutina diaria militar para surcar las dunas y las extensiones del desierto. El suyo es un viaje que se transformará en aventura primero y en pesadilla después, cuando la misma estrategia le ligue a un territorio determinado. David Lean retrata con precisión el devenir del personaje en scope, mostrando su evolución desde los grandes escenarios filmados con travelling en planos generales o planos secuencia hasta los planos medios en decorados o interiores, a menudo oscuros. En la misma tesitura se encuentra, en El hombre que pudo reinar (The Man Who Would Be King, John Huston, 1975), Peachy Carnehan, timador, aventurero profesional y amigo de Danny Dravot, con quien atraviesa ríos y cordilleras hasta conquistar un país entre los dos y ver cómo su camarada es coronado rey de Kafiristán… solo para sentirse prisionero en su propio reino, inmóvil, ajeno a las riquezas y placeres de los que puede disfrutar. Es, finalmente, la situación del Dersu Uzala de Akira Kurosawa, cazador, ecologista avant la lettre y viajero de la tundra que no tardará en morir una vez sus viajes se acaben.

No obstante, no hace falta ir al ámbito de la aventura. El viaje enriquecedor, vivificante, al que aludíamos se puede dar (de hecho se da con más frecuencia) en contextos que nos son más próximos. Y su carencia determina también el curso vital de las personas. El cine lo ha reflejado fielmente, aunque sea de modo tangencial. Así, el viaje como motor de crecimiento y como eje de una relación y su ausencia como determinante negativo de la misma es el leitmotiv del díptico de Richard Linklater, Antes del amanecer/Antes del atardecer (Before Sunrise/Before Sunset,1995/2004), así como de una de las obras maestras de Stanley Donen Dos en la carretera (Two for the Road, 1967). En esta última, de modo absolutamente esencial para la narración, se alternan las escenas de viaje en la que unos jovencísimos Albert Finney y Audrey Hepburn descubren Francia, a la par que se descubren el uno a otro, con las secuencias de desplazamientos turísticos en los que la pareja adinerada va a aburrirse a la Costa Azul. Si en las cintas épicas la ausencia de viaje representaba la condenación, a nivel más cotidiano implica el desasosiego, la melancolía y el fin del amor.

 

2. Kevin o la viajera varada

Como canta el nómada Ben Rumson (Lee Marvin) en La leyenda de la ciudad sin nombre, el hogar es un lugar del que se viene, al que solo se sueña con llegar, pero donde no se desea ir. Solo un sentimiento tan intenso como el amor, a una pareja, a un hijo, suaviza el conflicto que genera la persistente inercia del viaje sobre un cuerpo que ha dejado de moverse por la geografía universal. Y aun así…

Eva, la protagonista de Tenemos que hablar de Kevin (We Need to Talk About Kevin, Lynne Ramsay, 2011) ha echado el ancla. Su historia se describe con elipsis y con breves secuencias que nos dan unas pocas pistas para imaginar una vida viajera anterior. El amor por un hombre la arranca de su paraíso terrenal que pasa a ser el paraíso perdido. Él la invita a subir a un barco que, en realidad, no va a ninguna parte. Un barco que solo se mueve en el deseo de los primeros tiempos. Eva (Tilda Swinton) es la mujer primigenia, errante por deseo, a la que el concepto de hogar no puede satisfacer. El trabajo en agencias de viajes, la presencia de imágenes de destinos exóticos o los mapas de aquellos lugares por los que transitó -en lo que parece ahora ser otra vida- son los únicos, frágiles asideros a los que se puede acoger. Como Ethan Edwards, Thomas Lawrence, Peachy Carnehan o Ben Rumson, Eva no puede encontrar la paz echando raíces. Aunque haya amor, algo acabará por echarlo por tierra. Y ese algo, esa formulación de la condena que significa el sedentarismo es, para ella, su propio hijo, Kevin.

Kevin es la herida nunca cerrada que le recuerda, persistente y dolorosamente, como a Frodo, la ausencia de aventura, de viaje. Es la señal del error que cometió Eva al asentarse en un falso paraíso. De hecho, Kevin no es la encarnación del diablo sino la encarnación del reconocimiento de un error irreversible, que hace una viajera que ha renunciado al viaje, a su identidad más íntima, por una familia, por ser “ama de casa”. Kevin es el equivalente de los monstruos engendrados por la ira y los temores de Próspero en las distintas versiones de La tempestad shakesperiana. Es también la encarnación de todos los horrores de un padre (“por Dios, que no me pase a mí”, pensamos al ver la cinta). Es demasiado maligno para ser real. Incluso demasiado malvado para ser un psicópata. Desde la más “tierna” infancia, Kevin tortura a su madre mediante la negación o la agresión, no dudando en utilizar sus excrementos y fluidos varios como arma, y construye una doble personalidad que presenta a cada uno de sus progenitores, reservando la peor parte para su madre. Más allá de la real existencia de un personaje tal que permite el armazón argumental de la película, Kevin existe para encarnar la frustración, los temores de una mujer-viajera, que ha renunciado a su esencia para dedicarse a otros. Nada peor que reconocer que la renuncia a tu identidad ha sido en vano.

Kevin encarna, pues, el fracaso vital de Eva. Y Lynne Ramsay (¿viajera también?) lo describe a la perfección en lo que es un auténtico calvario. Un calvario de años que se resume admirablemente en la construcción laberíntica de la película, en el uso de los sonidos en la banda sonora y en la oscilación entre el detalle y la narrativa, a caballo de lo realista (el entorno miserable, hipócrita y agresivo donde Eva subsiste, la oficina siniestra, la despensa vacía, la casita opresiva) y lo onírico. Un calvario cuya única justificación no está en Kevin (que dice no comprender sus propias motivaciones) sino en Eva misma, mujer embrionaria de la humanidad, creadora y destructora a la vez. La admirable interpretación de Tilda Swinton permite ver la fractura interior de una madre que se siente defraudada, traicionada y que, simultáneamente, siente que no ha hecho lo correcto, viéndose reflejada en el rostro semejante, andrógino y amenazador de su propio hijo.

Hay en esta turbadora, fascinante película, un par de secuencias en su inicio y final que engloban, anuncian y resumen el concepto e historia de la misma. La primera es un breve plano, en discreto ralentí, de una ventana abierta en que la cortina se mueve en silencio, rodado en tonos azulados, presagiando la tragedia y que se repetirá antes de la conclusión. La segunda es una secuencia mucho más larga, que se inicia con un travelling cenital sobre la multitud que se desplaza y lucha por la Tomatina de Buñol, en medio de miles y miles de litros de zumo de tomate prensado. Allí, en medio de la masa, Eva alcanza una catarsis que parece llevarla del orgasmo al sufrimiento. Se encuentra empapada de un rojo sanguinolento, como todo lo que la rodea, y es levantada por la multitud y desplazada sobre ella con los brazos en cruz, hasta ser depositada en el suelo, entre los ríos de líquido rojo. No sabremos si Eva vivió la Tomatina, si lo hizo en una breve fuga de su otra vida, en un intento de regresar al paraíso del nomadismo, o si solo se trata de una secuencia onírica que une el deseo y la frustración, el tormento y el éxtasis. En cualquier caso, la sensualidad del rojo es utilizada por Lynne Ramsay a partir de ese momento para impactarnos en todas las escenas de la película con objetos y substancias de ese color, cuya sola presencia incrementa la intensidad de los planos. Como si el deseo frustrado que trata de emerger en un mundo sedentario se manifieste en rojo. Como la sangre, como la marca de Caín.