El cine de Leos Carax

Pantalla y superficie, blando y duro

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A principios de 2013, el director francés Leos Carax envió un corto pero afilado mensaje de audio a la Asociación de Críticos de Cine de Los Angeles. Este mensaje debía ser reproducido, en su ausencia, durante la ceremonia anual en la que Holy Motors, su obra más reciente, sería premiada como ‘Mejor Filme en Lengua Extranjera’ del 2012.

Bueno, soy Leos Carax, director de filmes en lengua extranjera. He estado haciendo filmes en lengua extranjera toda mi vida. Los filmes en lengua extranjera se hacen en todo el mundo, por supuesto, excepto en América. En América, solo hacen filmes en lengua no extranjera. Los filmes en lengua extranjera son muy difíciles de hacer, obviamente, porque tienes que inventar una lengua extranjera en lugar de usar tu lengua habitual. Pero la verdad es que el cine es una lengua extranjera, una lengua creada para aquellos que necesitan viajar al otro lado de la vida. Buenas noches.

El comentario político sobre el World Cinema contenido en esta maravillosa declaración es impecable. Sin embargo, lo más inspirador de este mensaje es el fascinante apunte de Carax acerca del cine como “una lengua extranjera, una lengua creada para aquellos que necesitan viajar al otro lado de la vida”.

La necesidad de viajar a la otra orilla, un periplo fantástico, una aventura a través del espejo de Alicia en el País de las Maravillas… o, como para Jim Morrison y The Doors, de abrirse paso y cruzar otro lado. Cuando vemos los filmes de Carax por primera vez sentimos la tentación de ligarlos a esta visión romántica y surrealista de victoria, de trascendencia, de fusión y de transformación mágicas. Hay mucho en sus películas, especialmente en Los amantes del Pont-Neuf (Les amants du Pont-Neuf, 1991), que encaja con este tipo de metamorfosis alucinatoria, una experiencia que el cine es muy capaz de ofrecernos: un transporte divino.

Pensemos en Los amantes del Pont-Neuf —un filme que Serge Daney describió como un sensorio, como una casa para los sentidos— y en Denis Lavant (el actor favorito de Carax) pilotando una lancha por el Sena y mirando hacia atrás hasta que choca contra una gran pared de agua: es un momento de gran liberación que nos hace saltar de la butaca. O en Pola X y en el largo paseo de Guillaume Depardieu y Katerina Golubeva a través de un bosque nocturno, hacia una nueva vida. O en las apariciones y desapariciones del anárquico y bestial Merde (de nuevo Lavant), entrando y saliendo del alcantarillado, siempre acompañado del violento sonido de los cuervos, en el filme colectivo Tokyo! (2008) y en Holy Motors. O en el inicio de esta última, donde el propio Carax, con un dedo metamorfoseado en llave (al estilo de Cronemberg), nos hace cruzar una puerta y nos lleva por un pasillo hasta el interior de un cine secreto… Por todas partes hay entradas, pasillos, corredores. ¿Son puertas hacia un reino mágico, hacia un universo alternativo?

Cuanto más miramos estos filmes, más intuimos en ellos una lógica distinta, más oscura. Una lógica que encuentra su culminación en Holy Motors, un filme que —como gran parte de la obra de Carax— se las arregla para ser, al mismo tiempo, desolador (como un testamento o una especie de sismógrafo) y estimulante (como experiencia narrativa y sensorial). Esta profunda lógica poética del cine de Carax es la que nosotros perseguimos aquí.

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La imagen inaugural del primer largometraje del director, Boy Meets Girl (1984), es misteriosa, ambigua, indiscernible y muda. Es una imagen de naturaleza experimental de la que veremos muchas variaciones a lo largo de su obra. Podrían ser luces: luces distantes de una ciudad o luces que se extienden a lo largo de la orilla del Sena y bailan reflejadas en el agua; o luces de una feria, de una exposición tecnológica… Estos son los ejemplos que, muchas veces, terminamos identificando a lo largo de la narrativa de sus filmes. Pero la cadena de imágenes empieza con esta presentación abstracta de una forma luminosa. También podrían ser estrellas en el firmamento —otra fijación obsesiva de Carax—. Quizás es una imagen de OVNIs, naves alienígenas surcando el cielo de la noche: al fin y al cabo, filmes como Mala sangre (Mauvais sang, 1986) o Holy Motors se acercan bastante a la ciencia ficción pura.

Tanto si esta imagen evoca luces, estrellas u OVNIs, lo lógico es que los puntos luminosos que la forman estén lejos —muy lejos— del ojo de la cámara; lejos de quien, desde dentro de la ficción del filme, los mira; lejos de nosotros, de los espectadores que penetramos en el punto de vista de los personajes.

Y, sin embargo, lo más frecuente en los filmes de Carax es que estas manchas de luz no se encuentren, en absoluto, lejos. Son puntos en superficies planas, forman imágenes en paredes, están en muchos tipos de pantallas. Y, normalmente, siempre muy cerca de nosotros. Pero no constituyen ese tipo de pantalla-pared de la que el filósofo y ensayista Vilém Flusser escribió una vez —la pared permeable y flexible que da la bienvenida a nuestras proyecciones y a nuestras historias—; en realidad, se parecen más a lo que él describió como la pared sólida, gótica —la que nos encierra en nuestras pequeñas y miserables vidas y nos hace prisioneros de la Historia—.

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Como podemos ver en los diminutos apartamentos parisinos de Boy Meets Girl, en el extravagante escondite de Marc (Michel Piccoli) y en el café de Mala sangre, Carax está obsesionado con las paredes y también con las fotografías, pinturas y reproducciones adheridas a ellas. Este es un rasgo pictórico derivado del Jean-Luc Godard de los 60: una o dos imágenes llamativas, recortadas, adornando lo que antes era una pared blanca y desnuda. Pero estas figuras pegadas a las paredes no son, como en Alicia en el País de las Maravillas, pequeñas puertas hacia una realidad alternativa. Estas paredes-pantalla tienden a burlarse de nosotros igual que se burlan de los personajes. Nos bloquean. En lugar de liberarnos, nos encierran.

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Al comienzo de Boy Meets Girl hay una pared con estrellas junto a una puerta cerrada. Al principio de Holy Motors, un papel de pared pintado con los árboles de un bosque oculta una entrada secreta. Una promesa de profundidad, de viaje, de transporte que, siempre, se encuentra con el aplanamiento de una imagen en dos dimensiones y con un objeto o material (ladrillo, mortero…) que funciona como soporte. Fijémonos en las estrellas crueles y artificiales que pueblan el cine de Carax: del suelo donde Mireille (Mireille Perrier) baila claqué en Boy Meets Girl al techo de la limusina que transporta a Mr. Oscar (Denis Lavant) en Holy Motors.

Las paredes son superficies y Carax tiene fijación por las superficies —por su textura, por su materialidad, por las funciones que adoptan—. Constantemente, él nos hace reparar en el material de los tejidos, en una manta llena de sangre o en una alfombra. De hecho, esa figura inaugural de Boy Meets Girl es, probablemente, una imagen abstracta y borrosa de la americana de Alex, tan central para el filme en todos los niveles. En un segmento de Mala sangre que imita los espectáculos de magia para niños, Alex ejecuta una serie de trucos y, en cada contraplano, un close-up de Anna (Juliette Binoche) nos muestra el rostro de esta entusiasta espectadora cubierto por papeles de colores y texturas diferentes —verde, amarillo, rojo y gris—. Todas estas superficies con atributos pictóricos son desencadenantes del sueño, portales de la fantasía. Pero, en tanto que superficies duras e inflexibles (al contrario que las paredes en el viento —como la vela, por ejemplo— de las que nos habla Flusser), también marcan un límite, una barrera. Y, en el cine de Carax, golpearse con una barrera física siempre duele mucho —como cuando, en Mala sangre, Lisa (Julie Delpy) persigue a Alex y termina chocando contra el cristal de la puerta de un vagón—.

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Este sistema poético es revertido y reforzado de un modo distinto por el uso exhaustivo del cristal, las transparencias y las superficies reflejantes. En los filmes de Carax hay pocos espejos con una función dramatúrgica convencional —los espejos melodramáticos de Douglas Sirk, Max Ophüls o Todd Haynes—. Aquí los espejos no sirven para que uno se vea reflejado en ellos, no marcan el momento en que los personajes vislumbran su destino ni traen consigo una revelación que desencadene un cambio crucial en sus vidas. En el cine de Carax, el cristal provoca un bloqueo, una no-visión. Esto es especialmente evidente en Boy Meets Girl y Mala sangre donde encontramos paredes hechas de puro cristal, ventanas que se extienden del techo al suelo, pero que no son utilizadas para mirar a través de ellas. En Boy Meets Girl, Mireille nunca parece ver ni notar a los amantes que viven justo delante y ni siquiera cuando está al borde de la muerte da muestras de saber que hay alguien al otro lado del cristal. Si los personajes miran a través de las ventanas es para observar una escena en la que no pueden entrar, de la que no pueden participar. El vehículo, el medio o el soporte de la visión —en este caso, el cristal transparente—vuelve a burlarse y a bloquear a estos personajes.

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La vista humana —que no puede desconectarse nunca, que recibe gran cantidad de información, que es la destinataria de muchas otras máquinas de la visión (proyectores, televisores, vallas publicitarias, ordenadores…) que funcionan como prótesis ópticas— es una especie de maldición en el cine de Carax. Esto es algo paradójico para un medio audiovisual como el cine y, de hecho, esta es una de las muchas paradojas clave que impulsan a los filmes de Carax. Una paradoja que nos permite entender porque la ceguera, la vista cubierta o la visión oscura son registradas, con frecuencia, como estados angélicos o flotantes, abiertos a todas las posibilidades. Este motivo está presente en Boy Meets Girl, Mala sangre y, de modo más complejo, en Los amantes del Pont-Neuf donde Alex, oponiéndose al sentido común, intenta mantener a Michèle (Juliette Binoche) en su estado de creciente ceguera.

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Volvamos al mundo infernal de la mirada, rodeado siempre por el cristal. En ocasiones, de acuerdo a un espíritu anárquico de contradicción o resistencia, podemos encontrar cristales que ha sido rotos o golpeados (el agujero en una cabina telefónica en Boy Meets Girl, la bala que penetra por una mirilla en Los amantes del Pont-Neuf…), pero el sistema duro, sólido y gótico permanece en su sitio pues, a pesar de estas interrupciones o agitaciones momentáneas, todo vuelve rápidamente a la normalidad. Esta es, de hecho, la trama de Holy Motors: no importa que trascendental drama de la vida y de la muerte esté representando Mr. Oscar, siempre hay —en el parpadeo de un corte elíptico— un regreso a la rutina, al horario laboral, a la limusina que avanza, a la mesa de maquillaje con ese espejo acusador y burlón que nunca deja de decirle al personaje: vuelta al trabajo.

¿Podemos pensar en este sistema de motivos poéticos de Carax desde una perspectiva estética y cultural más amplia? El brote del que emana tanto la energía como el desespero de sus filmes viene dado por una tensión que, por lo menos desde el trabajo de Michelangelo Antonioni, podemos identificar con el cine moderno. Screen Surface 7Es la tensión entre la profundidad y el aplanamiento, entre las dos y las tres dimensiones de la imagen (y todo lo que esta imagen viene a expresar o a alegorizar a través de este juego). Es la tensión entre la imagen como algo plano, creado por la cámara, y la imagen como ilusión de un mundo o de un espacio imaginario en el que se nos invita a entrar, con el que se nos invita a soñar. Podríamos decir que se trata de una tensión que persigue a nuestra era contemporánea del digital y que Carax aborda, ambivalentemente, en Holy Motors. ¿Son las imágenes de nuestros portátiles y de nuestros teléfonos móviles superficies planas o portales para el sueño? Esta cuestión preocupa hoy a Carax y, en Holy Motors, está condensada en la pesadilla escalofriantemente bella de Mr. Oscar en la que los píxeles de la pantalla de su limusina empiezan a disgregarse y a descomponerse.

Screen Surface 8La fijación de Carax por las superficies, las paredes y las ventanas es parte de un profundo y elaborado interés por lo plano. En el cine, esto tiene una carga especial: cuando una imagen se repliega en la frontalidad y el aplanamiento nos confronta con la propia pantalla —la pantalla cinematográfica que estamos viendo— como superficie lisa, bidimensional. Esto también crea la posibilidad de un drama o de una comedia de la liberación: la liberación de la imagen, de la ficción y de los personajes en la ilusión de un espacio tridimensional,  cargado de profundidad. En Carax, este movimiento siempre está yendo y viniendo: la profundidad se convierte en aplanamiento y viceversa. Su particular representación de la arquitectura y de los lugares habitables —un aspecto clave de su trabajo— siempre ocurre en una continuidad entre espacios que son aplanados pictóricamente y, después, adquieren una repentina y sorprendente profundidad. Esta profundidad explota, por ejemplo, cuando la cámara se mueve a lo largo de un pasillo en Boy Meets Girl o cuando se desplaza por una calle construida artificialmente, al estilo de Jacques Demy, en Mala sangre.

Una secuencia de Boy Meets Girl que sucede en el metro de París comienza con la imagen de un póster cuyo tamaño solo podemos percibir cuando un niño entra en el plano y se sitúa frente a él mientras intenta colarse en un vagón. A veces, hay oscuros fragmentos de espacio ambiental que permanecen oscuros a menos que un personaje llegue para situarlos visualmente en contexto y perspectiva (otro rasgo de Antonioni). En otras ocasiones, encontramos un poderoso juego con los bordes o filos: una acción humana (a veces relacionada con la muerte) es puesta en escena utilizando, literalmente, un borde diagonal que confronta, por ejemplo, el mundo sólido del cemento con el mundo fluido del agua —una oposición central en Los amantes del Pont-Neuf—.

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En los filmes de Carax, el reino de la intimidad interpersonal entre hombre y mujer —que es lo que más le importa al director— ocasiona una revolución particularmente paroxística donde el aplanamiento de la imagen explota para convertirse en profundidad. Esto es precisamente lo que sucede en un plano/contraplano en picado/contrapicado que es muy sorprendente en el contexto de Mala sangre. Tanto en Boy Meets Girl como en Mala sangre hay largas secuencias que detallan (tomando el título de un filme de Philippe Garrel) el nacimiento del amor. En ambos casos, las secuencias empiezan como una perfecta destilación del aplanamiento caraxiano: dos personas posicionadas de manera rara, una junto a la otra; detrás de ellos, una pared con alguna imagen o diseño adherido; a medida que la atmósfera emocional se se vuelve más cálida e íntima, Carax varía cada posible parametro estilístico —reposicionamiento de los cuerpos, cambios en el equilibrio entre la luz y la oscuridad, ángulos inventivamente descentrados— con la intención de abrir el espacio, refigurarlo, hacer desaparecer el aplanamiento y, después, invertir la posición de la cámara para trabajar la escena desde un perspectiva completamente nueva y llena de luz.

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En los 80, frecuentemente se asociaba a Carax con un grupo de directores franceses comerciales al que, en realidad, nunca perteneció —el exhibicionista Cinema du Look inaugurado por Diva (Jean-Jacques Bieneix, 1981)—. Pero si hay algo útil que podamos derivar de este intento por aprisionar a Carax en esta tendencia popular del posmodernismo, es lo siguiente: en su cine estamos mucho más allá de un mundo en el que los prístinos individuos humanos son confrontados con el universo mediático. Los filmes de Carax no presentan a personajes complejos y bien esculpidos en un mundo plano compuesto por imágenes, pantallas y superficies. Ese no es el conflicto.

Screen Surface 13En lugar de esto, en el cine de Carax, el aplanamiento se ha introducido en los individuos, ha sido interiorizado por ellos; los personajes se convierten en imágenes y viven como ellas. Esto explica el ocasional gusto absurdista de Carax por la serialidad visual: no solo los cientos de pósters idénticos con la foto de Michèle en Los amantes del Pont-Neuf, también —más íntimamente— las docenas de casas suburbiales diseñadas exactamente del mismo modo al final de Holy Motors o la imagen surreal de la habitación de los bebés en Boy Meets Girl que es como el discreto guardarropía de una fiesta. Todas las cosas (humanas y no humanas) adquieren las cualidades y cantidades de las imágenes mecánicas reproducidas en serie.

No estamos de acuerdo con quienes ven la actitud artística de Carax como una oposición a la cultura digital o a la era de los ordenadores solo porque, en Holy Motors, el director se muestra (aparentemente) nostálgico: nostálgico por el modo en que las películas, las estrellas y el arte solían ser. Es cierto que, en este filme, escuchamos que Mr. Oscar se lamenta porque en nuestra era digital las cámaras se están volviendo tan pequeñas que ya casi no podemos verlas (al contrario de lo que sucedía con las grandes cámaras de 35 mm). Y, en efecto, hay todo un sistema poético que conecta los motores sagrados de las primeras cámaras manuales (las que utilizaron los inventores-pioneros Muybridge y Marey en los orígenes del medio) con los motores sagrados de las limusinas que, en este cruel mundo moderno, encaran su obsolescencia y se preparan para un inminente retiro en un vertedero. Y finalmente, en esta cadena asociativa, la idea del motor sagrado está conectada a la máquina interna del propio cuerpo humano, con sus fuerzas primarias (andar, correr, gruñir, bailar, follar… cualquier tipo de performance móvil que pueda ser ejecutada sin la ayuda de prótesis tecnológicas).

Pero Holy Motors es un filme rodado digitalmente y, en gran parte, tratado con efectos digitales en postproducción. Su soberbio y sosegado diseño sonoro solo es posible mediante capas y mezclas digitales del audio. El filme lamenta la pérdida de algo, pero abraza con entusiasmo la llegada de otra cosa —y esta es solo una más de las paradojas que están en el corazón del filme—. Si volvemos la vista hacia los inicios de la carrera de Carax, veremos que en Boy Meets Girl hay una clara celebración de una fantasía tecnológica: luces que parpadean dentro de una máquina de pinball abierta para su reparación; una sinfonía de luces palpitantes a lo largo de una línea de fotocopiadoras reflejadas en un gran espejo… Luces, siempre luces: mecánicas y artificiales, pertenecientes a ese estallido de energía que viene con la revolución industrial moderna (sin la cual el cine no existiría). Los inmensos fuegos artificiales en Los amantes del Pont-Neuf son la corporeización suprema de este sueño pues están conectados a la creación y proyección del fuego llevada a cabo por el propio cuerpo —conmovedoramente pequeño, acrobático y circense— de Denis Lavant.

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En este sentido, el proyecto de Carax pasa por encontrar maneras para proseguir con esa primera sacudida de luz artificial en el nuevo mundo. En 1991,  refiriéndose a una era de la música popular que ya había terminado cuando él empezó en la escena, Carax declaró: “No es nostalgia, es solo la idea de que uno llega después de que haya sucedido algo. Pero, por otro lado, la energía y la electricidad que tuvo este movimiento, yo siempre la he buscado en la vida, en el cine, en el montaje”. Y Holy Motors es, justamente, un tremendo montaje, a todos los niveles, de elementos del siglo XXI.

Anteriormente, hemos señalado que el alter ego de Carax es alguien que siempre mira con tristeza un mundo en el que no puede entrar. Es la figura del extraño en el paraíso, como los ángeles de Wim Wenders durante la primera mitad de El cielo sobre Berlín (Wings of Desire, 1987). Y cuando Carax participa en un cameo adopta, precisamente, este rol —tal y como vemos en Mala sangre—. Lo que el héroe de Carax busca, por encima de todo, es amor: una completa fusión romántica/sexual con la mujer a la que espía y a la que adora. Jonathan Rosenbaum ha resumido así los primeros tres largometrajes de Carax:

Hasta ahora, en los filmes de Carax, la historia respondía, básicamente, a esta cuestión: ¿qué es necesario para juntar a una pareja e iniciar los fuegos artificiales (figurativos o literales) y qué sucede en el mundo como resultado de que ellos permanezcan juntos o se separen? (“Leos Carax: The Problem with Poetry”, 1994).

Sin embargo, en Holy Motors —que llega tras tantos proyectos sin realizar y, en cierto modo, los compendia y los resume en el magnífico gesto de toda una carrera— hemos avanzado a un estadio mucho más complejo. Antes la agonía romántica de Carax dependía de la ansiedad provocada por esta disyuntiva: ¿puede el amor seguir siendo el mismo o debe cambiar (y, en caso afirmativo, cómo)? Ahora, por el contrario, el tiempo y los eventos son una línea recta, una constante inalterable. Mr. Oscar ya no está en el exterior de la escena, mirándola desde la distancia, sino que se encuentra, precisamente, en el interior de todas y cada una de las escenas. Es su centro, su estrella, su artífice. Sin él nada podría convertirse en drama o en epifanía. Mr. Oscar es, en palabras de Judith Revault D’Allones, “el individuo del espectáculo”: toda la sociedad del espectáculo interiorizada, transformada en una sola persona que lo genera y lo ejecuta.

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Pero ahora que por fin está dentro, el héroe de Carax no disfruta. De hecho, es un  infierno sin fin, una visión verdaderamente dantesca. Y ya no hay ninguna fusión o trascendencia de cariz surrealista esperándolo dentro de este espectáculo, ninguna pareja romántica en una isla de dos. Solo hay obligación, en la forma de la unidad familiar nuclear (y con una familia distinta cada noche, ni más ni menos). Tal y como Édith Scob (que intrepreta a Céline, la fiel chófer de Mr. Oscar) ha comentado sarcásticamente en una entrevista concedida a la revista de arte australiana Discipline: “La vida familiar con monas no es especialmente divertida”.

¿Cómo filma Carax, en Holy Motors, la última escena de bienvenida a casa (la que es, sin duda, una de las grandes escenas de su filmografía)? Precisamente, como una imagen: la cámara se eleva, encuadra a la familia de Oscar a través de la ventana mientras unas llamativas luces rosas de discoteca giran tras las figuras. En tanto que espectadores, nosotros no podemos entrar en el espacio tridimensional de la casa a través del ojo de la cámara. Y para el propio Mr. Oscar esto no es más que otra imagen, también plana, en la que debe vivir: una pose que debe adoptar como padre y esposo en la ventana. Igual que en la primera escena de Pola X, donde el magnífico movimiento de cámara hacia la ventana de una mansión es bloqueado en el mismo punto de entrada: la imagen plana, prohibida, encuadrada justo en el precipicio.

La tensión del precipicio, entre lo profundo y lo plano, entre lo viejo y lo nuevo, entre  el interior infernal y el exterior melancólico: ahí es donde reside la poesía, lírica y áspera, del cine de Carax.

 

© Adrian Martin & Cristina Álvarez López, marzo 2013

 

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(*) Este material fue presentado por primera vez el 22 de marzo de 2013 en el Stadkino de Basilea, en el marco de la conferencia “Surfaces and Interfaces” organizada por el Seminario de Estudios de la Comunicación de la Universidad de Basilea (Suiza) y Eikones – NFS Bildkritik. Damos las gracias a los organizadores Ute Holl, Irina Kaldrack y Cyrill Miksch. El año próximo aparecerá una versión extendida de este texto, traducido al alemán, en el libro Surfaces/Interfaces (Fink-Verlag, Munich, Eikones series).

 

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Screen and Surface, Soft and Hard: The Cinema of Leos Carax

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In early 2013, the French director Leos Carax sent a short but pungent audio message to the Los Angeles Film Critics Association, to be played in his absence at their annual ceremony, when he was awarded ‘Best Foreign Language Film’ of 2012 for his most recent work, Holy Motors.

So, I’m Leos Carax, director of foreign-language films. I’ve been making foreign-language films all my life. Foreign-language films are made all over the world, of course, except in America. In America, they only make non-foreign-language films. Foreign-language films are very hard to make, obviously, because you have to invent a foreign language, instead of using the usual language. But the truth is, cinema is a foreign language, a language created for those who need to travel to the other side of life. Good night.

The World Cinema politics of this wonderful statement by Carax are impeccable; however, what is most inspiring here is Carax’s fascinating remark about cinema being “a foreign language, a language created for those who feel the need to travel to the other side of life”.

The need to travel to the other side, a fantastic voyage, a journey through Alice in Wonderland’s looking-glass … or to break on through to the other side, like Jim Morrison and The Doors. It is seductive, on a first experience of Carax’s films, to tie them to this romantic, surrealistic vision of overcoming, of transcendence, of magical fusion and transformation. There is much in his films, especially in Les amants du Pont-Neuf (1991), which corresponds to this type of hallucinatory metamorphosis, an experience which cinema can give us so well – a divine transport.

Think of Denis Lavant (Carax’s favourite actor) in Les Amants du Pont-Neuf, a film that Serge Daney described as a sensorium, a house for the senses: as his character Alex pilots a fast motor boat along the Seine in Paris,  he looks not forwards, ahead of him, but backwards – and then he crashes through a great wall of water: it is a moment of strong release that makes you jump in your cinema seat. Or, in Pola X (1999), the long journey on foot by Guillaume Depardieu and Katerina Golubeva into a dark, nocturnal forest – and thus into a whole new life. Or the appearances and disappearances of the anarchic, animalistic Merde, in and out of sewer drain openings, in the anthology film Tokyo! (2008), and then again in Holy Motors – always accompanied by the violent sound of crows. Or how, at the beginning of Holy Motors, Carax himself, suddenly with a metamorphosed finger-key (Cronenberg-style), takes us through a door, along a corridor, and into a secret cinema … Passages, corridors, entranceways everywhere. Are they doorways to a magical realm, an alternate universe?

However, the more we look at these films, we intuit a different, rather darker logic in them – a logic that finds its culmination in Holy Motors, a movie that manages (like much of Carax’s work) to be both bleak (as a testament, a kind of seismograph) and exhilarating (as a sensory and narrative experience) – at exactly the same time. It is this deep, poetic logic of Carax’s cinema that we seek here.

Screen Surface 1

The inaugural image of Carax’s first feature, Boy Meets Girl (1984), is mysterious, ambiguous, rather indiscernible, and without sound. It is an image – experimental in nature – on which we will see many variations throughout his oeuvre. It could be lights: distant lights of a city, or along the bank of the Seine as seen from the water and reflected, dancing there; or lights from a fairground, a technological exposition … These are the kinds of examples that eventually take identifiable shape and form along the narratives of his films. But the chain of images begins from this initial, abstract presentation of a luminous form. It could also be stars in the sky: another obsessive, fixation image for Carax. Maybe it is an image of Unidentified Flying Objects, alien spaceships in the night sky: several films, Mauvais sang (Bad Blood, 1986) and Holy Motors, come quite close, after all, to being pure science fiction.

Whether the image conjures lights, stars or UFOs, these points of light must be far away – far from the camera-eye; far from the onlooker inside the fiction; and far from us, the cinema spectator who enters this viewpoint.

But these emanating points of light are, most often, not far away at all in Carax’s movies. They are dots on flat surfaces, images on walls, in screens of various kinds – all of which are, usually, very close by. But they do not form the kind of screen-wall that the philosopher-essayist Vilém Flusser once wrote about – the flexible and permeable wall, welcoming our projections and our stories; they are more like what he described as the hard, Gothic wall, shutting us into our little, miserable lives and subjected histories.

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Carax is obsessed with walls, and pictures stuck on them, such as in the small Parisian apartments of Boy Meets Girl, the extravagantly painted lair of Marc (Michel Piccoli) in Mauvais sang, or a café in the same film. This is a pictorial trait derived from Jean-Luc Godard in the 1960s: one or two striking, cut-out images on an otherwise bare, white wall. But these figures imprinted on walls do not, in fact, open up an alternative reality, as for Alice in Wonderland. These screen-walls tend to mock us, just as they mock the characters, because they block us. They lock people in, rather than releasing them.

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There are walls with stars at the start of Boy Meets Girl, framed next to a closed door; and hotel wallpaper with forest trees at the start of Holy Motors, hiding a secret entrance. Always a promise of depth, travel, transport – met with the flatness of a two-dimensional image and a hard object-support, such as bricks and mortar. Look for the cruel, artificial stars which are imprinted all over the place in Carax: from the floor where Mireille (Mireille Perrier) tap-dances in Boy Meets Girl to the roof of the limousine that transports Mr Oscar (Lavant again) in Holy Motors.

Walls are surfaces, and Carax is fixated on surfaces – on their texture, their materiality, and the functions they adopt. He constantly brings us back to the fabric of clothing, or a blanket filling with blood, or a carpet. Indeed, that inaugural Boy Meets Girl figure is most likely an abstracted, blurred image of Alex’s coat, so central to the film on all levels. In a Children’s Magic Hour-type segment of Mauvais sang, Alex performs tricks and, in each close-up reverse shot, Anna (Juliette Binoche), as his delighted spectator, has her face covered in a different colour and texture of paper – green, yellow, red, grey. All of these surfaces, overlaid with imagistic or pictorial attributes, are effectively dream-triggers, portals to fantasy. Yet, as hard, unyielding surfaces, unlike Flusser’s idea of a wall in the wind (such as a kite), Carax’s hard surfaces also mark a limit, a bar. And physically coming up against a bar always hurts like hell in Carax – like in the moment of Mauvais sang when Lise (Julie Delpy) slams up against the shut glass of a train door after unsuccessfully chasing Alex.

Screen Surface 4

This poetic system is inverted, reinforced in a different way, by Carax’s extensive use of glass, transparencies and reflective surfaces. There are few mirrors of a conventionally dramaturgical sort: the melodramatic mirrors of Douglas Sirk, Max Ophüls or Todd Haynes. Carax’s mirrors are not to see oneself in, to grasp a personal moment of destiny or change. Glass in Carax functions, rather, as blockage or non-vision – especially evident in Boy Meets Girl and Mauvais sang. Often, we find walls made purely of glass, from floor to ceiling, far beyond a simple window-function. In fact, windows in Carax are rarely used for looking through. In Boy Meets Girl, Mireille never sees, notices, acknowledges or gestures to the lovers just right across the way, through her glass wall; not even when she is dying there. Or, if characters do look through windows, it is to gaze at a scene they can neither enter nor share in. The vehicle, medium or support of vision – in this case, transparent glass – again mocks and blocks these characters.

Screen Surface 5

Vision – human sight which can never be turned off, which must receive all inputs pouring in, which receives so many viewing-machines as optical prostheses (film, TV, billboards, computer) – is a type of curse in Carax. Which is rather paradoxical for an audiovisual medium like cinema – and this is, in fact, one of the key paradoxes that drives his films. The paradox allows us to understand why blindness, covered or obscured sight, often registers as an angelic, floating state in his work, open to all possibilities – a motif we see in Boy Meets Girl, Mauvais sang and, more complexly, in Les amants du Pont-Neuf, where Alex tries, against common sense, to keep Michèle (Binoche) in her state of encroaching blindness.

Screen Surface 6

Let us revert to the infernal, glassed world of looking. Occasionally, in the anarchic spirit of contradiction or resistance, we find smashed or broken glass in Carax – like the punched hole in a telephone booth wall in Boy Meets Girl, or a bullet through a spyglass in Les amants du Pont-Neuf – but still, the hard, Gothic system of the world stays in place, quickly switches back to normal, despite the momentary interruption or shake-up. This is precisely the plot of Holy Motors: no matter what momentous drama of life and death that Mr Oscar enacts and participates in, there is always, in the blink of an elliptical cut, a return to routine, the schedule, the forward-moving limo, the make-up table with its ever-mocking and accusing mirror that can only say to Oscar: back to work.

Can we take a broader aesthetic and cultural perspective on this system of poetic motifs in Carax? The wellspring of both the energy and despair of his films is a tension we can identify with modern cinema itself, at least since the work of Michelangelo Antonioni:Screen Surface 7 the tension between flatness and depth, between two and three dimensions in the image – and all that the image comes to express or allegorise through this interplay. This is the tension between the image or picture as a plane, created by the camera that frames it; and the image as the illusion of a world, an imaginary space that invites us to enter it, join with it, dream with it. A tension which, we might say, haunts our contemporary era of the digital, and that Carax addresses, ambivalently, in Holy Motors. Are our laptop images, our cell phone images (and so on), flat surfaces or dream-portals? This question preoccupies Carax today; it is condensed, in Holy Motors, in Mr Oscar’s eerily beautiful nightmare image of the pixels on his limousine screen coming apart, deranged.

Screen Surface 8Carax’s fixation on surfaces, walls and windows is part of a deep, elaborate engagement with flatness. In cinema, this has a special charge: when an image, withdraws, as it were, into frontality and flatness, we are faced with the screen itself – the movie screen we are watching – as a merely flat, two-dimensional surface. And this also creates the possibility of a drama or comedy of liberation: the liberation of image, fiction and characters into the illusion of a three-dimensional, depth-charged space. In Carax, this movement is always going back and forth; depth changes into flatness, flatness into depth. His quite particular depiction of architecture and living spaces – a key aspect of his work – always occurs on a continuum between spaces that are pictorially flattened, and then suddenly, strikingly deep. Depth explodes, for instance, when the camera tracks along the length of a corridor (Boy Meets Girl), or of a highly artificially constructed, Jacques Demy-style street (Mauvais sang).

A sequence of Boy Meets Girl devoted to the Paris métro begins with a poster, the size of which we only grasp when a small boy falls into the frame in front of it, trying to sneak onto a train. And there are sometimes completely obscure fragments of environmental space that remain obscure, unless a character arrives to place them, visually, into context and perspective (another Antonioni trait).  There is also a powerful play on edging: the staging of a human action (sometimes involving death or near-death) literally on a diagonal edge that confronts (for example) the hard world of concrete with the fluid world of water – an opposition central to Les amants du Pont-Neuf.

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In Carax, the all-important realm of interpersonal intimacy – in his depiction, between man and woman – occasions a particularly paroxysmic revolution of depth exploding from flatness. This is what happens in the shot/reverse shot couplet of low and high that is so surprising in the context of Mauvais sang. In both Boy Meets Girl and Mauvais sang, there are long sequences detailing (to use the title of a Philippe Garrel film) the birth of love. In each case, the sequence begins with the perfect distillation of Caraxian flatness: two people awkwardly positioned next to one another, a wall close behind them, and some image or design figure imprinted on the wall. At a certain point, as the emotional atmosphere gets warmer and more intimate, Carax varies every possible stylistic parameter – re-positioning of bodies, changes in the balance of light and darkness, inventively deframed angles – to open up the space, refigure it, banish flatness, and eventually work right around to a reversed, light-filled angle on the scene.

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In the 1980s, Carax was frequently associated with a group of commercial French filmmakers to which he did not truly belong – the glossy ‘cinema of the look’ ushered in by Jean-Jacques Beineix’s Diva (1981). But if there is any useful point to be derived from this yoking of Carax to a trend in popular postmodernism, it is this: in Carax, we have gone far beyond a world in which pristine, human individuals Screen Surface 13are confronted with a world of images or media. They are not, as it were, full, rounded people in a flat world of images, screens and surfaces. That is precisely not the problem.

Rather, flatness has gone inside individuals, it has been internalised; they become images and live as them. This explains Carax’s sometimes absurdist taste for visual seriality: not just the thousands of identical posters of Michèle across Paris in Les amants du Pont-Neuf, but also, more intimately, the dozens of suburban houses designed exactly the same way at the end of Holy Motors, or the surreal image in Boy Meets Girl of the ‘baby room’, like the discreet cloakroom at a party. All things (human and otherwise) take on the quality and quantity of serially reproduced, mechanical images.

We are not terribly satisfied with accounts of Holy Motors that identify Carax’s artistic stance to be anti digital culture or the ‘computer age’ because he is (apparently) nostalgic: nostalgic for the way movies used to be, how stars used to be, how art used to be. Yes, you will hear Mr Oscar lament that cameras are getting so small in this digital era that we can no longer see them – unlike the grand 35 millimetre cameras of cinema’s past. And there is, indeed, an entire poetic system linking the holy motors of the first, hand-cranked movie cameras – the ones that the inventors-pioneers Muybridge and Marey used in the earliest days of the medium – with the holy motors of the limousines, facing their obsolescence and imminent junkyard retirement in a cruel, modern world. And lastly in this associative chain, the idea of the holy motor is linked to the internal engine of the human body itself, with its primal forces of walking, running, grunting, dancing, fucking – every kind of motion performance it can give, unaided by technological prostheses.

But Holy Motors is itself a film shot digitally, and treated extensively with digital effects in post-production. Its superb, hushed sound design can only have been done with digital audio layering and mixing. The film laments the loss of one thing, but embraces, enthusiastically, the arrival of another – and this is yet one more paradox at its heart. If we look back to the start of Carax’s career, we see in Boy Meets Girl the clear celebration of a technological fantasia: lights blinking inside a pinball machine that has been opened up for repair; or the symphony of pulsating lights along a bank of photocopy machines, reflected in another full-length wall-mirror. Always lights: mechanical and artificial, yes, but partaking of that burst of energy that comes with modernism’s industrial revolution – a revolution without which the cinema itself would not exist. The immense fireworks in Les amants du Pont-Neuf are the supreme embodiment of this dream; there, they are linked to the creation and projection of fire around Lavant’s own acrobatic, circus-performing, touchingly small body.

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Carax’s project is, in this sense, to find ways to continue that first jolt of artificial light in the new world. As he testified in 1991, looking back at an era of popular music that was over by the time he made it onto the scene: “It’s not nostalgia, it’s just the idea that one arrives after something has happened. But on the other hand, the juice, the electricity that this movement once had, I’ve always sought it out in life, in cinema, in montage”. And Holy Motors is nothing if not, at all levels, a tremendous montage of 21st century elements.

We have pointed, earlier, to Carax’s alter ego as someone always sadly looking at what he cannot enter. This is the figure of the Stranger in Paradise, like Wim Wenders’ angels during the first half of Wings of Desire (1987). When Carax gives himself a cameo, it is exactly in this role or position, as we see in Mauvais sang. And what the Carax hero mainly wants is love, full romantic/sexual fusion with the woman he spies and adores. Jonathan Rosenbaum has summed up Carax’s first three features in this way:

‘Story’ in a Carax movie up to now has basically been a matter of what becomes necessary to bring a couple together and start fireworks (figurative or literal), and what ensues in the world as a result of their remaining together or their drifting apart. (“The Problem with Poetry: Leos Carax”, 1996)

However, in Holy Motors – arriving after so many unmade projects for this great filmmaker, in some sense digesting and summing them all up in a magnificent career gesture – we have advanced to a much tougher stage. Whereas once the romantic agony of Carax’s cinema hinged on the anxiety of whether love could stay the same, or whether (and how) it should change, now there is a flat-lining of time and event. Mr Oscar is no longer outside or detached from scenes; he is precisely inside every scene, its centre, its star, the person who makes things happen – without him, nothing could reach its drama or epiphany. Mr Oscar is, in the words of Judith Revault D’Allones, the individual of the spectacle: the entire society of the spectacle internalised, transformed into a sole person who generates and performs it.

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But to be inside, at last, for the Carax hero, is no fun: in fact, it is sheer, unending Hell, a truly Dantean vision. And there is no longer any surrealistic fusion or transcendence awaiting him inside this spectacle; no romantic couple on an island of two. There is only obligation, in the form of the nuclear family unit – and with a different family each night, no less. As Édith Scob (who plays Mr Oscar’s faithful chauffeur/minder Céline) has drolly commented in an interview for the Australian art magazine Discipline: “Family life with the female monkeys isn’t such a blast”.

How does Carax film the final scene of homecoming in Holy Motors – which is surely one of his greatest scenes? Precisely, once again, as an image: the camera cranes up, frames Oscar’s family through the window, backed by revolving, shocking-pink disco lights. As spectators, we cannot enter, through the mobile camera eye, the three-dimensional space of the home. And for Mr Oscar himself, it is surely nothing more than an equally flat image that he must live out, a pose he must adopt as husband and father at the window. Just as, in Pola X, the magnificent camera movement right up to a mansion’s window is blocked at the point of entrance: the flat, forbidding image it frames at the precipice.

The tension of the precipice, between the flat and the deep, between the old and the new, between the melancholic outside and the infernal inside: this is where the poetry of the cinema of Leos Carax, lyrical and harsh, resides.

 

© Adrian Martin & Cristina Álvarez López March 2013

 

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(*) This material was first presented 22 March 2013 at the conference “Surfaces and Interfaces” held at the Stadtkino Basel, organised by the Media Studies Seminar of the University of Basel (Switzerland) and Eikones – NFS Bildkritik. Our thanks to the organisers Ute Holl, Irina Kaldrack and Cyrill Miksch. A longer version of the text will appear next year in German translation in the book Surfaces/Interfaces (Fink-Verlag, Munich, Eikones series).