Análisis final

Análisis primigenio

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I

Siempre que escucho los relatos de infancia narrados por los cinéfilos de generaciones anteriores a la mía, me deprimo un poco. Es como si ellos hubiesen encontrado muy pronto en sus vidas la magia del cine, frecuentemente en filmes que quizás no sean canónicos, pero que parecen llevar consigo un aura de pureza e inocencia, típica de una era en la que el mundo era mejor… y el cine también.

De mi propia infancia, recuerdo solo unas cuantas imágenes desordenadas (algunas de las cuales no he sido capaz de identificar todavía). Hace años, tras terminar de leer uno de los libros más bonitos que se han escrito sobre cine (La hipótesis del cine, de Alain Bergala), intenté hacer una lista con los filmes –o, más bien, con los fragmentos de filmes– que habían marcado mi infancia. Esto es todo lo que pude anotar: el videoclip para Ashes to Ashes (1980) de David Bowie; la escena de El exorcista (The Exorcist, William Friedkin, 1973) en la que Reagan se despierta, interrumpe la fiesta nocturna que dan sus padres en la casa y comienza a orinar en la alfombra del comedor; las dos gemelas de El resplandor (The Shining, Stanley Kubrick, 1980) –aunque, en este caso, debido a una creativa mezcla imaginaria entre uno de mis propios juguetes y el triciclo conducido por el pequeño Danny en el filme, recordaba a las dos gemelas corriendo a lo largo de pasillos de colores, montadas sobre una tortuga con ruedas–; la obsesión de Daryl Hannah con el fuego en una escena de Peligrosamente juntos (Legal Eagles, Ivan Reitman, 1986), que me enseñó todo lo que sé sobre performance art; y la escena de sexo entre Rossy y el soldado en La hija de Ryan (Ryan’s Daughter, David Lean, 1970), que me afectó de un modo cuyas consecuencias no voy a describir aquí.

LA HIJA DE RYAN

Fotograma de La hija de Ryan de David Lean.

Recientemente, leí un texto fascinante de Peter von Bagh titulado “To Program is to Write Film History” (1), donde afirma: “La proyección en 35 mm es, para mí, en el mejor de los casos, la definición última de la vida”. Esta equivalencia entre cine y vida desaparece cuando vemos las películas en cualquier otro formato (televisión, vídeo, DVD…), que él define como sombras o débiles imitaciones del original. Von Bagh explica cómo, durante el Midnight Sun Film Festival, solía comenzar todas las discusiones preguntando a los directores por el primer filme que habían visto. Y añade:

Todavía obtengo respuestas, pero inevitablemente estas dejan de tener importancia cuando mi interlocutor tiene menos de 40 años. En vez de un primer filme significativo, encontramos toda la arrogancia infundida por las realidades virtuales que han presenciado desde su tierna infancia.

Para alguien que siempre se ha sentido un poco culpable por no retener el recuerdo de su primer filme, estas palabras resultan liberadoras, en tanto que apuntan a una causa absolutoria –las realidades virtuales arruinando el sacramento de la primera experiencia cinematográfica– para esa carencia de un recuerdo cinematográfico primigenio. Pero, al mismo tiempo, la declaración de von Bagh me parece también cruel pues, habiendo nacido en 1980, la única alternativa que me ofrece es la de un rechazo completo al mundo en el que he crecido, en favor de un mundo mejor cuyo esplendor nunca he conocido ni experimentado. Si bien no niego el valor de la resistencia a ese nuevo mundo, no puedo aceptar el desprecio total hacia él. Voy a explicar por qué.

 

II

En honor a la verdad, debo decir que yo empecé a experimentar esas realidades virtuales de las que habla von Bagh con un poco de retraso en relación a otros niños de mi misma edad (demasiado pronto, demasiado tarde, demasiado fuera de lugar, demasiado inadaptada: es mi signo definitorio vital). Cuando todo el mundo veía, por lo menos, cinco canales de televisión, en mi casa solo sintonizábamos tres, y mis padres no accedieron a comprar un reproductor de VHS hasta que yo tuve doce años. En el pueblo donde vivía no había librerías, no había videoclubs, no había ni siquiera un cine, así que yo dependía constantemente de la generosidad de los adultos.

Si de la década de los ochenta retengo en mi memoria apenas media docena de imágenes, de los noventa recuerdo muchísimo más. Dos veces a la semana, mi madre me dejaba en el videoclub de un pueblo vecino. Allí, mientras ella hacía la compra, yo podía pasar horas (literalmente) eligiendo dos o tres filmes. Lo que hoy es conocido como world cinema no era todavía una realidad en mi videoclub, así que, sobre todo, lo que alquilaba eran filmes de Hollywood de los noventa. En esa misma época, aproximadamente, empecé también a ver cine europeo de autor de los sesenta, setenta y ochenta (que me parecía, a la vez, extraño y estimulante), algunos clásicos de Hollywood, y algunos filmes americanos de los setenta –a muchas de estas otras películas accedí vía emisiones televisivas a altas horas de la madrugada que grababa en cintas de VHS–.

No sé si esas realidades virtuales experimentadas en mi primera adolescencia (con la consiguiente disponibilidad de filmes en sus versiones falsas para televisión y VHS) infundieron en mí esa arrogancia de la que habla von Bagh. Me gustaría creer que infundieron en mí algo más. Para empezar, plantaron el deseo de conocer, el deseo de ver –un deseo que todavía sobrevive–; fue entonces cuando empecé a elaborar listas con filmes y comencé a ir tras esos títulos (sin saber muy bien dónde ni cómo encontrarlos). Indudablemente, este rastreo no es comparable al mencionado por von Bagh; después de todo, yo no tuve que esperar 25 años para ver los filmes a los que les seguía la pista. Pero, en algunos casos, pasaron años: el deseo estaba ahí, y también la búsqueda.

Y, para una niña de doce años a la que nadie le había contado que existía un lugar llamado filmoteca, para una niña que ni siquiera era capaz de encontrar a alguien con quien hablar de esos filmes, era una búsqueda solitaria. La idea de que ese mundo regido por un aislamiento forzado era mejor que la posibilidad de conectar con otros a través de las redes virtuales es, simplemente, algo inaceptable para mí.

Todos esas películas vistas en VHS o en televisión también despertaron en mí el deseo de experimentar los filmes en el contexto adecuado de la sala de cine. Cuando tenía catorce o quince años, empecé a viajar sola a la ciudad para ver películas. Y esta es una época que recuerdo con detalle, pues los filmes que vi entonces restituyeron esa experiencia cinematográfica que no tuve (o no aprecié debidamente) cuando era niña.

Ahora bien, la denominada experiencia comunal de ir al cine nunca significó nada para mí y, de hecho, todavía me cuesta comprender el valor que tantos cinéfilos depositan en ella. Yo llegaba al cine sola y me marchaba sola y, si durante la proyección me sentía menos sola, no era precisamente gracias al resto de asistentes. Nunca sentí estar compartiendo una experiencia con otros, mucho menos si me quedaba hasta el final de los créditos y empezaba a escuchar los comentarios de la gente. No sé cómo esos filmes hablaban a los demás; todo lo que puedo decir es que yo no sentía que les hablasen del mismo modo que a mí.

 

III

El ensayo audiovisual incluido a continuación surgió como una especie de experimento cinéfilo. Quería volver a encontrarme con esos años formativos a partir de un filme que me hubiese marcado de algún modo. Como mis recuerdos de los ochenta son demasiado borrosos, tenía que elegir uno de esos filmes vistos a principios de los noventa. Podría haber escogido cualquiera de los títulos sublimes de autores consagrados (al fin y al cabo, en esos años vi –en distintos lugares y formatos– mis primeros filmes de Rohmer, Rivette, Welles, Bergman, Tarkovski, Wilder, Lynch, Egoyan, Téchiné …). Pero decidí que quería transitar la ruta menos seductora (al menos, desde la perspectiva cultivada del cinéfilo); así que, finalmente, opté por la infame Análisis final (Final Analysis, Phil Joanou, 1992), que debí de ver cuando tenía unos trece años, en un VHS alquilado del videoclub. Me acordaba bastante de este filme porque lo vi dos veces seguidas (cuando esto no era todavía una de mis prácticas habituales) y, la segunda de ellas, le pedí a mi madre que lo viese conmigo porque yo no era capaz de entender la lógica de la trama.

Hoy, Análisis final me parece lo suficientemente mala como para afirmar que el formato VHS le hacía justicia (quizás incluso von Bagh estaría de acuerdo conmigo en este punto). Si la elijo no es para defender su valor en la historia del cine, sino su valor en la historia de mi cinefilia. Una historia que puede no ser muy glamurosa, pero es la mía –y no es ni mejor ni peor que la de nadie–.

 

En retrospectiva, no me resulta difícil comprender qué es lo que debió de fascinarme de este filme cuando lo vi por primera vez, aunque entonces posiblemente yo no fuera consciente de ello. Lo explicaré en tres puntos que, espero, contribuyan a clarificar la estructura en tres partes que le he dado al ensayo audiovisual.

1. Siempre me he sentido atraída por todo lo que tiene una intriga en su centro: un secreto, una red de mentiras cuidadosamente fabricada, un complot o conspiración. De acuerdo a esto, la idea de interpretar los sueños –de descodificar un sistema de símbolos que contienen una verdad enterrada– me resulta muy seductora. Análisis final incluye un sueño recurrente que Diane (Uma Thurman) cuenta a su psiquiatra, Isaac (Richard Gere), a lo largo de varias sesiones. Más tarde, en mi escena favorita del filme, Isaac asiste a un seminario sobre Freud y se da cuenta de que este sueño –en el que una mujer arregla un “centro de mesa (la expresión es importante) mezclando tres tipos distintos de flores– es, en realidad, un doble, una copia o simulacro de otro sueño que aparece en la obra seminal de Freud, La interpretación de los sueños (1900).

En realidad, esta escena es una parodia (bastante divertida) de una crítica feminista a Freud, aunque el hilarante tono y trasfondo de este momento debió de pasarme desapercibido durante mis primeros visionados del filme. Sin embargo, la escena también funciona exponiendo al personaje masculino y demostrando que, pese al aburrimiento que su rostro deja entrever, el brillante doctor no ha estado leyendo demasiado a Freud últimamente. La conferenciante feminista nos da además una de las claves de este filme totalmente incoherente: “A veces, una violeta es solo una violeta”. A veces, más que obsesionarnos con el significado oculto de los símbolos, deberíamos disfrutar de su potencial para convertirse en cebos de una historia paralela, una historia totalmente distinta de la que parecía ocupar el centro del filme.

2. En Análisis final, no solo el sueño es un doble; la trama también es doble y oculta un complot dual. Isaac se cita con Heather (Kim Basinger), la hermana mayor de su paciente Diane, con la esperanza de que esta pueda arrojar algo de luz sobre el romance familiar (tal y como lo llamó Freud) o la trama familiar (tal y como la llamó Hitchcock). Heather y Isaac comienzan un affair, pero ella está casada con un gánster (Eric Roberts) y sufre sus abusos. Finalmente, Heather termina asesinando a su marido, pero asegura no recordar nada. Isaac, convencido de que sufre de una condición patológica de intoxicación etílica, usa sus influencias para evitar que vaya a prisión. Sin embargo, tras descubrir que la muerte del marido viene con una generosa herencia, Isaac empieza a dudar de Heather y termina por descubrir que todo ha sido una trampa cuidadosamente planeada por ella.

El desenlace del filme llega con un giro final que sugiere que el complot de Heather estaba, en realidad, encubriendo otro complot: el de Diane –la hermana menor que quiere ocupar el puesto de la mayor (la “oruga que se convierte en mariposa”)–. Un giro anunciado únicamente por las confesiones que Diane hace a Isaac, donde queda claro que envidia la belleza de su hermana. Cada gesto, cada jugada de la trama, puede leerse, entonces, como la maquinación silenciosa de Diane, el personaje aparentemente más débil, esperando en la sombra para ejecutar su golpe de gracia definitivo.

3. Hay que admitir que todo este potencial para la dualidad heredado de Vértigo (Alfred Hitchcock, 1959) no es utilizado con demasiada maestría por un filme que dura dos largas horas. Pero si pudiésemos hacer trizas la película, si pudiésemos desechar muchas de sus aburridas escenas y personajes para concentrarnos solo en lo que, sin duda, debió de constituir el núcleo de mi fascinación –dos figuras femeninas en el proceso de convertirse en una sola–, Análisis final podría brillar con una luz magnífica. Más todavía si combinamos la insípida partitura de George Fenton con la música, mucho más atractiva, compuesta por Bernard Herrmann para Fascinación (Obsession, Brian de Palma, 1976).

Al volver a ver este filme recientemente, noté dos características estilísticas muy predominantes que quería reelaborar y poner a mi servicio. En primer lugar, el formato panorámico (1.85:1) con el que, sistemáticamente, Joanou divide la pantalla en dos mitades perfectas, algo muy práctico para los abundantes planos donde aparecen dos personajes. En mi ensayo audiovisual, sin embargo, quería concentrarme en planos con una sola figura –eliminando así la presencia indeseada de los personajes masculinos–, así que decidí recortar parte de la imagen y modificar el formato. En segundo lugar, reparé en el uso bastante frecuente de travellings, con la cámara desplazándose ligera por los interiores (a veces siguiendo a los personajes, otras abandonándolos). He intentado usar estos itinerarios (donde, a veces, nuestra visión es momentáneamente bloqueada por paredes y columnas) para alternar entre las figuras de las dos mujeres, que se fusionan pese a encontrarse en espacios distintos. Llegados a este punto, los objetos, las piezas de vestuario y los movimientos corporales de ambas entran en un hipnótico baile de dobles que se vuelve casi sublime.

 

© Cristina Álvarez López, febrero 2016

 

 

(1) VON BAGH, Peter: “To Program is to Write Film History”, LOLA, nº. 6, diciembre 2015.

 

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Primal Analysis

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I

Whenever I hear the childhood tales recounted by cinephiles from older generations, I get a bit depressed. It is as if they have encountered, very early in their lives, the magic of cinema – often through films that may not be canonical, but seem to carry an aura of purity and innocence, typical of an era in which the world was better … and so was cinema.

From my own childhood, I remember only a few, scattered images (some of which I have not yet been able to even identify). Years ago, after having finished one of the most beautiful books on cinema (Alain Bergala’s The Cinema Hypothesis), I tried to make my own list of the films (or rather, fragments) that marked my childhood. This is all I could cite: the video clip for David Bowie’s “Ashes to Ashes” (1980); the scene in William Friedkin’s The Exorcist (1973) in which Reagan wakes up, interrupting the party held by her parents, and starts pissing on the carpet of the living-room; the two twins in Stanley Kubrick’s The Shining (1980) – although, in this case (due to a creative mix that blended one of my own toys with the tricycle driven by little Danny in the film), I had always pictured the twins running on top of a turtle with wheels through coloured corridors; Daryl Hannah’s obsession with fire in a scene of Ivan Reitman’s Legal Eagles (1986) which may have taught me all I know about performance art; and the sex scene between Rossy and the soldier in David Lean’s Ryan’s Daughter (which affected me in a way whose consequences I’m not going to describe here).

LA HIJA DE RYAN

Not so long ago, I read a fascinating text by Peter von Bagh titled “To Program is to Write Film History”. (1) Here he affirms: “35mm projection is, for me, at its best, an ultimate definition of life”. This equivalence between film and life is lost when movies are watched in any other form (such as TV, video or DVD), which he defines as a shadow, as a weak imitation of the original. Von Bagh explains how, at the Midnight Sun Film Festival, he used to start every discussion by asking each filmmaker what the first film was they ever saw. He adds:

I still get responses, but they inevitably lose their point when my interlocutor is under the age of 40. Instead of a significant ‘first film’, we encounter all the arrogance imbued by virtual realities witnessed since early childhood.

As someone who has always felt a bit guilty for not retaining the memory of my ‘first film’, I found this statement somewhat liberating because it points toward a possible cause (the ‘virtual realities’ spoiling the sacred, first cinematic experience) for this lack of a primal memory that is beyond me. But, equally, I also find this statement cruel because, as someone born in 1980, the only alternative it offers me is a complete rejection of the world that I’ve grown up in – in favour of a better world whose splendour I have never known, and never experienced. I do not deny the value of resistance to this new world, but I don’t accept, either, the complete dismissal of it. Let me explain why.

 

II

To tell the truth, I must say that, in comparison with other kids of my age, I started experiencing the virtual realities to which von Bagh refers with a slight delay (too early, too late, too misplaced, too misfitting: a truly defining sign of my entire life!). When everybody had (at least) five TV channels, in my house there were only three; and my parents did not indulge in the purchase of a VHS player until I was 12. In my village, there was neither a cinema theatre, nor a video or book store, so I depended on the generosity of adults all the time.

If, from the 1980s, I retain barely half a dozen of images in my memory, I remember many more from the 1990s. Twice a week, my mother dropped me off at the video store of a neighbouring village. There, while she was shopping around, I could spend hours (literally) picking two or three films. World Cinema was not yet a reality in that store, so I rented mostly Hollywood films from the ‘90s. Around the same time, I started to watch some European art-house films – which I found both strange and exciting – from the ‘60s, ‘70s and ‘80s, some Hollywood classics, and some American films of the ‘70s (but all these were often recorded from TV at ungodly midnight-to-dawn hours).

I don’t know if these virtual realities experienced in my teenage years (with the subsequent availability of the films in their fake TV and VHS versions) imbued me, as von Bagh puts it, with arrogance. I want to believe that they imbued me with something else. First of all, they planted in me a desire to know, a desire to watch that survives still today. I started to make my lists of movies that I wanted to see, and began searching for them, without knowing very well where or how to do it. Undoubtedly, my search may have been easier than the one von Bagh refers to; after all, I didn’t have to wait 25 years to find the movie I was looking for. But I did wait years in some cases – the desire was there, and so was the quest.

And for a 12-year-old girl who was never told that something called a cinémathèque even existed, who never found anybody to talk with about movies, it was a solitary quest. So don’t tell me that this loneliness of being the only person in a remote place was preferable to the possibility of connecting via the networks of virtual reality – because I don’t believe it.

All those films watched on VHS and TV also gave me the desire to experience cinema in a proper theatre context. I think it was when I was 14 or 15 that I started to travel alone to the big city to watch movies. This is a time I recall vividly, and I can remember the films I watched then. I cherish them because, for me, those films stand as the real cinematic experience that I didn’t have (or didn’t appreciate properly) as a child.

But, let me tell you, the so-called ‘communal experience’ of filmgoing in a theatre never meant anything to me, and I still have trouble understanding the value that so many cinephiles invest in it. I arrived at the cinema alone, I left alone, and if I felt less alone while I was there, it was not exactly because of the people seated next to me. I never felt I was sharing an experience with them – and less so if I stayed until the end of the credits and heard their comments. I don’t know how films spoke to these other people; all I could tell is that the films didn’t speak to them in the same way they spoke to me.

 

III

The video essay below is a kind of cinephilic experiment. I wanted to re-encounter those formative years through a film that had marked me in some way. Since my childhood memories are too fuzzy, it had to be one of those films I watched in the early ‘90s. I could have picked any of the sublime titles of consecrated auteurs (after all, during those early years, I had watched, in different forms and places, films by Rohmer, Rivette, Welles, Bergman, Tarkovsky, Lynch, Wilder, Egoyan, Téchiné …). But I decided I wanted to go the less alluring (from the cultivated cinephile perspective) route. So I have picked the infamous Final Analysis (Phil Joanou, 1992), that I may have rented from the video store when I was around 13. A film I remember quite well because I watched it a couple of times on VHS, when this was not yet a normal practice of mine (and, second time, I asked my mother to watch it with me because I couldn’t quite figure out the logic of the plot).

This movie, when viewed today, is bad enough to affirm that the VHS format did it justice (maybe even von Bagh would agree with me on this point). If I pick it, it’s not with the intention of arguing its value in cinema history – but rather, its value in the history of my cinephilia. And this history, unglamourous as it may be, is mine – and it’s no better and no worse than anybody else’s.

 

In retrospect, it’s not difficult for me to understand what might have fascinated me about this film when I first watched it, even if, back then, I probably wouldn’t have been totally conscious about it. I’ll explain this in three points which, hopefully, also clarify the three-part structure I’ve given to my audiovisual essay.

1. I’ve always felt attracted to anything that has an intrigue at its centre: a secret, a fabricated network of lies, a complot or conspiracy. Accordingly, the idea of interpreting dreams – of unlocking a system of symbols containing a buried truth – is very appealing to me. Final Analysis features a recurrent dream that Diane (Uma Thurman) tells to her doctor, Isaac (Richard Gere), across several sessions. Later, in my favourite scene, Isaac attends a seminar about Freud, where he learns that this dream – where a woman arranges a ‘centrepiece’ (the word is significant) mixing three different kinds of flowers – is actually a double, a copy or simulacrum of another dream recounted in Freud’s seminal book The Interpretation of Dreams (1900).

This seminar scene is a rather funny parody of the feminist critique of Freud, the hilarious undertones of which I may have missed first time around. But the scene also exposes that our brilliant doctor (who seems quite bored listening to the lecturer) hasn’t been reading enough Freud lately! The feminist lecturer also gives us a key to this fully incoherent film: ‘Sometimes a violet is just a violet’ – or, sometimes, rather than get obsessed with the hidden meaning of symbols, we should be amused by their potential to become a lure for a whole new, parallel story.

2. In Final Analysis, not only is the dream a double; the plot, too, is double, hiding a dual complot. Isaac meets Heather (Kim Basinger), the older sister of his troubled patient Diane, who may be able to shed some light on the ‘family romance’ (as Freud called it – or ‘family plot’ as Hitchcock called it). They begin an affair, but Heather is married to a gangster (Eric Roberts) who abuses her. She eventually kills him, but claims to remember nothing. Isaac, convinced that she suffers from a pathological condition of alcoholic intoxication, uses his influence to get Heather out of prison. However, when he discovers that the death of her husband comes with a generous inheritance, he starts doubting her, and ends up learning that she has carefully planned everything.

The movie’s ending comes with a twist suggesting that Heather’s complot is, in fact, a cover for another complot: that of Diane, the younger sister who wants to take the place of the older (the ‘caterpillar becoming a butterfly’) – a turn announced by several of her confessions to Isaac, where it’s clear that she envies her sister’s beauty. Every gesture, every move of the plot, can be read, then, as the silent machination of the apparently weakest character: Diane, waiting in the shadows for her final coup de grâce.

3. One has to admit that all this Vertigo-potential for duality is not dealt with too magnificently by a film that lasts two long hours. But if we could only tear the movie apart, remove many of its boring scenes and characters, and concentrate on what, undoubtedly, carried the original core of fascination for me – the figures of two women in the process of becoming one – Final Analysis would shine with a magnificent light (even more so when combining the bland score of George Fenton with Bernard Herrmann’s much better music cues for Brian De Palma’s Obsession, 1976).

While re-watching the film, I noticed two predominant stylistic traits that I wanted to put at my service, by reworking them. First, the panoramic, widescreen format that allows Joanou to systematically divide the screen in two almost perfect halves – a very convenient choice for his frequent two-character shots. In my audiovisual essay, I wanted to concentrate on single-character shots, erasing the undesired presence of men; so I decided to tweak the format and crop part of the image. Second, the use of long tracking shots that move swiftly through interiors (sometimes following, sometimes abandoning the characters). I have often used these itineraries where, at times, our vision is momentarily blocked by walls or columns, to intercut between the figures of the two women – thereby becoming fused even if they are in different spaces. At that point, props, clothes and movements enter into a hypnotic dance of doubles which becomes almost sublime.

 

© Cristina Álvarez López, February 2016

 

 

(1) Peter von Bagh, “To Program is to Write Film History”, LOLA, issue 6, December 2015.