Crónica de un verano

Aquel querido mes de agosto

 

Aunque la noche del treinta y uno de diciembre al uno de enero marca oficialmente el cambio de año, todos conocemos de primera mano que el verdadero reseteo vital ocurre después de que los calores del verano hayan sometido a los cuerpos con sus rigores. Septiembre es el mes de la liberación de su estado de excepción físico prolongado durante dos meses y del fin de esa apatía que reduce la velocidad de la vida un par de marchas. Las posibilidades que ofrece esta contingencia han sido una metáfora más que recurrente en el arte cinematográfico; como en la filmografía de Olivier Assayas, en la que la continua búsqueda de ese intersticio donde se producen aquellos cambios tan decisivos como imperceptibles, tanto en la vida como en sus imágenes, se convierte en “veraniegamente” explícita en trabajos como Finales de agosto, principios de septiembre (Fin août, début septembre, 1998), rastreando ese momento trágico donde se da paso definitivo a la edad adulta (cualquiera que sea) y en Las horas del verano (L’heure d’été, 2008), en torno a la familia tradicional y sus mutaciones dentro del contexto de lo transnacional.

Después de haber pasado ya lo más duro del verano, me encuentro un tanto preocupado tras haber descubierto que mi memoria está viviendo una de esas etapas de tránsito y que mis recuerdos veraniegos han comenzado a desplazarse hacia una única forma amalgamada en la que todos se confunden. Afortunadamente, todos aquellos a los que les rodea la intensidad y fugacidad propias de la época estival parecen intactos. Así que he decidido construir una especie de “autocrónica” de un verano a lo Jean Rouch para prevenir consecuencias mayores. Pero, ¿cómo ordenarlos? Después de ver Días de agosto (Dies d’agost, 2006) entiendo que equivocaba el verbo. Como explica el propio Marc Recha poniendo como ejemplo una cómoda en el final de viaje que le lleva tras las huellas de su amigo Ramón, las memorias deben ser conectadas sobre un mismo punto más que ordenadas sobre un mismo plano después de una espera en la que se debe lograr descubrir sus centelleos en lugar de buscar sus ruinas. Siguiendo el consejo, me propongo construir una topografía de ecos a partir de los reflujos devueltos por todos esos recuerdos en disolución.

Algunas fechas desordenadas de agosto

Quizás porque el octavo mes del año queda tan cerca, todavía soy capaz de asociar los recuerdos a algunas de sus fechas. Empecemos por el día 1, y no porque sea el primero de este querido mes, sino porque tengo la sensación de que si hiciéramos un top ten con lo mejor o más típico del verano, a casi todos se nos olvidaría reseñar los maravillosos festivales que se despliegan a lo largo y ancho de toda la geografía europea abarcando todo tipo de géneros musicales. En dicha fecha se celebró The Concert for Bangladesh (Saul Swimmer, 1972), con el que George Harrison inventó junto a sus amigos el concepto de concierto solidario. El evento me hace recordar que en este mismo mes también se celebró Woodstock (Woodstock – 3 Days of Peace & Music, Michael Wadleigh, 1970) y su respuesta afroamericana Wattstax (Mel Stuart, 1973). Tres décadas les separan de Glastonbury (Julien Temple, 2006) pero, aun así, la gran película sobre un macrofestival todavía está por realizar, puesto que todos los que lo han intentado cometieron el mismo pecado de filmar el acontecimiento para esa historia con mayúsculas; es decir, partiendo de la premisa de otorgarle una relevancia histórica antes de que la música comenzara a sonar, filmando el mito antes de que este llegara a serlo.

Un domingo 7 de agosto toda una pequeña ciudad de provincias se desplaza en coche, moto o bicicleta hacia una playa cercana a pasar el día, demostrando que todo lo que tiene de alegórico el verano no tiene por qué alargarse en semanas o quincenas. Articulado sobre una serie de puntos de vista entre los que caben todos los segmentos de edad -y, por extensión, cada uno de sus problemas amorosos y existenciales-, asistimos a una historia tipo “todo en un día” donde la playa se convierte en el campo de batalla y experimentación de la vida. Realmente Domenica d’agosto (1950) no llegó a entusiasmarme, pero me permitió descubrir a Luciano Emmer y otros trabajos tan interesantes como Le ragazze di Piazza di Spagna (1952) y todos aquellos que realizó alrededor de la pintura y que ahora comienzan a salir a la luz gracias al trabajo de restauración llevado a cabo por la Cineteca di Bologna.

Un 9 de agosto de 1945 Estados Unidos lanzó la segunda bomba atómica sobre Nagashaki. Como en el imaginario colectivo pervivía con más fuerza el recuerdo de la que fue lanzada tres días antes en Hiroshima, Akira Kurosawa aprovechó la circunstancia para firmar en 1991 un denso alegato a favor de una definitiva reconciliación intercultural. Más allá de todo el entramado dramático en el que aparecen implicadas tres generaciones de una familia japonesa en clara readaptación a los nuevos tiempos, recuerdo una escena en la que la abuela de la familia comparte una sandía con sus cuatro nietos a ras de tatami. Rapsodia en agosto (Hachi-gatsu no kyôshikyoku, 1991) se da un respiro con el goce del sabor de la sandía y evoca en mi memoria el 10 de agosto de 1944 de La noche de San Lorenzo (La notte di san Lorenzo, Paolo y Vittorio Taviani, 1982). La tensión que vivimos junto con los habitantes de una localidad de la Toscana ante un posible bombardeo alemán se rompe cuando una pareja toma una línea de fuga entre los campos de cereal para celebrar una tranquila merienda estival que acabará siendo uno de los momentos más eróticos de la historia cine cuando la pareja decide quitarse el fuego del cuerpo frotándose mutuamente con una hermosa sandía. Que esta fruta de carne roja es una gran espita dramática también debía de saberlo Andrei Tarkovsky a tenor de su forma de devorarla, con una clara actitud pop, en un momento de su Tempo de Viaggio (1983), con Tonino Guerra por el sur de Italia buscando localizaciones para Nostalgia (1983).

No cabe duda de que acudir a un festival de cine es el mejor viaje que se le puede presentar a un cinéfilo. Entre el 14 y 19 de agosto Hong Sang-Soo explica porqué en Like You Know It All (2009) rompe con su costumbre de ofrecernos una película veraniega cada año de mundial de fútbol. De The Power of Kangwon Province (1998), Turning Gate (2002) y Woman on the Beach (2006), solamente en la primera es más que evidente la estación del año en que está ambientada, puesto que en las otras dos, aunque se hace referencia de forma alusiva, su atmósfera neblinosa nos hace pensar más en un tiempo entre otoñal e invernal. Pero de la misma manera que este clima no se adecua al mes en el que se desarrolla la acción, ocurre lo mismo con las historias y personajes que las ponen en escena. Pero en este último trabajo (1) Sang-Soo se vuelve doblemente explícito cuando en un momento dado un personaje interpela al director protagonista: “Ya no parecéis directores, sino filósofos”. El interés de las películas reside en la capacidad de desplegar los conceptos de las diferentes materias que explican la vida. Pero no como Southland Tales (Richard Kelly, 2006) o Paranoid Park (Gus Van Sant, 2007), paradigmas de una cierta tendencia que parece poner en escena el capítulo seis de la imagen-tiempo de Gilles Deleuze como valor añadido y justificación a sus propias imágenes. Esa “potencia de lo falso” no se encuentra en el intersticio simulado de las imágenes de una película, sino en su actualización de trabajo en trabajo a partir de un imaginario propio. Es en ese tiempo donde, al igual que los protagonistas de Sang-Soo, nos topamos con todo aquello que nunca vamos a poder consumar o vivir.


Verano en la ciudad

¿A dónde irá la gente en agosto?”, se pregunta Woody Allen en Sueños de un seductor (Play It Again, Sam, Herber Ross, 1972) mientras camina por las calles vacías de San Francisco. Cemento y altas temperaturas son sinónimo de Un día de furia (Falling Down, Joel Schumacher, 1992), pero si a la ecuación le sumamos algunos problemas familiares, podemos entender aquel cabreo del inexpresivo Michael Douglas que hizo temblar las calles de Los Ángeles. Algo parecido a lo que debió de sentir Catherine Deneuve cuando su hermana la dejó abandonada en su piso de París en Repulsión (Roman Polanski, 1965) para irse de vacaciones durante una semana con su novio. Aunque claro, si resultaran ser como las de Cuchillo en el agua (Knife in the Water, Roman Polanski, 1962), con todas sus crisis y pruebas existenciales, puede que el mejor plan para el asueto sea quedarse en casa una Noche de verano en la ciudad (Nuit d’ete en ville, 1990). Interesante trabajo del hoy olvidado Michel Deville, donde la aventura de una noche se convierte en un tour de force por olvidar todos aquellos recuerdos infantiles y adolescentes que obstaculizan una realización vital plena.

Afortunadamente siempre habrá a quien el calor le resulte una experiencia enriquecedora. Y no pienso en las mujeres “coraje” de Verano en Berlín (Sommer vorm Balkon, Andreas Dresen, 2005), ni en las aproximaciones irónicas a la casa como metáfora de la inmunitas vital de Hundstage (Ulrich Seidl, 2001) o Home (Ursula Meier, 2008). Tampoco en Un banco en el parque (Agustí Vila, 1999), donde el nacimiento del amor estival deviene en rutina autoconsciente, aunque sea por méritos propios la película española más graciosa de los últimos años. Más bien en el cine del director vietnamita Anh Tran Hung que, mucho antes de la aparición en el mercado festivalero de Apichatpong Weerasethakul, ya celebraba los ronquidos que provocaban sus películas y animaba al respetable a que cultivara el gusto por la siesta como elogio y reconocimiento a la sensualidad pura de sus imágenes. En Pleno verano (A la verticale de l’été, 2000) la época estival aparece como un tiempo de metamorfosis del individuo. De un escritor que, en el período de tiempo (un verano) que separa la conmemoración de la muerte de su madre de la defunción de su padre, encontrará el horizonte de su vida a partir de lo que falta en las vidas (y dificultades) de cada una de sus tres hermanas. Sin embargo, lo que pervive en mi memoria con más fuerza es la espléndida escena con la que arranca el metraje. El escritor y su hermana pequeña se desperezan por la mañana con el sonido de Pale Blue Eyes de The Velvet Underground. Hacia el final, la escena se repite con unas ligeras variaciones entre las que se encuentra un Lou Reed en solitario y su Coney Island Baby.

El padre del rock alternativo como indicador de cambios invisibles ha vuelto a ser utilizado por Greg Mottola en su Adventureland (2009), donde Jesse Eisenberg interpreta a un looser adolescente estadounidense que pasa su verano trabajando en un parque de atracciones para ahorrar el dinero necesario con que poder pagarse su primer año de universidad lejos de sus padres. Si en el comienzo del metraje suena el mismo tema de The Velvet Underground, cuando el chaval “cae de maduro” lo hace Satellite of Love. ¿La evolución que marca la música de forma subliminal habrá propiciado que el imberbe actor haya recogido esa función metaindicativa? Parece prolongarse su anterior personaje en Bienvenidos a Zombieland (Zombieland, Ruben Fleischer, 2009), donde interpreta a otro adolescente en su primer año de universidad que trata de volver a casa desde la otra punta de unos Estados Unidos devastado por los zombis. Si en la primera, el parque de atracciones es el espacio de la experimentación imprescindible para dar el paso definitivo a la edad adulta; en la segunda será el punto final a un viaje concebido en clave de western donde el “grupo salvaje” nacido en la carretera aparece como ejemplo y alegato de un nuevo tipo de familia diferente del enfoque y organización tradicional y tradicionalista. ¿EE.UU. levanta el puño? Si además pienso en ese canto a la emancipación de la mirada paternalista que es La carretera (The Road, John Hillcoat, 2009), puedo afirmarlo tranquilamente; algo bastante lógico a tenor de la enorme cantidad de regresos al hogar que pueblan las representaciones europeas y asiáticas de los últimos años y, además, con el verano -de Still Walking (Hirokazu Kore-eda, 2008) a Tres días con la familia (Tres dies amb la família, Mar Coll, 2009)- como tiempo donde un inocente reencuentro viene a completar un contexto global donde podemos presenciar una inversión de roles y valores.


Navidades en julio o en agosto

O viceversa. Porque no pienso en los filmes de Preston Sturges o Hur Jin-ho que dan título a este apartado y sus dos bromazos (de los compañeros de oficina en la primera, del destino en la segunda) que precipitan el adelanto de fechas tan señaladas, sino más bien en todos los recuerdos ubicados en el hemisferio sur que me hacen pensar en un gélido mes de agosto a la manera de Liverpool (Lisandro Alonso, 2008). Así que reformulo el eslogan y comienzo a pensar en “aquel querido mes de enero” y me doy cuenta de que casi exclusivamente estará dedicado al país del río de la plata por habernos regalado algunos de los trabajos más sugerentes de la pasada década noughties.

No consigo recordar claramente los momentos veraniegos de su “mujer con cabeza” más alabada, así que acudo directamente a Celina Murga por ser la más conocida de entre los cineastas desconocidos y porque sus dos trabajos hasta la fecha son todo un elogio del periodo estival. En Ana y los otros (2003) la protagonista regresa al lugar donde pasó su infancia a propósito de una herencia y en él comienzan a aparecer todos los fantasmas de una adolescencia no superada. De un tiempo todavía abierto que se muestra como causa de una identidad solitaria, escindida de lo que realmente fue y que, al final, parece decidida a ponerse en marcha hacia su reencuentro en el lugar y la estación donde fue abandonada. En Encarnación (Anahí Berneri, 2007) late esta misma preocupación en el cuerpo de una actriz “Serie B” entrada en años. ¿Quién soy yo después de haber sido? Ante la imposibilidad de encontrar una respuesta satisfactoria, las carnes se convierten en objeto del que se obtiene un sucedáneo: cuidarlo y broncearlo tomando el sol en una piscina que ofrece con sus miradas lo que sería imposible encontrar de otra manera; algo parecido a lo que intentó Burt Lancaster en El nadador (The Swimmer, Frank Perry, 1969), viajando por todas las piscinas de un condado para reencontrarse con algunos fragmentos de su pasado.

De la cuestión identitaria no quedan exentos los más pequeños. En una semana solos (2007) Celina Murga volvía a ponerse detrás de la cámara para demostrarnos cómo unos niños abandonados (de forma vigilada) por sus padres en una urbanización de lujo tratan de descubrir quiénes son renunciando a un camino autoafirmativo en detrimento de una simulación del mundo adulto, una concepción diametralmente opuesta a los protagonistas preadolescentes de Glue (Alexis Pareira Dos Santos, 2006) que, a pesar de habitar un lugar perdido en medio de la nada y de que sus padres tampoco ejercen como tales, experimentan con el camino siempre interesante de las drogas, la música y el nihilismo corporal para venir a confirmarnos finalmente que no fuimos los únicos que a esa edad nos compramos una guitarra para ligar.

Pero entre tanta duda existencial veraniega siempre se agradece su regateo en filmes como Balnearios (2002). Se trata de la primera “historia extraordinaria” de Mariano Llinás a partir de sus recuerdos de niño, que nunca cae en esa terrible nostalgia cultivada en Las playas de Agnès (Les plages d’Agnès, Agnès Varda, 2008), y que describe minuciosamente, a partir de esa narración expandida y pormenorizada que después resultó tan llamativa en Historias Extraordinarias (2008), todos los usos, costumbres y gentes característicos de esos lugares que nosotros conocemos como “de veraneo”.

El verano propiamemente dicho

Sobre qué es lo más típico y mejor del verano no hay lugar a dudas: Las vacaciones de señor Hulot (Les vacances de M. Hulot, Jacques Tati, 1953). Sí, pero el tiempo de asueto no siempre se adecua a su idealización y puede llegar a ser tan duro como doloroso, sobre todo si sus recuerdos sublimados acaban por poseernos como las imágenes de “muchachas en flor” en una playa que atormentan al protagonista de La cautiva (La captive, Chantal Akerman, 2000). O si una mujer desconocida te narra minuciosamente todos sus problemas conyugales como en Baxter, Vera Baxter (Marguerite Duras, 1977). Claro que todo puede acabar siendo tan duro como un plano fijo de Five (Abbas Kiarostami, 2003), aunque en el fondo no deje de ser una Escena junto al mar (A Scene at the Sea, 1995), pero de otra manera que la de Takeshi Kitano. Este último, obsesionado con la playa como territorio de reencuentro con uno mismo, me hace recordar películas como The Endless Summer (Bruce Brown, 1966), el tan desconocido como asombroso subgénero surf y su capacidad para mezclar sugerentemente la mejor música rock instrumental y los ligoteos propios del verano.

Aunque pensándolo bien, se me ocurre que el verano aún puede ser más duro si compartir toalla y sombrilla con tu pareja frente al mar llega a provocar una crisis. En ese caso las autoridades sanitarias deberían advertir de que mirar fijamente al mar puede resultar perjudicial para la salud por su capacidad para devolver las imágenes del aburrimiento compartido. O, por lo menos, eso daba a entender la pareja protagonista de Los climas (Iklimler, Nuri Bilge Ceylan, 2006) al comienzo del metraje. Claro que estas cosas también pasan en el desierto de Twentynine Palms (Bruno Dumont, 2003), Solo que el director francés va más allá de la mera veneración formal a la modernidad y plantea una cuestión fundamental: ¿Cómo puede funcionar una pareja si ninguno de los dos miembros puede desempeñar el rol impuesto por su género? Entre nosotros (Alle Anderen, Maren Ade) da la respuesta: asumiendo el desencuentro. La novedad de la última propuesta de la Escuela de Berlín (2) aparece apostando por un nuevo teatro de pareja donde la escenificación de sentimientos en guerra logra deshacer todas aquellas imágenes impuestas por el imaginario de lo social y amoroso.

Si has leído hasta aquí y en tu tiempo libre pedaleas, estarás clamando al cielo porque considerarás que no hay nada más duro que practicar el ciclismo bajo un sol de justicia. Aunque dudo mucho de que algún ciclista de los que acaban el Tour de Francia lograra terminar el tour de Sombre (1999) de Philippe Grandrieux. En ella, tanto los cuerpos de sus personajes protagonistas como los de los corredores de la carrera ciclista más prestigiosa, permanecen enfrentados en un curioso juego de espejos para explicarnos cómo las imágenes comenzaban a devenir en pura “potencia” de movilización de las pasiones hasta su sublimación en ese “acontecimiento” que lleva al cuerpo a alcanzar su propio límite. Y ningún tipo de doping. Como al que recurre el protagonista de La bici de Ghislain Lambert (Le vélo de Ghislain Lambert, Philippe Harel, 2001) para conseguir su sueño de llegar a ser a toda costa un ciclista de reconocido prestigio. El filme parte de ese costumbrismo francés tan reconocible para subvertirlo y dar como resultado una hilarante parodia que, sin duda, Alain Guiraudie ha tenido muy en cuenta en el camino que le ha llevado a convertirse en el director francés de comedias (veraniegas) más en forma con la excelente Le roi de l’évasion (2009).


Aquel querido mes de agosto

No, no he olvidado a Eric Rohmer. Pero creo que todos tenemos presente que sus trabajos veraniegos son el catálogo total de todo lo que puede ocurrir en un verano: desde el amor fugaz que trató de captar Maurice Pialat en el arranque paradisíaco de A nuestros amores (A nos amours, 1983) tamizando cuidadosamente Mes petites amoureuses (Jean Eustache, 1974) hasta el espíritu de la fiesta popular que tan bien ha descrito Albert Serra en Crespià, the film not the village (2003). Tampoco he olvidado a Bergman, en cuyo cine hay mucho verano, pero me provoca bastante miedo, sobre todo una frase que le dice el tío a la chica protagonista de Juegos de verano (Sommarlek, 1950): “Tenemos que vivir en el recuerdo”. Entonces, ¿cómo es posible constituir una memoria si en ella no hay olvido? ¿Cómo olvidar entonces los veranos de Robert Mulligan? Es complicado, así que comienzo a plantearme que quizás me haya equivocado y que no debería de haber intentado petrificar todos mis recuerdos en un “documento”.

¿Pero cómo transmitir entonces lo que se está perdiendo? Y, por fin; llegamos a Aquel querido mes de agosto (Aquele querido mês de agosto, Miguel Gomes, 2008) y en ella encontramos una respuesta que sintoniza con la película de Marc Recha referenciada muchos párrafos antes: no haciendo nada. Concebida como un inaudito y estimulante no-work-in-progress, la propuesta del joven director portugués nos anima a no trabajar sobre la memoria de ningún modo para que circule, para que permanezca viva, para que transmita en su pérdida. La primera parte del filme desvela su propia ficción y escenifica un rodaje en el que la palabra “trabajo” parece estar prohibida. Lo que parece algo tan infantil -y quizás tonto- viene a ser uno de los pilares fundacionales del cine de estos próximos años: la ficción, para seguir funcionando como mecanismo transmisor, debe escenificar su retirada para que aflore toda esa memoria latente en el tiempo presente que se toma como sustrato.

La propuesta pide a gritos su distribución en gran pantalla. Y, aunque hayan pasado dos años desde que transitara por el circuito de festivales, sería una pena que este hito cinematográfico fuera a parar al limbo cinéfilo como muchas de las películas reseñadas en este texto. Su estreno es ya una cuestión puramente humanitaria. Que de consumarse, prometo- si es que sirve de algo- ir a verla tantas veces como días tiene el mes de agosto.

 

(1) En el momento de escribir este texto, acabo de conseguir el que es realmente su último trabajo hasta la fecha, Hahaha (2010). No he encontrado ningún tipo de subtítulos, pero puedo dar fe de que el director coreano no ha faltado a su cita veraniega de cada cuatro años.

(2) A la que le gusta mucho la playa y el veraneo. Pongo como ejemplos iniciáticos los extraordinarios trabajos de Angela Schanelec, Marseille (2004) y Nachmittag (2007).