Las playas de Rohmer

La escena sobre la arena

…que en esta ciudad junto al mar,
cualquier cosa puede pasar…”.
(La Habitación Roja)

 

La forma en que nos relacionamos con los maestros de la historia del cine podría compararse a la que sostiene el amor en una pareja formada por una adolescente y un cuarentón: algo exclusivamente emocional, en la que todo queda reducido a una relación íntima ejercitada alrededor de una gimnasia sentimental que no encuentra solución a su ecuación más allá de la propia relación. Acudir a Rohmer, como a John Ford o Jean Eustache, supone enfrentarse a otro tiempo, a otra edad y a una montaña de prejuicios que deben ser derribados película a película, con un arduo trabajo sobre el que no cabe la influencia de la época desde la que se mira y las modas que la definen. Es decir, solamente se puede acceder a ellos estableciendo un vínculo desde el anacronismo de sus obras.

La monumental obra de Eric Rohmer, al igual que una vertiente del cine francés preocupada por no acabar siendo extranjera de sí misma, está rodeada de una serie de tópicos nacidos de la falsa creencia de que manejar un imaginario común implica su puesta en escena de una manera similar. Colocarla, por ejemplo, en la misma trinchera que la de Garrel u Honoré por dibujar trayectos amorosos en un París icónico, es cometer el mismo error que denominar a Richard Linklater o David Gordon Green cineastas indies por sus tímidos y eventuales acercamientos a un freakismo made in USA fácilmente reconocible.

Superar en Rohmer la etiqueta definida por la preposición de calidad que acompaña al gentilicio de Francia, supone descubrir con sorpresa que los arquetípicos pequeño-burgueses acomodados que hablan de forma muy pedante son en realidad jóvenes independientes, que viajan en transporte público, viven en casas prestadas por sus amigos, exponen puntos de vista sobre la vida mientras pasean por calles, parques, plazas o museos y que, además, pasan o tratan de pasar la mayor parte de su tiempo de vacaciones.

SEGUNDA SORPRESA. Aunque imprescindible, el trabajo no es lo más importante. La realización personal no puede pasar por él. No debe pasar por él. Del mismo modo que tampoco puede materializarse a través de la familia tradicional. Que, de aparecer, solo será un esbozo o estructura puesta en crisis en toda la obra rohmeriana. Para ser revolucionario no hace falta levantar el puño. Basta con hacer la maleta, escoger un anodino lugar de vacaciones cerca de casa y acudir a él con el espíritu de la continua experimentación hacia aquello por lo que realmente merece la pena vivir: el amor, la libertad individual y el desarrollo pleno como persona.

Si utilizara el título de este texto como mcguffin para hacer una pirueta narrativa, debería coger las botas y la mochila para irme hacia la montaña, en vez de a ese lugar que, antes de conocer a Rohmer, era para mí donde Fred Zinnemann se recreaba de forma incomprensible en el pecho de Burt Lancaster obviando los de Deborah Kerr en la escena final del romance más tórrido de la historia del cine. O donde Charlton Heston descubría que los monos habían ganado y que siempre había estado en la Tierra. Sin olvidar tampoco que fue allí donde un tiburón provocó que miles de niños no se volvieran a bañar en el mar. O, de manera más reciente, donde a Takeshi Kitano le gustaba pegarse tiros en la cabeza después de darse largos paseos.

Con Rohmer la playa cobró otra dimensión. Primero un tanto amenazante, al aparecer como un espacio donde podría manifestarse en cualquier momento un pasado que quedó abierto para venir a patentizar el fracaso de una vida sobre la figura de la familia tradicional (Mi noche con Maud, Ma nuit chez Maud, 1969)). Después, para cultivar el gusto por la belleza alrededor de ese “pequeño desastre animal” (citando a Vetusta Morla) llamado Haydée Politoff (La coleccionista, La collectionneuse, 1967)) y sus encontronazos con la razón, el deseo y la confusión de ambos en diferentes esbozos de relaciones de pareja. Para acabar siendo el lugar donde descubrimos aquel maldito rayo verde que nos haría comprender, condenándonos en su revelación, que el azar es lo único que no es fortuito.

Todo muy moral, pero todavía adscrito a un significado simbólico de fin. Rohmer, cineasta defensor del cine como arte del espacio, reformuló el estatuto de la playa en el imaginario del espectador, aprovechando el doblez que presenta todo lugar que supone un límite. Con un ejercicio que podríamos denominar de “ecologismo cinematográfico”, recuperó un espacio cuya utilización mayoritaria le había condenado a cierta degradación cinematográfica, desligándole de su condición de localización para hacerle protagonista total en sus dos películas más playeras: Pauline en la playa (Pauline à la plage, 1983) y Cuento de verano (Conte d’été, 1996).

 

INCISO NÚMERO UNO. A medida que cumplimos años, vamos denostando en mayor medida lo que se conoce como veraneo, a pesar de que nuestras primeras salidas de casa fueron para dirigirnos hacia las playas. Plantar la sombrilla y la toalla en la arena con la familia durante la infancia es una experiencia primigenia inolvidable por su condición iniciática de exploración de lo real en su forma más extrema. Hacerlo con los amigos durante la adolescencia viene a poner fin a una etapa de exploración intuitiva, tras la revelación que supone descubrir el peligro que encierran las curvas del sexo contrario.

Pauline (Amanda Langlet) acudía a su playa con la intención de dar el salto definitivo de la infancia a la adolescencia. Es decir, de ordenar las acciones de su vida alrededor de un ejercicio de exploración, orientado a la construcción de un camino que poder recorrer. Su actitud, de una manera similar a Monsieur Hulot en sus vacaciones, provocaba un terremoto con epicentro en el espacio protagonista, subvirtiendo todas las convicciones y certezas sobre todo aquello referido al amor y al deseo de cada uno de los cinco personajes que la acompañaban en el reparto. El choque de tres temporalidades en grupos de a dos daba como resultado la disolución de las personalidades y sus edades en la forma del amor. Cuando el verano se acabó, Pauline quedó habilitada para recorrer el camino de la madurez, tras asumir la misma mentira que había puesto en crisis.

El desarrollo narrativo de Pauline en la playa avanza sobre los fracasos de cada una de las iteraciones constantes que tienen lugar entre sus personajes. De ellas nacía un deseo incapaz de atravesar la ficción de sí mismos que interpretaban los cuatro personajes adultos. Pero las historias que habían sido escenificadas y que quedaban disponibles como memoria iban a ser utilizadas por Rohmer para redefinir el espacio cinematográfico. Todo lo que había quedado abierto en el espacio escénico iba a colocarse en el pliegue del límite del espacio cinematográfico para invertir su sentido. Donde el fin actuaba como fin, pasaría a hacerlo como principio al acumular todas esas historias que quedaron abiertas.

Catorce años después volveríamos a ver a Amanda Langlet en Cuento de verano interpretando a Margot, una de las tres chicas que ponían en crisis la pasión por la música de Gaspard, joven músico que llegaba a St-Lunaire a buscar la inspiración necesaria para componer sus canciones (de forma oficial) mientras esperaba la llegada de una amiga (de forma secreta). Al igual que Gaspard, las tres chicas con las que formaba un cuadrado amoroso esperaban a que algo o alguien apareciera en sus vidas para darles salida.

El pliegue de sentido puesto en forma en su anterior trabajo playero (con Amanda Langlet como reminiscencia) sustituía la exploración vital por la espera de una revelación. La ingente cantidad de palabras que utilizaban sus protagonistas, todos ellos a punto de saltar a la edad adulta, eran incapaces de explicar ese deseo que en Pauline en la playa era frenado por cada ficción interpretada. La salida a la imposibilidad del verbo es el movimiento. Y los largos paseos de Gaspard con cada una de las chicas por la playa y sus alrededores encontraban el bálsamo del fracaso en la esperanza ofrecida por el propio movimiento.

Para volver a conectar el espacio cinematográfico con el escénico se debe disponer de un mapa que señalice los puntos de acceso entre ambos. Rohmer utilizaba cada trayecto de los cuatro personajes protagonistas de forma topográfica hasta que conseguía obtener una cartografía fidedigna del lugar donde quedó almacenada la memoria abierta. Convertir un espacio en sensible, en el que cada gesto sea capaz de encontrar la significación de la que las palabras son incapaces, supone conectar el cuerpo con un cierto tipo de memoria. El movimiento perpetuo de cada personaje repitiendo los mismos trayectos conseguía hacer chocar la representación con su memoria, de manera que todas las historias que quedaron abiertas regresaban, como un reflujo marino, hasta completar lo que le faltaba al espacio escénico, para volver a ser, en conjunción con el cinematográfico, espacio sensible dentro del imaginario colectivo.

 

INCISO NÚMERO DOS. Os propongo un juego. Colocad las manos con los puños cerrados a media altura y de forma paralela. Ahora levantad el dedo índice de cada mano. Con un movimiento acompasado, moved los dedos de izquierda a derecha y viceversa, entre cinco y diez veces. Cuando completéis las instrucciones, habréis imitado a la perfección el movimiento de los limpiaparabrisas de un coche.

El momento en que tomamos conciencia del paso y el peso del tiempo es sobre el que se produce el tránsito de la infancia a la adolescencia. De este modo, el juego, inherente a la vida, pasa a ser utilizado como analgésico de la perdida. La red de amigos y conocidos sobre la que opera el jugueteo social, devenido en virtual gracias a redes como Facebook, permite detener la caída hacia el abismo de la soledad y la muerte. El imprescindible ligoteo nos hará avanzar dentro de los límites del grupo hasta alcanzar un horizonte vital en el que remplazaremos lo grupal por lo cultural. El coqueteo intelectual, entre libros y exposiciones, nos convertirá finalmente en personas sumamente cultivadas y, por lo tanto, superficiales.

El juego en Rohmer es sinónimo de esa interactividad imprescindible para el desarrollo personal. Cuando aparece, integra a los personajes dentro una misma dirección y movimiento hasta conseguir romper todas las barreras de edad y condición social que les separan. Sin embargo, como todo elemento integrador, a la vez que permite una acción, deniega otra. Ese feliz movimiento en el que caen gustosos sus personajes es el que les impedirá llegar a encontrarse. Como trágicamente les sucede a los limpiaparabrisas que acabamos de imitar.

A diferencia de sus personajes, y para no acabar atrapado en su ficción, Rohmer agudizaba su mirada articulando un cierto tipo de sensibilidad pop(1)que conseguía atrapar de una superficie o de un paisaje considerado como banal o anodino, su belleza escondida. El juego de ficciones y palabras, bien sea por su falta (en los adolescentes) o por su exceso (en los adultos), era observado de una manera meticulosa, semejante a un documental antropológico (de Jean Rouch), hasta que de un gesto en conjunción con el espacio sensible reconstituido se revelaba una belleza tan fugaz como aterradora. (Tiemblo recordando la caricia de Margot a Gaspard antes de su primer beso).

 

FINAL CON MÚSICA DE FONDO. Si no conocéis el tema La noche se vuelve a encender de La Habitación Roja, os invito a que os detengáis unos minutos para escucharlo. En él se describe a la perfección (quizás por estar enfocado desde la misma sensibilidad) esa frontera del alba que buscan todos los personajes de Rohmer, y que son incapaces de encontrar o materializar. En su fugacidad, al igual que en las demás metáforas meteorológicas que atraviesan su obra, reside un misterio todavía por resolver. En ese instante, tan intenso como voluble, por el que merece la pena arriesgar lo imposible, los personajes rohmerianos, con todo a su favor, confunden sus deseos hasta convertir su oportunidad en fracaso. Grandioso en todo caso y que, lejos de ser celebrado como tal, siempre queda abierto a una posibilidad de seguir avanzando en la vida.

Capturar los instantes que pasan para no volver a pasar, regalándonos además algunos de los momentos más bellos del cine (2), solo puede lograrse poseyendo una verdadera ética como cineasta. Es decir, manteniéndose siempre fiel al universo creado desde un tema y estilo propios. En el final de sus dos películas playeras, la cámara permanecía inmóvil en el espacio reconstruido mientras veíamos marchar a sus protagonistas. Haciendo coincidir el pliegue donde la tierra reducida a su mínima expresión es arrastrada irremediablemente por el agua, con el que separa la palabra de los afectos de sus personajes, Rohmer tomaba posición (3) para reafirmarse en el compromiso con una obra extremadamente coherente y continuar proclamando que su trabajo seguía siendo demasiado serio como para ser olvidado. Aunque hubiera llegado el final del verano. Aunque ya haya llegado el final del verano.

 

(1) Esta sensibilidad podría compararse a la que aplicamos todos los espectadores de cine cuando de una tela blanca en la que se proyecta un haz de luz, somos capaces de extraer la belleza de un bocanada de humo exhalada por una mujer perdida en un paisaje industrial desolado o de un hombre gordo que come una nuez mientras se baña en una poza entre montañas.

(2) Casi siempre ligados al cuerpo femenino. ¿Cómo olvidar la rodilla de Clara, el “pecado” de Astrea o la sonrisa de Margot?

(3) Que cabe diferenciar de una toma de partido. Pienso en el final de La belle personne (Christophe Honoré, 2008) cuando la cámara se queda en el barco con Léa Seydoux, huyendo del espacio en el se ha puesto en escena el jugueteo amoroso. Este gesto revela que su director no se toma demasiado en serio la adolescencia y que prefiere tomar partido por el personaje más “cuerdo”.