En tierra hostil

Los días extraños de la guerra

 

El ejército americano en la primera Guerra del Golfo. La comodidad de la base ha sido relevada por un entorno alucinado, un escenario donde queman los pozos de crudo y aparecen caballos cubiertos de petróleo. En esta tierra hostil, el sargento Sykes (Jamie Foxx) dice a Anthony Swofford (Jake Gyllenhaal): “Doy gracias a Dios por cada puto día que paso en el cuerpo. ¡Hurra! ¿Quién más tiene la oportunidad de ver algo así?” Inmediatamente después, un plano general responde a esta frase: sus figuras recortadas sobre un fondo apocalíptico, en el que las llamas han anaranjado el cielo y la destrucción ha poblado la tierra. Un cuadro plástico que resume parte de la apuesta estética de Jarhead, el Infierno espera (Jarhead, Sam Mendes, 2005): trabajar los colores de la imagen para volverla irreal y, así, reflejar el surrealismo del escenario bélico. Cierto esteticismo derivado de la voluntad de “ver algo así” en medio de la guerra.

En tierra hostil (The Hurt Locker, 2008), la última película de Kathryn Bigelow, mantiene muchos puntos en común con el filme de Mendes: la incursión norteamericana en Irak (en este caso la segunda), las adicciones que provoca la guerra y la camaradería que surge entre los militares. El filme trata de un comando especializado en explosivos y centra su atención en el sargento William James (Jeremy Renner), un zapador enganchado a su trabajo, un personaje que necesita descargar adrenalina acercándose a las bombas y desactivándolas. Como muchos otros personajes de Bigelow, es un adicto a las emociones fuertes: la violencia policial en Acero azul (Blue Steel, 1989), el surf y el paracaidismo en Le llaman Bodhi (Point Break, 1991), las imágenes enchufadas al cerebro de Días extraños (Strange Days, 1995) e incluso los simulacros en el submarino de K-19: The Widowmaker (2002). Como el capitán Alexei Vostrikov (Harrison Ford) de esta última, James es un individuo adicto a las situaciones límite de su trabajo, que necesita desactivar explosivos para aislarse de lo que le rodea y tener una sola cosa en la que pensar: en definitiva, para entrar en un submarino mental rebosante de tensión.

Estas situaciones límite se matizan con las escasas pero espléndidas secuencias de intimidad entre los militares: las peleas amistosas, las charlas sobre sus vidas. En una ocasión, James muestra a sus compañeros una caja llena de componentes de bombas que ha desactivado, piezas que resumen su experiencia vital y profesional. Bigelow ya usó un recurso parecido para reflejar la mente de Lenny Nero (Ralph Fiennes) en Días extraños, pues también era en una caja donde él guardaba las cintas de las grabaciones domésticas de tiempos pasados más felices. Y, como hemos visto, el denominador común es la adicción, ya sea a la guerra o a la proyección mental de estos recuerdos, una fuga de la realidad necesaria en ambos casos. De hecho, En tierra hostil empieza con la imagen registrada por un robot usado por los militares para operar a distancia; se trata de un plano que recuerda inevitablemente a las estimulantes cámaras subjetivas del otro filme, aquellas en las que Lenny Nero se metía en el cerebro de unos policías o en el suyo propio de unos años atrás para disfrutar aquello que el mundo verdadero no le daba. Podríamos conjeturar que el manejo de este robot permite a los soldados adentrarse en una realidad alternativa y ficticia, algo así como un videojuego para evadirse de la guerra real. Pero sus imágenes confusas no reaparecerán a lo largo del metraje: Bigelow no precisa de ellas, como tampoco necesita los cuadros plásticos de Jarhead. Y, a pesar de todo, construye un mundo fronterizo con el sueño, una película de cine bélico flirteando con la ciencia ficción. “Ver algo así”, decía el sargento del filme de Mendes.

La diferencia reside en que En tierra hostil no recarga los colores de la imagen, sino que se construye un universo surrealista con la propia experiencia de los militares: la observación de su entorno, lleno de figuras desconocidas que ven de lejos y provocan en ellos un estado paranoico, de miedo radical al “Otro”, un espacio cuya realidad a veces se transmuta en el humo, y luego un combate en el desierto contra individuos casi invisibles. Este retrato de la población iraquí quizás pueda resultar molesto a algunos, pero creemos que es perfectamente coherente con las intenciones de la película: el propósito de Bigelow no es presentar un fresco complejo del conflicto en Irak, sino la visión sesgada que de él tienen estos militares, rodeados por una nebulosa irreal que ni comprenden ni quieren comprender. Por ello deciden aferrarse a las acciones más simples y mecánicas: disparos, vigilancia, desactivación de bombas; y ahí también se impone cierto delirio, pues hay algo de litúrgico cuando el joven se acerca a los explosivos, y algo de mundo fantástico en esta realidad condicionada solo por bombas y conexiones.

Y la película funciona del mismo modo que sus personajes: entremezcla el extrañamiento absoluto ante una realidad desconocida con secuencias de pura acción, pura adrenalina. La exploración distanciada por un lado, la pura narrativa por el otro: como si la concentración que exige manipular una bomba y la tensión que ganamos con ello como espectadores fueran los antídotos para no enfrentarnos a la compleja realidad. Algo que en la transición al epílogo final queda muy claro: el vehículo militar se convierte en un carro de la compra y los niños iraquíes en productos de un supermercado. A parte de una triste contraposición, podemos ver aquí miedos parecidos: James no es capaz de escoger una caja de cereales ante la gran variedad de marcas que se le presentan; tampoco pretende adentrarse en los entresijos del conflicto en el que lucha. Donde él sale victorioso es en la desactivación de bombas, en el aislamiento en unas acciones concretas que lo apartan del mundo. Un pulso constante con la muerte cuya resolución nos marca el rótulo final, marca de una nueva rotación de la compañía militar: la vida de James, como una bomba siempre a punto de estallar, es reactivada para batirse hasta el absurdo con sus amados explosivos.