Shutter Island

La adicción

Shutter Island (2010) de Martin Scorsese da la impresión de no ser una gran película. Eso salta a la vista. Sería fácil, tremendamente fácil, atacarla por cualquiera de sus múltiples grietas (sobre todo narrativas) y entrar a matar, destrozarla sin piedad, pero creo que esto sería un error. El trabajo de un crítico, aunque a muchos les parezca extraño, puede residir también en salvar aquello de bueno que hay en un filme, hablar desde el amor al cine en lugar de hacerlo desde el odio y la última obra de este director se muestra perfecta para tal propósito.

Antes de nada sería bueno recurrir a una cita del propio Scorsese para entender cuál ha sido siempre la motivación principal de su cine: “Gran parte de Taxi Driver surge de mi sensación de que el cine es una especie de estado onírico, o como tomar drogas. Y la impresión de pasar de la sala a la luz del día puede ser terrorífica. Yo veo cine todo el tiempo y también me cuesta muchísimo despertarme. Para mí la película es algo así… esa sensación de estar casi despierto” (1).

La sensación de estar casi despierto, aturdido por las drogas; esto es lo que ha prometido desde sus inicios el cine de este autor. Podríamos decir entonces, por continuar con este símil del mundo de los narcóticos, que Scorsese ya no es el “pequeño camello” de Little Italy que trapicheaba con sustancias prohibidas, escondido en oscuros callejones. Después de experimentar con todo tipo de compuestos (derivados de la modernidad, tanto europea como americana) para hallar la fórmula perfecta, la más adictiva de todas, desde hace ya varios años el neoyorquino ha descubierto que no le hace falta la clandestinidad. Como Michael Corleone, ha llegado a la conclusión de que es más fácil trabajar dentro de los márgenes de la legalidad (el cine comercial) para conseguir sus objetivos, es decir, drogas legales, aceptadas socialmente y que, sin embargo, son de gran potencia, como la presente Shutter Island.

 

Nuevas formas, conocidas sensaciones

Desde siempre Scorsese ha querido tener un puesto relevante dentro de Hollywood. En los setenta, como a buena parte de los de su generación, se le escapó de entre los dedos. Por eso ahora, tras haber obtenido el más alto reconocimiento de la industria -el Oscar por Infiltrados (The Departed, 2006)-, el director decidió jugar sobre seguro y vuelve a la ficción para adaptar la obra de uno de los escritores más consagrados del momento dentro del ámbito audiovisual, Dennis Lehane.

El director italoamericano ha trabajado prácticamente siempre a partir de textos ajenos, es cierto, pero en este caso tanto la trama como la ubicación resultan especialmente extraños dentro de su filmografía y esto le ha llevado (difícil es saber si de forma consciente o inconsciente) a parapetarse bajo unas formas clásicas consolidadas; las mismas que siempre han sido objeto de su admiración, las mismas que usaba Alfred Hitchcock.

La sombra del genio británico está presente en casi la totalidad del metraje, eso es evidente -ese faro que recuerda al campanario de Vértigo (Vertigo, 1958) o el descenso de Di Caprio por un acantilado muy similar al que realizaba Cary Grant en el Monte Rushmore al final de Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959)-, pero su conexión con esta película es más profunda, existe algo que va más allá de los ecos formales de las imágenes y que afecta a la propia estructura narrativa.

En este momento sería bueno rescatar de nuestra librería (una vez más) aquella maravilla de entrevista que François Truffaut realizó a Alfred Hitchcock en el verano de 1962 y leer con atención el final de la página 59: “Cuando se escribe una película, es indispensable separar claramente los elementos de diálogo y los elementos visuales y, siempre que sea posible, conceder preferencia a lo visual sobre el diálogo. Sea cual sea la elección final […] debe ser la que con mayor eficacia mantenga el interés del público” (2).

Pues bien, aquí esta el quid de la cuestión. Este recurso, que en la obra del realizador de Leytonstone puede apreciarse de forma puntual, se convierte en Shutter Island en el pilar maestro que soporta la mayor parte de su narrativa visual dando como resultado un filme en el que parecen convivir, al igual que en la cabeza de una persona esquizofrénica, dos universos absolutamente paralelos.

El argumento es, como ya hemos dicho, verdaderamente ajeno a Scorsese. Por eso, al principio de todo, nos encontramos con la temida página en blanco (ese barco que sale de la bruma) en la que a grandes rasgos, a modo de esbozo, se va perfilando el carácter de Teddy Daniels, el protagonista. Después, nada más pisar tierra firme, ya empezamos a percibir una cierta disociación entre los elementos narrativos; mientras que Scorsese identifica el terreno mediante el cine (el aspecto agresivo de la isla y la música excesivamente estridente recuerdan al inicio del clásico King Kong de 1933 de Merian C. Cooper y Edgar Wallace), Daniels lo hace a través de sus métodos detectivescos (las alambradas electrificadas). Después, casi de forma paralela al desarrollo de la trama (que poco a poco empieza a resultar cada vez menos interesante), las imágenes empiezan a construir por su cuenta un universo ficcional que, sin apenas filtro, se va desplazando de lo puramente hitchcockiano hasta lo personal -el hombre tatuado que bien podría ser el Max Caddy de El cabo del miedo (Cape Fear, 1991)- pasando por algunos préstamos ajenos -las imágenes proyectadas hacia atrás en los sueños herederas del cine de David Lynch o el parecido más que razonable entre el pirómano Laeddis y la criatura del Frankenstein, de Mary Shelley (Frankenstein, Kenneth Branagh, 1994) interpretada por Robert De Niro-.

Es por eso que, a medida que avanza el metraje y aumenta la confusión de Teddy Daniels, la película empieza a hacerse cada vez más ágil y vibrante alcanzando su cénit precisamente en las secuencias filmadas en los laberintos internos del sanatorio de Ashecliffe en los que, mientras el personaje interpretado por Di Caprio duda y se equivoca, la cámara de Scorsese vuela confiada, moviéndose con total libertad por unos terrenos de sobra conocidos.

Es esta la nueva forma de Scorsese para conseguir recrear las viejas sensaciones características de su obra. La desconexión texto/imagen (que, sin duda, crea un filme bipolar, a veces brillante y a veces mediocre) consigue de cualquier manera hipnotizarnos por completo y hacernos sentir una vez más la necesidad de seguir esperando, haciendo grandes colas frente a la puerta del cine, deseosos de obtener de nuevo nuestra dosis habitual de pura droga americana.

 

 

(1) THOMPSON, David y CHRISTIE, Ian: Martin Scorsese por Martin Scorsese, Alba Editorial, Barcelona, 1999, pág. 87.

(2) TRUFFAUT, François: El cine según Hitchcock, Alianza Editorial, Madrid, 2003, pág. 59.