La tierra de Luc Moullet

Una comedia amarga a propósito de una relación acabada

El crítico Claude Chabrol, gracias a una herencia y emulando a Jean Renoir, uno de los artistas más admirados por su generación, pudo realizar sus dos primeros largometrajes, El bello Sergio (Le beau Serge, 1958) y Los primos (Les cousins, 1959), que fueron, sin lugar a dudas, el pistoletazo de salida de la Nouvelle Vague y, con la perspectiva que otorga el tiempo, uno de los movimientos fílmicos más importantes de toda la historia del cinematógrafo.

Antes, sin embargo, partiendo de inquietudes y planteamientos similares, cineastas como Alexandre Astruc o Agnès Varda ya habían registrado sus primeros largometrajes. Mientras los famosos enfants terribles de Cahiers du Cinéma vivían sus primeras experiencias detrás de las cámaras, filmando diversos cortometrajes, autores como Alain Resnais -generalmente asociado por error a la Nueva Ola, tal vez debido a que su debut en el largo, Hiroshima mon amour (1959) es contemporáneo de las óperas primas de Truffaut o Godard- tenían ya un importante prestigio, gracias a filmes tan importantes como Noche y niebla (Nuit et brouillard, 1955).

Pese a las numerosas realizaciones registradas durante esa década, históricamente sigue situándose el comienzo oficial de la Nouvelle Vague en 1959. Durante ese importante año, aparecen películas tan destacadas como Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups, François Truffaut, 1959) o Al final de la escapada (À bout de souffle, Jean-Luc Godard, 1960). Reducido en muchas ocasiones a un puñado de nombres propios (sumándose a los ya citados Truffaut y Godard, encontraríamos a sus compañeros Jacques Rivette o Eric Rohmer), entre 1957 y 1962, más de 97 realizadores pudieron acceder a las cámaras para realizar una película que en muchos casos permanecería como la única obra de su autor. Ignorada, omitida o sencillamente menospreciada, la aportación al movimiento cultural de muchos de estos cineastas es cuanto menos tan importante como la de Godard y compañía. Las filmografías de Pierre Kast, Alain Cavalier, Jean-Daniel Pollet, Marcel Hanoun o Jacques Rozier son un perfecto ejemplo de coherencia fílmica. Sus trabajos son tan libres, sugestivos y personales como los de sus “compañeros estrella”.

Igualmente tampoco debemos olvidar a los directores que firman pocos años después, alrededor de la Nouvelle Vague, sus primeras películas, siguiendo escrupulosamente los postulados del movimiento: como Jean Eustache, quien debuta en 1963 con Du côte du Robinson y que con su magistral La maman et la putain (1973) cierra dolorosa y definitivamente el sueño de los jóvenes franceses, ya clausurado de todas formas, pero mucho más amablemente por Jacques Rivette en la imprescindible Out 1 (1971), todavía hoy uno de sus mejores trabajos.

A principios de los sesenta, mientras Resnais pone todo el mundo del cine patas arriba con el estreno de El año pasado en Marienbad (L´année dernière a Marienbad, 1961) -comenzando un debate que ya dura cincuenta años sobre si el cine moderno da comienzo con este filme o, por el contrario, si es Rossellini quien lo inicia al filmar Roma, ciudad abierta (Roma, città aperta 1945)-, todavía jóvenes directores tienen la oportunidad de arrimarse al impulso del mágico “59” y hacer sus películas.


Luc Moullet, un joven cahierista, indiscutiblemente el más precoz de todos (¡con apenas 18 años ya escribía airados textos reivindicando la feroz mirada de Fuller!) filma su delirante cortometraje Un steak trop cuit (1960), al parecer planteado como complemento al estreno del segundo largo de Godard, El soldadito (Le petit soldat, 1963), idea finalmente truncada a causa de la prohibición que cae sobre el filme por sus alusiones a la guerra de Argelia.

Entre los rostros más representativos de la Nueva Ola francesa, encontramos a intérpretes tan carismáticos como Jean-Paul Belmondo, Anna Karina o Jean-Claude Brialy. Pero, sin lugar a dudas, quien mejor representa la mirada de los artistas sigue siendo Jean-Pierre Léaud quien, siendo apenas un niño, se convierte en la sensación de Cannes por su encarnación del pequeño Antoine Doinel en Los cuatrocientos golpes, personaje que luego retomaría en otras cuatro ocasiones. Encontramos el particular físico del actor (figura desgarbada, profunda mirada, nerviosos movimientos y sobre todo el característico flequillo) en los filmes más significativos de Godard y Truffaut.

La importancia del intérprete no se reduce, por supuesto, a la Nouvelle Vague (el final del movimiento se sitúa históricamente hacia finales del 62, cuando el joven Léaud apenas cuenta con 18 años). Con su particular y reconocible forma de abordar sus personajes, es indudablemente una de las presencias más importantes y relevantes de todo el cine moderno. Pocos actores han sabido recrear con tanto acierto y pasión las inquietudes y desesperanzas de toda una generación. No en vano, Tsai Ming-liang lo ha utilizado brillantemente en su reciente Visage (2009), uno de los mejores filmes del pasado año, todavía comercialmente inédito entre nosotros, como pieza fundamental para componer su emotivo canto elegíaco a François Truffaut en particular y a la Nouvelle Vague/el cine moderno en general.


Revisando la filmografía de Jean-Pierre Léaud sorprende encontrarlo trabajando fuera de Francia con algunos de los autores más importantes de los años sesenta y setenta. Así, junto a sus trabajos para Jacques Rivette o Jean Eustache (para quien realiza la que posiblemente sea su interpretación más notable, el dandi postsesentayochista Alexandre de La maman et la putain), descubrimos colaboraciones con directores tan sugestivos como Pier Paolo Pasolini, Glauber Rocha, el primer Carlos Diegues o el polaco trotamundos Jerzy Skolimowski. Sin embargo, al echar un vistazo a los diferentes títulos que componen la obra léaudiana -por otra parte, un perfecto ejemplo de coherencia y riesgo y una de las más homogéneas de toda la historia del cine-, hay uno en concreto, obviando lógicamente los más importantes y/o reconocibles, que nos llama poderosamente la atención al tratarse de un western (!) y al interpretar nuestro hombre al mismísimo Billy el niño, Une aventure de Billy le kid (1971).

Invisible durante mucho tiempo y poco referenciada, la película dirigida por Luc Moullet, contextualizada en la filmografía del protagonista de Masculin féminin: 15 faits précis (Jean-Luc Godard, 1966), abre numerosos interrogantes. ¿Al igual que muchos intérpretes contemporáneos como Lou Castel, Gian Maria Volonté o Jean-Louis Trintignant, Jean-Pierre Léaud participó en un spaghetti western? ¿Una de las más incisivas plumas del Cahiers du Cinéma de entonces dirigiendo, a la manera del Fassbinder de Whity (1971), un spaghetti western? ¿Esta aventura de Billy el niño es tal vez una reinterpretación revolucionaria del mito que pretende continuar la mirada del Godard de Vent d´est (1969)? No, la edición en DVD en Francia de buena parte de la trayectoria de Moullet despeja, por fin, todas las incógnitas.

Une aventure de Billy le kid es un filme extraño, iconoclasta, irónico, pedante, profundamente coyuntural, una reinterpretación hermética y satírica que, por momentos, poco tiene que ver con la leyenda del famoso pistolero del salvaje oeste. Realizada con muy pocos medios y con una evidente influencia de la mirada godardiana, la película es todavía un trabajo de búsqueda para el director, si bien buena parte de sus constantes (el humor absurdo, la reflexión política y el conflicto entre sexos) están ya expuestas con notable acierto como en su anterior realización, la divertida Brigitte et Brigitte (1966), en la que se asoman, entre otros, Sam Fuller o Chabrol.


Luc Moullet es uno de esos particulares autores, al igual que Godard, que con el visionado de uno solo de sus títulos nos dan una idea lo suficientemente aproximada de sus intenciones artístico-morales. Tomemos, por ejemplo, el cortometraje Barres (1984). A simple vista una pequeña broma sobre las diferentes maneras de colarse en el metro, pero profundizando un poco más en sus imágenes nos encontramos frente a una subversiva cinta cargada de reminiscencias al cine mudo, pasando por la modernidad de la mirada de Jacques Tati. En apenas catorce minutos, el cineasta expone lúdicamente sus inquietudes sociales y artísticas, componiendo un trabajo tan anárquico como contundente. Bajo la apariencia de ligera broma al estamento francés, Moullet pone en tela de juicio, sin perder la sonrisa, a sus contemporáneos y a sí mismo, al igual que hará unos años después en su película para televisión Parpaillon (1993), en la que a partir de una intrascendente carrera ciclista elabora, echando una mirada cómplice al patafísico Alfred Jarry, un incisivo retrato de la sociedad francesa, deteniéndose en los conflictos de clase o religión. Resulta inolvidable, por ejemplo, el momento en que, al son de La internacional, Cristo y Marx se enfrentan en un duelo sobre la bicicleta. Ambos trabajos, menores en el conjunto de su trayectoria, cuanto menos discutibles en su construcción en imágenes por la tendencia del realizador a echar mano de maneras ciertamente amateurs, nos ayudan, pese a todo, a situar a la perfección a Luc Moullet en el panorama cinematográfico europeo como una suerte de incorregible puñetero desencantado que no tiene ningún problema en nadar al son de su propia corriente, sin rendir explicaciones a nadie.

Moullet ha sobrevivido al final de la Nouvelle Vague, a la muerte del cine moderno, a la banalización absoluta de la mirada fílmica, a las modas, a las contramodas, a la política, a la profunda estupidez que azota a la sociedad actual. Es un hombre de cine con todas las letras. Crítico sagaz, director consecuente, intérprete de sus propias obras. Pertenece a una generación de artistas, ya prácticamente desaparecida o en decadencia, para quienes el hecho fílmico es una forma de vida y no una manera, más o menos atractiva, de alcanzar notoriedad y dinero.

El cineasta nunca ha realizado una obra maestra. Sus filmes son más bien pequeñas aproximaciones imperfectas en las que es más importante el planteamiento que el resultado. Ninguno de sus trabajos ha supuesto un éxito en su Francia natal, no hablemos por tanto del extranjero o de nuestro país, al que no ha accedido ni una sola de sus imágenes si exceptuamos algún pase en determinados festivales. Es un completo desconocido al que los críticos no prestan ninguna atención o credibilidad, fuera del hecho de suponer una rareza en un panorama cinematográfico últimamente alérgico a la diversidad y/o diferencia. Y precisamente en ese anonimato es donde Luc Moullet parece encontrarse más cómodo y seguro. No necesita los fastos de la gran industria, ni unos medios técnicos desorbitados. Sus películas son por momentos muy primitivas, técnicamente muy descuidadas, cercanas al amateurismo y encuentran en la esencia de la Serie B norteamericana buena parte de la fuerza poética que desprenden.


Hasta el momento, su mejor trabajo continúa siendo Anatomie d´un rapport, codirigida con Antonietta Pizzorno en 1976. Al igual que sucede en la hermosa Les amants réguliers (Philippe Garrel, 2005), la figura del Eustache de La maman et la Putain gravita a lo largo de todo el metraje. Es más, junto con el filme de Garrel parece conformar una emotiva trilogía sobre la generación que vivió el mayo del 68. Así, jóvenes como François (Louis Garrel), cargados de ideales y sueños imposibles, se convertirán, poco tiempo después, en el desencantado Alexandre que, a principios de los setenta, mantenidos por una mujer mayor, pasarán los días filosofando en bares y ligando con todas las chicas que se cruzan en su camino para en definitiva mostrarnos lo jodidamente doloroso que es hacerse mayor.

En esta anatomía de una relación, Moullet parte de la insatisfacción crónica que condiciona la edad adulta. Con un sentido del humor profundamente amargo, el realizador elabora un retrato sin concesiones de un hombre y una mujer, a los que interpretan Christine Hébert, en su única aparición en la gran pantalla, y él mismo. El hombre, cineasta sin éxito, endeudado, cargado de manías adolescentes y un profundo egoísmo, solo es capaz de hablar de sí mismo, de sus películas, de sus necesidades, de sus carencias. Toda la relación está condicionada por su mirada. La mujer casi parece una actriz al servicio de un autor que está componiendo su gran obra. Está insatisfecha con su vida, con sus relaciones, pero aún así trata todavía de encontrar su espacio en una pareja muerta desde ya hace mucho. Brillante disección del mundo de la pareja, las reflexiones que a propósito del sexo, el amor o la amistad hacen los protagonistas son cuanto menos antológicas.

La película, filmada con muy pocos medios y que podría parecernos en ocasiones una grabación amateur, es una espléndida realización muy honesta con sus intenciones y discurso y sobre todo muy autorreflexiva. No estamos frente a la clásica producción europea (francesa o no) sobre una pareja en crisis y los mil y un tópicos al respecto. Moullet y su compañera Pizzorno se interrogan durante todo el tramo final sobre el propio filme, partiendo de sus intenciones iniciales y debatiendo sobre qué será lo que el público perciba de la propuesta, después de cortar abruptamente la narración en el momento del reencuentro, una vez ella regresa de Londres, a la que ha viajado para someterse a un aborto. La voz en off del director, sobre negro, no dudará en afirmar que no está de acuerdo “técnicamente” con los últimos momentos del metraje, en los que se verá discutir a los dos actores sobre su labor. Es esta una hermosa declaración de intenciones por parte de los autores.

La pieza está, en definitiva, por encima de sus responsables, vive y por momentos es más importante que ellos mismos, que deben permanecer en las sombras para que su obra discurra por el camino más certero. Grabada, una vez más, en blanco y negro, con una planificación entre anárquica, deslavazada e inclusive caótica, sigue en cierta forma las intenciones metacinematográficas de Jean-Luc Godard, cuestionándose su propia existencia y lógica. Ahora bien, la irónica amargura de Luc Moullet frente al intelectualismo, no siempre interesante, del autor de Pierrot el loco (Pierrot le fou, 1965) acaba resultando mucho más cercana y emotiva. Los rostros de los intérpretes, los rudos saltos entre las imágenes y la melancolía que destila todo el conjunto, terminan por convertir esta película en uno de los mayores tesoros ocultos de la cinematografía francesa de los últimos cuarenta años.


Junto con Anatomie d´un rapport, el otro gran filme de la obra del cineasta es Les sièges de l´Alcazar (1989). En tan solo cincuenta minutos de metraje, elabora un nostálgico filme, eso sí, cargado de mucha mala leche, en el que recrea sus años de joven crítico cinematográfico y los encendidos enfrentamientos que durante los años cincuenta se daban entre las plumas de Cahiers du Cinéma y Positif, construyendo una divertida historia de amor imposible, a lo Romeo y Julieta, entre un hombre y una mujer que escriben para las irreconciliables publicaciones. Todo un ejercicio de nostalgia y también de lucidez, en el que se recrea con mano maestra un momento en que el cine era mucho más que un entretenimiento. Por otra parte, la reivindicación que el director hace de un autor tan olvidado y despreciado como Vittorio Cottafavi, responsable de memorables títulos como Los cien caballeros (I cento cavalieri, 1964), es cuanto menos tan emocionante como necesaria.

Desde 1960, Luc Moullet ha registrado 35 películas, entre largos, medios y cortometrajes. Ha sido psicodélico, transgresor, emotivo, revolucionario, amargo, incluso romántico, como bien demuestra su adaptación de Henry James, Le fantôme de Longstaff (1996) y, sobre todo, siempre personal y sincero consigo mismo. Es la perfecta demostración, una vez más, de que un artista que tiene más de setenta años, al igual que buena parte de sus contemporáneos, es mucho más irreverente, libre y fiel que cualquiera de los realizadores que ahora mismo están en plena actividad y gozan de los favores de crítica y público. Su último filme hasta la fecha, La terre de la folie (2009), visto en la edición número 42 del Festival de Sitges, podría romper “la maldición Moullet” con las distribuidoras nacionales, pero teniendo en cuenta que los últimos títulos de autores como Resnais o Rivette, Les herbes folles (2009) y 36 vues du pic Saint Loup (2009), continúan sin fecha de estreno, no parece probable que la última película de un desconocido, sin excesivo prestigio y, por si fuera poco, sin ningún éxito en su país de origen, vaya a cruzar unas fronteras que parecen cada vez más férreas. La historia de siempre, vaya…