Visage

Fantasmas de cera

 

“[Esto] es como un museo de cera con el pulso acelerado”, le espeta Vincent Vega a Mia Wallace en uno de los instantes más reveladores de Pulp Fiction (Quentin Tarantino, 1994). Ambos se encuentran en el Jack Rabbit Slim’s, un trasnochado restaurante ambientado en los cincuenta al que el personaje de John Travolta no le importa ridiculizar. Su comentario no tendría mayor importancia si no fuera porque, en esencia, verbaliza la opinión de cierta posmodernidad respecto a la iconografía del cine clásico. Quizá Tarantino, autor de citas por excelencia, todavía guarde un encomiable respeto por sus maestros, pero no deja de participar en el mismo juego. Al fin y al cabo, convierte el local pop de Pulp Fiction en un cementerio de elefantes reciclados donde Marilyn Monroe no es más que el nombre de una camarera y Douglas Sirk, el de un filete. El contexto de la escena evidencia lo que el espectador avezado ya sabe: el clasicismo ha perdido su aura mítica y tan solo perdura su imaginario. Al revivirlo, pues, un cineasta ya puede tomarse ciertas licencias sin molestar al personal.

Mientras algunos han optado por el guiño cinéfilo (como Tarantino), otros se han decantado por la nostalgia, la parodia o la revisitación. Tanto da. Todos saben (o deberían saberlo) que, desde la desesperada mirada a cámara de Norma Desmond en El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, Billy Wilder, 1950), ya no hay resurrección posible. Aquel día un modelo murió y, aunque nos duela, hoy sabemos que el que tomó su relevo entonces está también en fase terminal. O, al menos, eso nos advierte Visage (Tsai Ming-liang, 2009).

El paciente enfermo, claro está, es la modernidad cinematográfica. Puede que los ecos de la Nouvelle Vague y el resto de “nuevos cines” alcancen a toda una serie de admirables filmes recientes –El vuelo del globo rojo (Le voyage du ballon rouge, Hou Hsiao-Hsien, 2007), Yuki & Nina (Nobuhiro Suwa y Hippolyte Girardot, 2009), Les amants réguliers (Philippe Garrel, 2004)-, pero los síntomas de agotamiento parecen evidentes. No solo por la progresiva defunción de los maestros (de Ingmar Bergman a Eric Rohmer) sino, sobre todo, por la carencia de discípulos fiables que nos permitan seguir articulando “un gran relato” sobre la Historia del Cine. Bien es cierto que aún se alumbran algunas obras (como las anteriormente citadas) que nos ayudan a seguir “creyendo” en todo aquello, pero convendría plantearse hasta qué punto los críticos (y todos los espectadores especializados) debemos seguir a tientas el hilo de la modernidad y recluirnos en las enseñanzas de una serie de referentes que, aun siendo muy valiosos, no tienen por qué ser intocables. Tsai, hasta ahora fiel seguidor de esta reverenciada tradición, se ha atrevido a dar un paso adelante en Visage. Un filme que, en su notoria imperfección, no es solo el esperado homenaje del cineasta a sus “padres espirituales” (François Truffaut y Jean Pierre Léaud) sino, sobre todo, un perplejo cuestionamiento a todo lo que estos representan en la actualidad.

Años ha, en Irma Vep (1996), otra película protagonizada inequívocamente por Léaud, Olivier Assayas ya nos había advertido lúcidamente de la crisis de la modernidad europea. Allí, pese a palparse el desastre, aún se hallaba una solución transitoria (nunca satisfactoria) en el talento procedente de Asia (representado por el cuerpo de Maggie Cheung) que tanto se ha exprimido en las dos últimas décadas con autores afrancesados como Suwa, Hou o Hong Sang-soo. Aquí, en Visage, ya no hay, sin embargo, escapatoria posible. La agonía es inminente y el cineasta malayo nos descubre (hasta el punto de incomodarnos) las ruinas del personaje de Antoine Doinel (1), un individuo desencajado y al borde del ridículo, un icono en disolución que no parece ser capaz (al igual que la tradición a la que pertenece) de encontrar su lugar en el mundo. Sabemos, por sus declaraciones y por guiños tan bellos como los de What time is it there? (Ni na bian ji dian, 2001), que Tsai adora a Léaud, pero ello no le impide filmarlo sin tapujos: “mostrando su envejecimiento, su carácter obsoleto. Tal como es él hoy, como lo haría Truffaut” (2).

Por ello, la escena más esperada del filme -aquella en la que Lee Kang-sheng (el discípulo oriental) se encuentra con Léaud (el maestro occidental)- carece del componente catártico y es más bien la muestra de un diálogo imposible donde solo perdura una cinefilia añorada pero compartida -los nombres de grandes cineastas que ambos balbucean frente a un pájaro caído. Para más inri, el escenario de la confluencia es un cementerio en el que parece habitar Doinel, un fantasma que recorre varios de los instantes reveladores de la película. Y, muy especialmente, el plano más bello de esta, aquel en el que conviven, en un preciso encuadre filtrado por una pecera, una desesperada Fanny Ardant, el espectro de la madre de Tsai, el de su padre (reencarnado en un pez), el de Truffaut (en una fotografía) y el de Léaud corriendo por la playa de Los cuatrocientos golpes (Les quatre cent coups, 1959) en un acto de rebeldía juvenil que ya nunca volverá (3).

La nostalgia no es, sin embargo, el sustantivo que mejor define Visage. Un filme que, aun subrayando sus deudas formales, transmite más bien un profundo desencanto al lograr que se tambaleen los cimientos del cine de autor francés que tanto hemos amado. Y lo hace tanto desde la excentricidad como a través de los cuerpos de sus actores (no solo Ardant y Léaud, sino también Jeanne Moreau o Nathalie Baye), que pierden toda significación precedente y se transforman en figuras de un decorado (con múltiples estancias-planos fijos) orquestado por Tsai. Un cineasta que, pese a recurrir en varias ocasiones a su jugoso universo simbólico (4), se acerca aquí con éxito al campo de la “instalación audiovisual” al acentuar la condición museística de su filme (5) y romper con la precisión métrica de su obra anterior. Un atrevimiento que molestará a algunos cinéfilos y que le lleva a cometer un par de excesos sonrojantes, pero que, a su vez, le permite atrapar a los fantasmas de la modernidad en un habitáculo de espejos que diluye identidades, en un limbo autocomplaciente donde todos estos iconos, todos estos reflejos, corren el riesgo de ser embalsamados. De convertirse, en definitiva, en piezas inertes del Louvre. Mal que nos pese.

 

(1) Me refiero, claro, al protagonista de Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups, François Truffaut, 1959), interpretado aquí por el mismo actor, Jean-Pierre Léaud.

(2) Tsai considera que el citado actor francés “es como un ídolo, un dios” y al filmar a su musa, Lee Kang-sheng, ha seguido el mismo patrón de Truffaut con Léaud. Se pueden leer más declaraciones al respecto en esta traducción (al inglés) del diario de rodaje de Visage.

(3) Cuando me refiero al “padre” y a la “madre” de Tsai lo hago en sentido figurado. Se trata, más bien, de los intérpretes que han asumido ese rol en las ficciones del director malayo, ejerciendo de progenitores del álter ego de este, Lee Kang-sheng. Para más detalle, What time is it there? estaba dedicada al padre de Tsai y Visage lo está a su madre.

(4) No aparecen sus célebres sandías, pero sí el agua descontrolada, la cinta aislante, los pasillos interminables y los rostros llorosos, además de un número musical y varios gags propios del slapstick (ese personaje que sale de debajo de la mesa, ese ciervo que escapa del plano).

(5) Se trata de una producción filmada en el Louvre y su único largometraje con financiación esencialmente francesa.