Between the Devil and the Wide Blue Sea

Electronic Body Movie


Uno de los vicios en que incurrimos quienes ya llevamos un tiempo practicando el noble ejercicio de la crítica es terminar queriendo leer entre las líneas de cualquier ítem que caiga en nuestras manos, por vulgar que sea su naturaleza. Lo que vulgarmente se conoce como “buscarle tres pies al gato”. Por un lado, aventurarse a hacer interpretaciones poco ortodoxas es un riesgo necesario para evitar los puntos de vista totalitarios y arrojar luz sobre material que antes se ha pasado por alto. También nos plantea una interesante cuestión acerca de los principios de autoría ya que ¿hasta qué punto es responsable un creador de los significados que se pueden extraer de su obra? ¿Debemos limitarnos a dejar constancia de su voluntad expresa o, por el contrario, nuestra responsabilidad es liberar el texto de ese yugo y ponerlo en relación con otros sujetos e ideas? ¿El gesto de poner en paralelo Una cuestión personal (1964) y Cabeza borradora (Eraserhead, 1976) debería estar sujeto al hecho de que David Lynch pudiera o no conocer la novela del Nobel Kenzaburo Oé? ¿Dónde termina la libre asociación de ideas y empieza el desvarío?

 Todas estas preguntas me vinieron a la cabeza tras el desconcertante visionado de Between the Devil and the Wide Blue Sea (Romuald Karmakar, 2005). Tras darle muchas vueltas al asunto, empiezo a pensar que la exegesis crítica que lo sitúa como uno de los documentales punteros de la última década tiene más relación con lo que algunos han querido ver en ella que con la enjundia real del filme (huelga decir que esto es una apreciación subjetiva, no una Verdad). Así que me temo que esta crítica quedará como una réplica rancia y aguafiestas al torrente de buenas palabras que ya habrán oído -leído- en boca de distintos compañeros. Solo me queda instarles a que busquen, comparen y juzguen por ustedes mismos.

 Con esta película Romuald Karmakar buscó adentrarse en las distintas manifestaciones de la escena electrónica germana, grabando -tanto en Alemania como en otras partes de Europa- el directo de proyectos tan dispares entre ellos como Tarwater, Xlover o Fixmer/McCarthy (1). Para ello el director renunció a cualquier atisbo de narración para dejarse guiar por la vibración del sonido: no esperen encontrar aquí entrevistas o introducciones de ningún tipo, el “factor humano” queda reducido a la sintonía entre público y artista (2). Por no haber no hay apenas atisbo de montaje, ya que el filme se compone de largas tomas cuya duración varía en función del minutaje del tema que se esté interpretando en cada momento, con un plano estático para los momentos más paisajísticos y la cámara en mano para seguir las evoluciones de los grupos más físicos. Este planteamiento formal, alternando remansos de paz y subidas de bpm, podría recordar hasta cierto punto a la estructura lógica de una sesión de DJ -que no deja de ser una forma de contar una historia-. La clave aquí la encontramos en el verbo “podría”, puesto que ninguna de las ¿decisiones? de ¿puesta en escena? que toma el director cristalizan en un “algo” concreto.

John Ford solía decir que “hay mil maneras de colocar una cámara, pero solo una es la correcta”, algo que Karmakar parece no tener muy en cuenta una vez visto lo aleatorio de la mayoría de planos que conforman su largometraje. Tan solo en una de las intervenciones de Alter Ego, donde coloca la cámara justo por encima de las cabezas de los músicos para así enfocar la palpitante masa humana bajo sus pies, encontramos algo remotamente parecido a una intención expresiva. Las secuencias protagonizadas por frontmen cañeros son más llamativas, obviamente, pero la escasa pericia de Karmakar para hacer el seguimiento de los personajes no da para muchas alegrías ¿”Fisicidad”, dicen? Pongan cualquiera de sus erráticas idas y venidas por el escenario al lado de la cámara con que Jem Cohen se pega a la piel de The Ex en Building a Broken Mousetrap (2007): la distancia es insalvable.

Dado que, por sí solas, las imágenes de Karmakar resultan insuficientes para construir un discurso quizás habría sido mejor -o más sensato- dar voz a las partes implicadas: a los artistas, al público. También se echa de menos la figura de un cicerone que nos acompañe en este recorrido, un poco a la manera de Alexander Hacke en Cruzando el puente (Crossing the Bridge: The Sounds of Estambul, Fatih Akin, 2005). ¿Más convencional? Claro, pero también potencialmente más revelador.

Me cuentan que en su más reciente documental musical, Villalobos (2009), dedicado a la figura del chileno Ricardo Villalobos, Karmakar permite que en el filme se introduzcan declaraciones de su protagonista y escenas que lo muestran trabajando en estudio (3). Una opción que, sin duda, resulta más elocuente para adentrarse en el proceso creativo, para captar la esencia de un sonido. A lo mejor todo lo que echo en falta en Between the Devil and the Wide Blue Sea se debe a un malentendido, a una cuestión de mera terminología. Nos hemos empeñado en referirnos a esta película como “documental” cuando en realidad se trata más bien de un documento, y es ahí donde reside su valía. Ahora nos falta perspectiva, pero dentro de unos años esto quedará como un testimonio de primera mano de algo que sucedió en un momento concreto (4). Aunque, a diferencia de lo que ocurre en Minor Threat (1983), el filme de Dan Graham que registra un concierto de la legendaria banda hardcore (5), siempre nos quedará la duda de si esta es la forma más adecuada de poner en imágenes la electrónica. Me atrevería a decir que no y que esta música todavía no tiene quien la filme, a la espera de esa gran película que haga justicia a su amplísimo abanico de posibilidades más allá del tópico hedonista/aislacionista, por más que la vía tanteada por Hugo Vieira da Silva en Body Rice (2006) diese resultados estimables, por quedar libre de moralina y tener la precisa sintonía generacional.

Between the Devil and the Wide Blue Sea se lo juega todo a una carta y termina en pelota picada, ya que a esta apuesta de mínimos le falta la concreción de, por ejemplo, un Ben Russell. Acudan a su, este sí, hipnótico cortometraje Black and White Trypp Number 3, sobre el público que asiste a un concierto de Lightning Bolt o al tesón de Pedro Costa en cualquiera de sus documentales y, concretamente, en la recientemente estrenada por estos lares Ne change rien (2009). De hecho, el filme de Karmakar no está muy lejos de cualquiera de las grabaciones amateur que pueblan YouTube, con mejor sonido pero igual de fútil en su intento de dejar una marca con la inscripción “yo estuve allí” (y con el agravante, en el caso que nos ocupa, de pretender crear una experiencia de inmersión). En cualquier caso, si lo que quieren es acercarse a la electrónica, un servidor les recomienda acercarse a trabajos con más oficio que veleidades como la revista especializada (y audiovisual) Slices o los DVD Live! In Tune and On Time (2004) y Exhibitionist (2004), que dan fe de las bondades a los platos de, respectivamente, DJ Shadow y Jeff Mills. No los pondrán en festivales, pero resultan bastante más instructivos.

(1) Estos últimos, autores del disco que da -poético- título al filme.
(2) Inteligente jugada, eso sí, ya que apuesta por el rostro de los músicos dentro de un marco que tradicionalmente se ha asociado al anonimato o, en cualquier caso, al antiestrellato.
(3) Para más información, véase este texto de Manuel Yáñez sobre Villalobos.
(4) Cabe lamentar, eso sí, que Karmakar dé cancha a propuestas musicales tan anecdóticas como la de Cobra Killer. En defensa del filme diremos que eso es algo que suele ocurrir con estos materiales conjugados en presente.
(5) Filme que fue incluido en una sesión de la pasada temporada del Xcèntric y provocó el desconcierto y subsiguiente deserción de buena parte del respetable.