Una relectura de ‘Retrato de una mujer en llamas’

Los sentimientos profundos no son efímeros
Héloïse


Los clásicos son inagotables

Durante el mes de marzo, la cineasta francesa Céline Sciamma estuvo en Barcelona, donde fue galardonada en el marco del D’A 2023. Allí impartió una clase maestra, participó en un coloquio junto a la directora Carla Simón y estuvo en una charla para estudiantes. Pese a que su trayectoria es todavía breve, podemos considerarla una de las voces más singulares y virtuosas del cine europeo contemporáneo. En este artículo volveremos sobre una de sus películas más reconocidas, Retrato de una mujer en llamas (Portrait de la jeune fille en feu, 2019), sobre la que proponemos una nueva visión cuatro años después de su estreno. 

Retrato de Céline Sciamma tomado por Óscar Fernández Orengo en el D’A

¿Qué caracteriza a un clásico? ¿Por qué tiene un carácter perdurable? Argumenta Italo Calvino, en su libro Por qué leer los clásicos, que los clásicos son aquellos que cuanto más uno cree conocerlos de oídas, más nuevos, inesperados e inéditos resultan al leerlos de verdad. En ese sentido, una de las constantes más repetidas en la crítica y el pensamiento cinematográficos es la de tildar a grandes estrenos de “clásicos instantáneos”, lo cual no tiene por qué denotar en absoluto una actitud oportunista o inmediatista. Retrato de una mujer en llamas no es, a efectos de la producción, una película grande, pero sí es una gran película, dada la ingente cantidad de temáticas e ideas que condensa. Cuando un espectador regresa a ella, la impresión no difiere tanto de la primera experiencia, en lo que a efectos emocionales respecta. Bien cierto es que el impacto primerizo que una película virtuosa puede invocar es una sensación insustituible e inefable. En esa dirección, hay muchos films que caducan con un único visionado, que no se prestan a una segunda oportunidad porque no contienen misterios a descifrar. Lo más hermoso de las imágenes cinematográficas, que la propia Sciamma definió en una de sus charlas en el D’A como aquellas que poseen “una capacidad inequívoca para generar un espacio de intimidad con el espectador”, es que están dotadas de un carácter propio. En consecuencia, se mantienen tal y como fueron concebidas, pero rebotan en la conciencia de cada espectador, dependiendo del momento en el que este las reciba. Sciamma es una cineasta exquisita y ambivalente, pues comunica sus obsesiones al público con la intención de que se las haga suyas, que las complete a través de su imaginario. La directora tiene muy en cuenta, sobre todo con sus dos últimas contribuciones, que las películas que se terminan con la última imagen proyectada, fijada, están condenadas a lo perecedero, pues no les facilitan al espectador ninguna herramienta para que él mismo engendre imágenes que repliquen lo proyectado, desde su subjetividad. La audiencia ha de ser partícipe de lo filmado, y el cineasta, el primer espectador de su obra, para que esta se convierta en una herramienta de diálogo. La condición del cineasta, además, es aquella que le obliga a estar evocando otras imágenes cuando piensa en una sola, pues ha de ser capaz de centrarse en una escena y en toda la película a la vez, es decir, de estar focalizado en varios tiempos. Cuando el resultado de este proceso, intuitivo, emotivo e intelectual a partes iguales, es Retrato de una mujer en llamas, es casi un alivio decir que todavía existen autores inventores, que dialogan con la Historia que les ha precedido, para afrontarla, reinterpretarla y compartirla con los espectadores del presente. 

Decir que esta película ha devenido un estandarte del feminismo contemporáneo sería recalar en un asunto incuestionablemente interesante y fecundo, pero el abanico de lecturas que suscita su (re)visionado rebasan esta particularidad. Su potencial expresivo es mucho más vasto que cualquier frontera teórica que la pretenda abarcar en su conjunto. Por ello, ahondar en la escena de cierre es muy pertinente para comprender el sentido global que gesta la obra, y cuyo vigor no sería tal sin todo lo que se ha sembrado con anterioridad.

Retrato de una mujer en llamas nos cuenta la historia de una pintora del siglo XVIII que desembarca en una isla con un encargo: retratar a la hija de una condesa sin que esta se percate. En su estancia, la artista Marianne observará el comportamiento de su modelo Héloïse, asfixiada por las convenciones y obligada a casarse por conveniencia. No cabe duda de que la película está erguida alrededor del concepto de mirada, con el objetivo de escribir, en dos partes bien diferenciadas, un romance. Lo interesante es que a pesar de que se perfile una clara separación entre una y otra, el film las hace coexistir a modo casi de composición poética y contemplativa. La primera parte se caracteriza por ser una oda a la contención: las dos mujeres entablan un contacto formal que deriva en algunas pinturas sobrias, desprovistas de emoción. Marianne todavía no conoce lo suficiente a su homóloga Héloïse, únicamente en el plano teórico. Esta primera hora es prodigiosamente concisa a la hora de revelar la labor de dibujar un rostro en un soporte, en especial si solo se tiene la imagen mental del mismo. Héloïse todavía desconoce la intención real de Marianne, y esta repara en sus facciones, captando efímeramente la atención de la primera, sobre todo en sus paseos por la playa.

En su segunda hora, la película se entrega a la explosión de este artefacto pasional, sustentado en la avenencia entre el movimiento del dispositivo cinematográfico y cuadro pictórico. El relato termina siendo un recorrido acendrado por la sexualidad femenina, explorada de forma inédita, elegante y candorosa. Todo lo relativo a la dirección artística va encaminado a ser un reflejo fantasmático de las pulsiones que se intentan capturar. El color azulado de los pasillos del lugar o las sábanas blanquecinas del salón son un exquisito apoyo para la atmósfera íntima que se traza, y proporcionan una sensación de lejanía que sin embargo resulta cercana. Así define Walter Benjamin el aura, ese sentido prístino de la originalidad de las obras sumado a su valor de culto, cuando aún no se han reproducido en infinidad de copias y conservan su espíritu originario.

Retrato de una mujer en llamas no únicamente versa sobre el amor lésbico, sino también acerca de la sororidad. El personaje de la criada, nexo de unión entre ambos personajes, es primordial, y nunca es óbice para que las protagonistas puedan materializar sus sentimientos. La película prefiere, muy sabiamente, no derivar en una apología impulsiva de la práctica sexual, y ahonda en la dimensión espiritual de la misma, en su energía impalpable. La ardiente relación de esas dos mujeres entra en comunión con el entorno sin alterar sus condicionantes, y la cámara tampoco las pervierte o las supedita a la voracidad voyeur.  

Detengámonos en la idea de la mirada como depósito del deseo. Hay un instante absolutamente fascinante, en el tránsito entre la primera y la segunda parte, en el que Marianne está pintando a su musa, y la primera, a quien da vida una excelente Noémie Merlant, empieza a describir algunos de sus gestos frecuentes, resultado de un minucioso seguimiento. Sin embargo, Héloïse contraataca, de un modo suave y pícaro, y también enumera algunos de los tics de su compañera y ulterior amante. Ambas están en igualdad de condiciones, en una misma sintonía. La cámara de Sciamma se acerca paulatinamente, como un individuo curioso, pero respetuoso con su privacidad. 

«Retrato de una mujer en llamas»

El mito órfico tiene un peso crucial en la cinta, ya que su historia está articulada alrededor del propio acto de ver, retener y recordar, verbos atravesados por las distintas concepciones de presente y de pasado. La imagen de Héloïse vestida de blanco en la oscuridad, que prefigura en dos ocasiones la última y accidentada mirada de Marianne, es de una brillante lucidez. En el núcleo del film hay incluso una disertación sobre el mito, en la que se insiste sobre la idea de ver como único sistema posible para que fructifique la conexión entre los amantes. 

La puesta en escena, elaborada con una sensibilidad infrecuente, conjuga las pulsiones de los sentidos con la serenidad y la placidez del entorno. Cuestión que da un vuelco con el crescendo último, donde todas las emociones afloran sin vergüenza ni pudor, aunque de forma latente. Ahí emerge el poder incandescente del cine, que mancomuna lo que se percibe directamente y lo insinuado. Sciamma desprovee al romance de lo que le es accesorio y superfluo, de lo que los clichés implican, y se mantiene fiel a su tesis sobre la relevancia y la conservación del deseo. Durante el trayecto, Retrato de una mujer en llamas ha ahondado sutilmente en el eterno duelo de Eros contra Tánatos. El primero está vehiculado a través de la delicadeza sublimada, y el segundo a través de la privación del deseo persistente, oprimido por la sociedad patriarcal y normativa. El plano final, uno de los más intensos que se han filmado en los últimos años, sintetiza esta dialéctica a modo de catarsis interior, en lo que también es un encomiable esfuerzo interpretativo por parte de Adèle Haenel. La sinfonía Verano, de Antonio Vivaldi, penetra en ella, pero no en la pantalla. Hay un fuera de campo que remite semánticamente a todo el relato amoroso precedente, que ve aquí una suerte de clímax metafórico e intangible. Marianne mira por última vez a Héloïse, pero ella no repara en su presencia. Sin embargo, los ojos llorosos del personaje inducen a pensar que Héloïse está recordando la ocasión en la que Marianne tocó el piano para ella.     

«Retrato de una mujer en llamas»

Ese contacto visual no recíproco, acompasado por la excelsa melodía, tematiza las funciones del recuerdo, que no es lo opuesto al olvido, sino su revestimiento, como teoriza Chris Marker en Sin sol (Sans soleil, 1983). La memoria siempre forma parte de nuestro instante presente, en la medida en la que hace volver a la vida cada recuerdo almacenado. Como nos demuestra este desenlace, y haciendo honor a la filosofía borgesiana, en un gesto concreto pueden residir todas las energías previas, concatenadas o sedimentadas. 

Calvino también apunta que un clásico es lo que tiende a relegar a la actualidad a la categoría de ruido de fondo, pero al mismo tiempo no puede prescindir de él. Un clásico instantáneo, como es el caso de esta maravillosa película, es ajena a las tendencias y a las modas compresoras, pero a la vez, nace en el seno de un momento histórico donde el pensamiento feminista está buscando mecanismos para reagruparse. No es baladí, entonces, que el film también devenga un espejo de reconocimiento e identidad. Ante todo, es una experiencia aurática ajena a acercamientos que la condenen a ser una sola cosa, y que se desentiende de los fundamentos exclusivos de cualquier época. Está fuera de cualquier tiempo, y es capaz de remitir al pasado, disertar sobre su presente y dejar brechas abiertas para el futuro. Desde un ademán hasta un plano que nos haga reconsiderar nuestro propio estado anímico. Retrato de una mujer en llamas está anclada aún a nuestro período, pero presumimos que soportará los estragos de los años gracias a la cantidad de films previos que cohabitan invisible y dulcemente en su interior.  

 

© Arnau Martín, abril de 2023

 

Bibliografía 

BENJAMIN, Walter. “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, 1935.  Publicado en BENJAMIN, Walter. Discursos Interrumpidos I, Taurus, Buenos Aires, 1989. [Se puede leer aquí

CALVINO, Italo. Por qué leer los clásicos, 1991. Editorial Siruela, 2015.