Sobre dos planos de ’24 Frames’ y ‘Petite Maman’

En defensa de un cine de lo no visible

 

“Estar atento a lo banal es negar la jerarquía ideal que va desde lo crucial hasta lo anecdótico, siendo éste promulgado por culturas dominantes que nos exilian de nosotros mismos dando paso a una pérdida del sentido y a un declive de la existencia”
Paul Virilio, Estética de la desaparición

 

«24 Frames»

«Petite Maman»

A punto de concluir 24 Frames (2017), la película póstuma del iraní Abbas Kiarostami, nos damos de bruces con esta imagen, acompañada por la melodía celestial Love Never Dies, de Andrew Lloyd Webber. Y cuando Petite Maman (Céline Sciamma, 2021) da el pistoletazo de salida reseguimos un plano secuencia que se vierte en la segunda imagen. ¿Qué tienen ambas en común, más allá de su similitud figurativa o la presencia de dos cuerpos ensimismados? El gesto creativo que genera estas imágenes abre un entramado de caminos que trataremos de describir.

La base sobre la que descansan ambas escenas es una ventana que se proyecta sobre el exterior. A pesar de estar cerrada hace germinar una palpable noción de enclaustramiento, que no de sofoco. El afuera se muestra como un entorno apacible y natural, pero sobre todo en 24 Frames las sombras de los árboles, sumidas en el blanco y negro, pueden acarrear sensaciones intimidantes. En cualquier caso, las dos imágenes dan pie a la construcción atmosférica, no se sustentan en la unidireccionalidad y permiten ser abordadas independientemente de su conjunto. Los dos planos, los dos fragmentos, nos invitan a reflexionar siguiendo a Alain Bergala:

“La única manera de aproximarse al arte es tomar una obra o un fragmento en el que esté todo, con todas las contradicciones. Continúo pensando que el acercamiento al arte tiene que ser un encuentro”. (1)

Más allá del perfecto balance visual entre los elementos del último frame de la película de Kiarostami es posible leer múltiples ejes de significación. De entrada y no menos importante, destaca la presencia de una de las acciones más significativas del período clásico del cine, el beso, que brota a través de un ralentí, como si se reinterpretaran sus códigos enunciativos. La pantalla del ordenador donde sucede es un pilar de la imagen, pues delata un nuevo modelo de consumo donde el individuo deviene el centro, ordena y desordena, pero está anestesiado ante el exceso de lo visual. Mientras tanto, los árboles y la estética grisácea que los abraza metaforizan la modernidad cinematográfica, vertebrada a través de la dimensión fantasmática de lo paisajístico. Podemos tener en mente a figuras como Michelangelo Antonioni, Andréi Tarkovski o incluso Béla Tarr, expertos en imponer una calma intranquila en sus relatos y dejar que cada imagen que componen se abra al infinito y adquiera una trascendencia sin necesidad de seguir un orden causal. ¿Sigue teniendo sentido reivindicar lo clásico, dejarnos fascinar por el esplendor de una imagen que se abre y se cierra sobre sí misma y se conjuga con otras por medio del movimiento? Dependiendo de lo que entendamos por el término clásico, y si existiese la posibilidad de definirlo de una manera dogmática, entonces habría que cuestionarse si la lógica y la causalidad son compatibles con nuestros tiempos líquidos e inciertos.

En esta línea, el frame de Kiarostami se parapeta en otra idea sugestiva. El joven que se encuentra en el centro permanece dormido, no presta atención a lo que le rodea, pues su conexión espiritual con el mundo físico se ha desvanecido. Es presa de la tradición totalizadora de lo virtual, de una miopía autoinducida a la hora de consumir las imágenes que transcurren ante él. Recurramos a Siegfried Kracauer para descubrir que esta es una escena atravesada por su pensamiento. El autor de La redención de la realidad física subraya que el plano fijo nos afecta como una pausa transitoria en medio de un movimiento generalizado.

Las imágenes se multiplican cada día, pero esta desafía los hábitos de nuestra visión actual y halla sustento en su propia naturaleza meditativa. A Kracauer, y citamos textualmente, le motiva que la cámara esté animada por el anhelo de certificar la continuidad de la existencia física, y redimirla a través de la imagen (2). La fijeza del plano testimonia la duración y aprovecha la utopía de una materialidad que no se deja poner en escena, que se escabulle a los datos fácticos de lo real para plasmarla en la pantalla con un blanco y negro que denota imposibilidad. Imposibilidad de que siga latiendo el flujo de la vida, que tal y como afirma el teórico alemán, mana del discurso cinematográfico. 24 Frames marca entonces el misterio del cine y sus intersticios, pero también es un documento gráfico de una época que todavía se está encontrando a sí misma, que navega por un presente eternizado que hace de lo físico un valor fútil. Hay algo de lamento en ella, pero también una brizna de esperanza, aportada sobre todo por la melodía de Webber.

Es intuitivo emparentar estas escenas con nuestros días de confinamiento, la primera por la plasmación de la soledad en una estancia privada y la segunda por escenificar la despedida de un ser querido en una residencia, asunto que con los estragos de la pandemia adquiere una dimensión de más calado emocional. ¿Qué hay entonces en el primer plano secuencia de Petite Maman? O mejor dicho, ¿qué no hay?

Céline Sciamma marca la ausencia de la abuela, incide en lo que queda oculto tras un lugar donde se proyecta una luz espectral, prístina. Es totalmente consciente de que lo observable depende de nuestra subjetividad y que la realidad captada por la cámara es simplemente una porción de su totalidad. Por ende, a través del eje de miradas entre la niña y la madre, el motivo visual de la mujer en la ventana y el resto de ancianas que son filmadas, se nos sugiere semántica e iconográficamente que falta algo, una figura que llena el vacío que marca la muerte. Lo cautivador es que si ese vacío se ocupase, Petite Maman se desprendería de su propósito.

La directora parece seguir las reflexiones de Vladímir Jankélévitch, que asegura que “la muerte es un espectro amorfo e irrevocable que impone una forma a la vida” (3). Así, en la escena nos muestra a su pequeña protagonista despidiéndose de las otras abuelas de la residencia, para terminar llegando a la habitación donde vemos a su madre sentada. A través de la palabra “adiós” y de una cámara que sigue los movimientos de la niña, que se acomoda en la estancia junto al bastón de su abuela, Sciamma le ha dado una forma y un contorno al cine, pero remarca el vacío de su representación, la no necesidad de sus subrayados. El silencio es un ingrediente básico de la puesta en escena, o mejor dicho, la ausencia del sonido. 

El valor de la ausencia, en ambas escenas, se fundamenta en el contacto físico con el otro, al que renunciamos durante la pandemia. Retomando a Bergala, estas escenas se configuran como un encuentro entre el yo y el otro, entre el dentro y el afuera. En una hay un adormecimiento del cuerpo, en la otra una ausencia, pero las ideas brotan en todo momento. Reincidiendo en Kracauer, es determinante lo que anota en relación con las afinidades internas del cine, pues la cámara delimita sin definir y revela que la realidad existe por sí misma, sin forzar o imponer sus significados.    

El arte de las imágenes, en su faceta más fundamental, ejerce de fisura para hurgar en la superficie y hallar alternativas al sentido común. Estas son dos escenas que proyectan significado sobre lo no visible, que es aquello que se resiste a nuestro entendimiento inductivo y busca una guarida tras la banalidad de lo cotidiano. Son imágenes que horadan lo hegemónico, nuestro menú diario audiovisual, e interrogan su certeza hasta el punto de negarla, representando la gran oquedad de lo que en nuestro tiempo queremos seguir definiendo como fascinación. De ahí su magia ambivalente. 

 

© Arnau Martín, agosto de 2022

 

(1) BERGALA, Alain. Compartir los Gestos de Creación. Sharing The Gestures of The Creative Process.  ENTREVISTAS, Cinema Comparat/ive Cinema. Vol II. Núm 5. 2014, 12-17.  
(2) KRACAUER, Siegfried. Teoría del Cine. La Redención de la Realidad Física. Paidós Ibérica, 1989.
(3)JANKÉLÉVITCH, Vladimir. Pensar La Muerte. SL Fondo de Cultura Económica de España, 2006.