Los Siete Transiteros (II)

Soplamos 7 velas con…

 

Retrato de una perezosa (“Portrait d’une Paresseuse”, Chantal Akerman, en Seven Women, Seven Sins, VV.AA., 1986)

 

Ana Aitana Fernández

 

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Sábado por la mañana. Tumbada desde una cama Chantal Akerman anuncia su propósito de hacer una película sobre la pereza. “Para hacer una película hace falta levantarse, como ya he dicho, hace falta vestirse, como ya he dicho. Pero si tú no te has desvestido, no necesitas vestirte”. Así, mientras dibuja una sonrisa en su cara, destapa la colcha que la cubre para revelar que ella ya está vestida. Portrait d’une Paresseuse se integra en la película coral Seven Women, Seven Sins, en la que siete mujeres cineastas (Helke Sander, Bette Gordon, Maxi Cohen, Chantal Akerman, Valie Export, Laurence Gavron y Ulrike Ottinger) interpretan los siete pecados capitales. Aquí la perezosa es la propia Akerman y el objeto de su pecado es retrasar las tareas domésticas. La cineasta belga contrapone su pecado a la práctica impetuosa de Sonia Wieder-Atherton con el violonchelo, a la que el espectador observa desde un plano fijo. Descalza y ajena a la cámara que la espía, la violonchelista se afana en repetir cada nota fallida. Mientras, la melodía arrancada de las cuerdas se desliza entre las imágenes para llegar hasta la habitación de Akerman.

 

La restricción de la rutina frente a la libertad de la música que se resiste a abandonar el espacio cinematográfico. Entre lo evidente y lo que subyace reside una contrariedad: la película que sí se está filmando. Quizá por eso en el único momento en el que las dos mujeres comparten plano, Akerman se cuela en el ensayo de su compañera y se sienta en el suelo a observarla, de espaldas a la cámara, algo ensombrecida. Como si de alguna manera quisiera mostrar esa pasividad de la espera (disfrazada de pereza), que parece oponerse siempre a la urgencia del deseo, como si hiciera suyas esas palabras de Marguerite Duras sobre la imposibilidad de conocer lo que se va a escribir antes de hacerlo. “No valdría la pena”, dice, porque la escritura “llega como el viento, está desnuda, es la tinta, es lo escrito, y pasa como nada pasa en la vida, nada, excepto eso, la vida”. Quizá en el retrato de esa contrariedad reside el pecado capital de una cineasta empeñada en hacer una película, en capturar, de hecho, la vida.

 

© Ana Aitana Fernández, septiembre 2016

 

 

Tras la pista de los asesinos (Seven Men from Now, Budd Boetticher, 1956)

 

Faustino Sánchez

 

[Budd Boetticher y Randolph Scott rodaron 7 películas juntos, todas ellas variaciones de los mismos temas y obsesiones. La primera de esas colaboraciones fue 7 Men from Now.]

 

© Faustino Sánchez, julio 2016

 

 

Siete días de mayo (Seven Days in May, John Frankenheimer, 1964)

 

Guillermo Triguero

 

Siempre me ha llamado la atención que dos actores de perfiles tan similares como Burt Lancaster y Kirk Douglas se prestaran a colaborar juntos en un total de hasta siete filmes. Ambos eran intérpretes atléticos y especialmente capacitados para encarnar personajes fuertes que conquistan la pantalla con su sola presencia, y ambos intentarían conseguir cierta independencia produciendo sus propios proyectos.

¿Cómo encajar en la pantalla a dos colosos como ellos? Hollywood, esa fábrica de sueños que —en su persistente intento por impedir que los espectadores conocieran la prosaica realidad— se empeñaba en extender sus fantasías al mundo real, inventó el mito de que había una fuerte amistad entre ellos. La lucha de egos se convertía en sana rivalidad sazonada por la camaradería entre colegas. Ambos mantuvieron esa versión en entrevistas y en actos públicos, pero aunque la relación entre los dos actores era buena, dicha amistad era más una ficción que una realidad.

No obstante, esa construcción también añadía más dramatismo a la mejor de sus colaboraciones: el thriller político Siete días de mayo (Seven Days in May, 1964) de John Frankenheimer, en el que el General Scott (Burt Lancaster) se propone organizar un golpe de estado contra el presidente y es desenmascarado por su fiel ayudante, el Coronel Casey (Kirk Douglas). Cuando en la tensa escena final Scott y Casey se reencuentran, el diálogo entre ellos debía de ser doblemente dramático para el espectador de la época. Ese diálogo tan amargo que significaba la ruptura y el desencanto entre ambos personajes no era únicamente entre Scott y Casey, sino también entre Kirk Douglas y Burt Lancaster, e incluso entre Wyatt Earp y Doc Holliday (1). Ese mito de la amistad entre Douglas y Lancaster, construido más allá de la pantalla, volvía a esta para dar más fuerza a un drama sustentado en la traición entre dos personas que se apreciaban.

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(1) Duelo de titanes (Gunfight at the O.K. Corral, 1957) de John Sturges fue la colaboración más famosa entre las dos estrellas.

 

© Guillermo Triguero, julio 2016

 

 

Seven Years Bad Luck (Max Linder, 1921)

 

Óscar Navales

 

¿Quién no conoce esa superstición que afirma que si uno rompe un espejo puede ser castigado con siete años de mala suerte? Pues he aquí que al señorito Max le ocurre exactamente eso en Seven Years Bad Luck, de Max Linder. Una vez roto el objeto todo el orden cósmico parece conspirar en contra del culpable. Así, con el propósito de evitar un accidente, renuncia a viajar en coche o montar a caballo, pero su decisión le hace descubrir que caminar puede ser más peligroso que cualquier medio de transporte. No obstante, nada de todo esto sería demasiado significativo si no fuera porque transcurrido ese tiempo —y más de siete gags brillantes después—, el orden de las cosas se ve revertido y el protagonista recompensado con nada menos que siete descendientes y un número equivalente de perritos que le siguen por la calle.

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Porque un número puede tener, efectivamente, una connotación negativa (pensemos en el 13 o en el 666) o positiva (el número de la suerte de cualquier mortal), o no tener ningún significado en absoluto más allá del estrictamente matemático, pero lo que le ocurre a Max, ciertamente, no es de este mundo. Y así lo demuestra la que tal vez sea la idea más audaz de esta brillante comedia de tan solo una hora. Me refiero a una decisión de puesta en escena que revela la perspicacia de Linder como realizador. He hablado del final y de esos siete enanitos que siguen al personaje, pero es que además el plano que abre el filme otorga una particular estructura circular al relato. No por casualidad se trata de una toma deliberadamente cenital que muestra al protagonista celebrando su despedida de soltero con seis de sus camaradas —de nuevo el siete—; en la imagen todos brindan sentados alrededor de una mesa circular. Una filigrana visual tan moderna como cargada de sentido esotérico: la misteriosa repetición del número insinúa que, efectivamente, las fuerzas invisibles controlan nuestras vidas.

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© Óscar Navales, julio 2016

 

 

Scott Pilgrim contra el mundo (Scott Pilgrim vs. the World, 2010, Edgar Wright)

 

Nicolás Ruiz

 

Scott Pilgrim contra el mundo no es un filme sobre el amor, sino sobre el papel que este juega en el desarrollo emocional de un adolescente, aunque bien podría aplicarse a cualquiera de esas etapa de crisis que sobrevienen por agotamiento, a esos momentos en que —como Truman en el filme de Peter Weir— topamos con los límites de lo que somos y, de repente, el mundo parece pequeño. El filme de Wright no trata sobre la nostalgia ni sobre la pérdida, sino sobre la madurez y el crecimiento, sobre la conquista y no sobre la derrota. Es precisamente por eso que su acercamiento al pixel y lo retro cobra abrumador sentido como parte de nuestra narrativa y no como elemento erosionado en el tiempo, apoyado en la estructura por fases (en este caso, la lucha contra los siete exnovios diabólicos) propia de los videojuegos que no deja de representar una hipérbole de nuestras etapas vitales interpretadas desde un código gamer que ya no pertenece a un sector minoritario de nuestra sociedad: todos entendemos cómo funciona el filme de Wright porque su puesta en escena forma parte de nuestra educación audiovisual.

Mientras que otras corrientes cinematográficas buscan cobijo en una nostalgia ochentera patrocinada por infinidad de marcas, Wright asume los 8 bits como parte del presente y como representación de un personaje por definir, proceso que llevará a cabo a través de la batalla y no a través del misterio (recurso habitual de la nostalgia) porque no se trata de observar el mundo a través de los ojos de un niño, sino a través de la mirada del guerrero. Por eso Scott no lucha contra fantasmas, sino que desbloquea aptitudes varadas a orillas del conformismo y el miedo representados por ese tipo de personajes que nos hacen sentir pequeños, incapaces, recordándonos que la admiración debe ser un motor y no un santuario, escenificando desde la exageración el cómo nos convertimos en quienes queremos ser.

Nuestro tiempo de críticos con Pokémon GO que cargan de filtros sus fotos en Instagram, de hilos de Twitter llenos de imágenes con texto sobreimpresionado y de emoticonos como expresión emocional ya paseaban por el filme de Wright en una manera de mirar a nuestro presente desde nuestro presente; una obra condenada a envejecer mal por huir de la inmortalidad, por adscribirse convencida a nuestro tiempo como parte de un camino por recorrer: una selfie y no una postal.

 

© Nicolás Ruiz, agosto 2016

 

 

Siete psicópatas (Seven Psychopaths, Martin McDonagh, 2012)

 

Bruno Hachero

 

Todo comienza, cómo no, con un plano del célebre letrero de Hollywood sobre el Mount Lee. La cámara, poco a poco, retrocede y marca un suave travelling hasta encuadrar a dos asesinos enfrascados en una conversación mientras esperan a su víctima. El plano secuencia que abre Siete psicópatas ya deja bien clara la autoconsciencia de un filme que pretende no solo contar siete historias, sino hablar de cómo nacen y toman forma esas historias, de cómo pueden envolvernos y filtrarse en lo real o desvanecerse sin más en la palabra.

Desde los códigos del simulacro, McDonagh dibuja a esos siete psicópatas que promete —y puede que a alguno más— para ponerlos en escena desde la autoconsciencia y desde una búsqueda que responde, también, a una mirada hacia el pasado del cine que se cuida de la nostalgia y se proyecta más allá de filigranas con los géneros para cuestionar también la propia representación y nuestro vínculo con ella. Siete psicópatas es un filme que se enfrenta al mythos como relato fundador de sentido. Pensemos de nuevo en esa primera imagen del filme, que nos daba la pista de por dónde iban a ir los tiros de esa ironía autoconsciente que sobrevuela toda la película, y en la última antes del epílogo, esa vista de la ciudad desde la casa de Billy con la bandera estadounidense quemada coronando la escena. Tras eso, incluso la película se quema, en una sucesión de planos que parece romper con lo anterior, indicándonos que el relato acabó para, justo después, arrojarnos a una nueva fuga de lo real, casi lynchiana, que nos devuelve al fango.

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La verdad es que a mí los siete siempre me parecieron unos bastardos, ya fueran samuráis o cowboys, a los que el relato poco a poco convertía en mito a través de una gesta colosal, un sacrificio, que permitía refundar el hogar frente a la amenaza. Por eso creo que el homenaje que Martin McDonagh hace a Kurosawa y Sturges en el título de sus Siete psicópatas (2012) no se queda en la superficie, aunque pueda parecerlo en un filme tan lleno de influencias. Con la excusa de los siete, ambos cineastas construyeron mitos de la modernidad a partir del relato de género. En Siete psicópatas los mitos no llegan a encarnarse en lo real, un real siempre problemático, insuficiente, sino que funcionan en todo momento como construcciones idealizadas que dotan de sentido a lo que no lo tiene. El sacrificio de Martin es entregarse a su relato, un relato que se le escapa y que finalmente le destroza. Su refundación del hogar es ocupar la casa de su difunto amigo y acabar el jodido guión. Ahí está su gesta.

 

© Bruno Hachero, junio 2016

 

 

Los implacables, patrulla especial (The Seven-Ups, Philip D’Antoni, 1973)

 

Daniel de Partearroyo

 

Podrían destacarse muchos detalles de la única película dirigida por el productor Philip D’Antoni: Los implacables, patrulla especial. Esa retorcida trama policiaca, donde los villanos son secuestradores de capos de la mafia, o la inclinación a filmar las calles, negocios y descampados más mustios de Nueva York como escenario para las pesquisas policiales de un Roy Scheider alegremente ajeno a su rol de protagonista, o la cocción tan lenta de los giros del argumento —casi una percolación narrativa— que multiplica al máximo la tensión de las secuencias donde un túnel de lavado es explotado por fin como lugar evidente de terror e inquietud para quien va dentro del vehículo. Pero claro, también está esa tremenda persecución de coches, que empequeñece todo lo demás.

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Casi se diría que D’Antoni, tras romper las mediciones de adrenalina con las set pieces automovilísticas de Bullit (Peter Yates, 1968) y French Connection. Contra el imperio de la droga (William Friedkin, 1971), al pasar de la producción a la dirección quiso hacer de esas inyecciones de velocidad el tema principal de su película. Por eso es tan importante la parsimonia con la que desarrolla la investigación de Scheider —hace todavía más frenéticos los 9 minutos con 23 segundos de persecución— y por eso contó de nuevo con los servicios al volante del especialista Bill Hickman. Su conducción del coche al que persigue Scheider es vertiginosa, temeraria, y está filmada con tanta fascinación como temor, pues si en el rodaje hubiera salido algo mal, podría haber sido fatal.

La persecución se toma como un universo cerrado, consagrado al automóvil como un todo: las puertas de otros coches actúan como obstáculos y un autobús sirve de escondite para una emboscada. Al parecer, el final con el coche de Scheider empotrado a toda velocidad en la parte trasera de un camión parado en la carretera fue idea del propio Hickman en homenaje a la muerte de Jayne Mansfield. J. G. Ballard, que publicó Crash el mismo año de estreno del filme, no lo habría ideado mejor.

 

© Daniel de Partearroyo, julio 2016

 

 

Los siete samuráis (Shichinin no samurai, Akira Kurosawa, 1954)

 

Antoni Peris i Grao

 

1. Por la épica. La lucha del bien contra el mal, aunque Kurosawa duda de la ética de los héroes. Los samuráis y los campesinos no han sido siempre aliados. Unos saquearon antaño a los otros y estos no dudan en ensañarse con los caídos, de modo primitivo. Una épica sin maniqueísmo, más creíble y más atractiva.

2. Por la poesía. Esencial en Kurosawa, aquí aparece inesperadamente. En el encuentro entre el joven guerrero y una campesina, en una auténtica sábana natural, o en la escena en que un samurái espera entrar en acción contemplando unas flores. Vida y muerte, indisolubles.

3. Por su fisicidad. Kurosawa nos hace partícipes de esta epopeya. Vemos el polvo, sentimos el barro… Sangre, sudor y lágrimas nos resultan inmediatas. Las cámaras siguen movimientos, rostros, golpes, ataques y retrocesos de la batalla. Es la minuciosa captación de lo físico y lo emocional, del dolor, la desesperanza, el orgullo. La batalla final en el barro es referente de Campanadas a medianoche (Orson Welles, 1965).

4. Por el naturalismo. Los siete samuráis podría ser limitada por contexto histórico o estético. Aun ambientada siglos atrás, la dureza de la vida rural, la hambruna y el ciclo agrícola se identifican plenamente con la realidad del Japón profundo en que Kurosawa rodó su obra.

5. Por Kikuchiyo. Hay otros samuráis ,pero por encima de todos está Kikuchiyo, el outsider, el samurái de la plebe. El que representa el ingenio, la furia, la venganza de los desposeídos y también el desacato a la norma. Toshiro Mifune, fetiche del director, es un robaescenas de histrionismo asilvestrado. Protagonista de dieciséis obras de Kurosawa, él es parte del éxito de la cinta.

6. Por Kurosawa. Por retratar el alma, por capacidad narrativa, por recoger en imágenes acción y sentimientos, mostrando las miserias humanas, pero también la solidaridad y el humanismo.

7. Por ser la original y seguir siendo la mejor. Los siete samuráis se basa, como otras películas, en leyendas sobre ronin enfrentados a un ejército, pero ningún remake o versión inconfesa alcanza su categoría. En definitiva, Los siete samuráis supera a los otros 62: 7 > 62. O lo que es lo mismo, Los siete samuráis > [Los 7 magníficos + El regreso de los 7 magníficos + Los siete salvajes + La furia de los siete magníficos + El desafío de los siete magníficos + Los siete magníficos del espacio + 13 asesinos + The Magnificent Seven…].

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© Antoni Peris i Grao, agosto 2016