Los Siete Transiteros (I)

Soplamos 7 velas con…

 

Armonías de Werckmeister (Werckmeister harmóniák, Béla Tarr, Ágnes Hranitzky, 2000)

 

José Manuel López

 

Siete eran antiguamente las esferas celestes que solo más tarde recibirían el nombre de planetas. Los babilonios rezaban al sol, la luna y las estrellas, considerándolos sus dioses, y los romanos les dieron sus nombres a los días de la semana, siete también: los cinco planetas conocidos entonces eran Marte, Mercurio, Júpiter, Venus y Saturno, a los que se sumaban el sol y la luna. De ese poso cósmico, mágico y misterioso, brota el inconsciente colectivo del ser humano contemporáneo, en el que según Jung se almacenó el gran gen ancestral de nuestra especie. Quizá el primer mapa elaborado por el ser humano primitivo no fuera de lo que se extendía alrededor de su cueva sino de lo que veían al levantar la vista al cielo nocturno, aquella extraña bóveda punteada que les producía temor, vanitas, la sensación —que tan bien conocemos nosotros— de la fugacidad de la vida. Era el angst, la angustia cósmica que nos acompaña desde entonces y los románticos tratarían de paliar fundiéndose con aquella oscuridad primordial de la naturaleza, el psicoanálisis tratando de encerrar nuestro deseo y Nietzsche de liberarlo: “Yo os digo: aún tenéis caos y colisiones de astros en vosotros para poder originar una danza sideral” (Zarathustra). Y creo que la mejor plasmación de esa angustia cósmica en el cine contemporáneo es la danza de cuerpos humanos que se convierten en cuerpos celestes al comienzo de Armonías de Werckmeister. Un grupo de borrachos sigue las indicaciones de su chamán —Valuska, tan borracho como ellos— y dan forma a una cosmogonía de taberna, lo más cerca que nunca podrán estar de la armonía de las esferas. Uno es la luna, otro el sol, otro la tierra y los demás simplemente orbitan por allí. De repente, se produce un eclipse durante el cual “el cielo se oscurece y todo lo que vive está quieto”, afirma Valuska mientras detiene la danza. La cámara se aleja en un lento travelling de retroceso hasta que una de las lámparas del bar aparece en primer término por la esquina superior del encuadre: el sol ha vuelto a salir y la danza —la vida— puede comenzar de nuevo. “No tengáis miedo, no es el final”, dirá entonces Valuska.


© José Manuel López, agosto 2016

 

 

Siete novias para siete hermanos (Seven Brides for Seven Brothers, Stanley Donen, 1954)

 

Carlos Losilla

 

¿Por qué Siete novias para siete hermanos se ha convertido en una de mis películas favoritas? La verdad es que no lo entiendo. No me contagia esa alegría de vivir que a veces se asocia con el musical clásico de Hollywood. Tampoco me parece uno de los mejores trabajos de Stanley Donen, de quien prefiero, con mucho, Indiscreta (1958) o Página en blanco (1960), por poner solo dos ejemplos. Ni siquiera contiene alguna de esas escenas memorables del género que, para mí, se concentran más en las películas de Vincente Minnelli, George Sidney o Charles Walters. Pero hay algo extraño en ella que me arrebata, en el sentido en que lo diría Iván Zulueta: un tono cromático, una cierta conjunción entre vestuario y decorado, y también una tensión indescifrable entre la perspectiva del encuadre y la pantalla panorámica en la que se inscribe. También un relato lleno de agujeros, que parece un sueño, escindido no tanto entre la civilización y la barbarie como entre la ciudad y la casa, lo público y lo privado, más al estilo de una screwball comedy que de un western. Y todo eso, claro está, multiplicado por siete. Pues se trata de siete historias de amor microscópicas que a veces se concentran en un solo número musical, a veces en una sola escena, a veces en un solo plano. En pocas ocasiones he visto en el cine esa acumulación de rostros y cuerpos, esa lujuria de los gestos que se suceden unos a otros sin solución de continuidad. Y pocas veces he sentido tal promiscuidad barroca, tal histeria colectiva en pos de una satisfacción sexual que nunca vemos, pero siempre intuimos tumultuosa y caótica. Siete novias para siete hermanos, como sugiere su multiplicativo título, se convierte así en una de las películas más ferozmente eróticas de la historia del cine, la mejor celebración que he podido encontrar para el séptimo cumpleaños de una revista tan vírica y contagiosa como Transit. SIC TRANSIT, GLORIA A EROS

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© Carlos Losilla, julio 2016

 

 

La séptima víctima (The Seventh Victim, Mark Robson, 1943)

 

Cristina Álvarez López

 

[Este experimento de recontextualización de gestos, palabras, movimientos y acciones parte de dos escenas de La séptima víctima en las que Mary visita dos lugares distintos con la esperanza de encontrar a su hermana desaparecida. La remezcla de estas dos escenas funciona convocando una sesión donde psicoanálisis y espiritismo se dan la mano para recrear un evento traumático y los misterios que lo desbordan.]

© Cristina Álvarez López, agosto 2016

 

 

El pequeño fugitivo (Little Fugitive, Ray Ashley, Morris Engel, Ruth Orkin, 1953) /
El séptimo continente (Der siebente Kontinent, Michael Haneke, 1989)

 

Covadonga G. Lahera

 

Yo cumplí siete años en 1989, aunque no guardo ningún recuerdo de aquella celebración —los cumpleaños infantiles se amontonan confundidos en mi cabeza—. Por entonces Michael Haneke arrancaba su trilogía de la glaciación con El séptimo continente, su primera bofetada inclemente contra las mejillas burguesas y sus alienantes rutinas sociolaborales, caldo de cultivo propiciador de un cierto tipo de desafección y ansiedad aún muy contemporáneas. En el filme del austríaco, aquel séptimo continente hacía referencia a un hipotético paraíso playero australiano.

El séptimo continente es —desafortunada realidad— algo bien diferente. Es el nombre con el que se conoce una isla de basura, un vertedero marino, un continente de plástico tóxico situado al norte del Océano Pacífico cuyo vórtice se calcula que contiene cerca de 100 millones de toneladas de desechos. Si el remolino de la ficción, tras el destrozo de un gran acuario, pudiera comunicarse con tales corrientes centrípetas, bien podrían haber ido a parar allí los escombros a los que reducen todas sus pertenencias, dinero incluido, la familia Schober antes de quitarse la vida en el filme de Haneke. ¿La (auto)destrucción como única catarsis?

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Este texto debía de seguir ahondando en la cinta de Haneke, pero su desoladora carga nihilista se me coló, también, por algún vórtice íntimo y en mi rescate salió a flote otro título. De pronto, la niña de siete años que era en 1989, seguramente algo desdentada, se ha encontrado en el verano de 2016 con Joey, el niño, también de siete y con algunos dientes caídos, de El pequeño fugitivo, una pequeña maravilla rodada a seis manos en 1953. A Joey le hacen creer que ha matado a su hermano y se oculta durante un día (con su respectiva noche) en el parque de atracciones de Coney Island, la versión del paraíso —entonces posible— para la clase media neoyorquina de los cincuenta, donde incluso algunos llegaron a enamorarse de la no realidad (1). El pequeño se servirá de su astucia e ingenio para alimentarse, jugar, interactuar con otras personas y costearse sus propios gastos cuando se le acabe el dinero materno, gracias al reciclaje de botellas de vidrio.

Reciclar, etimológicamente, integra una rueda o círculo (-kyclos) y una repetición (re-), aunque no idéntica, más bien una variación, quizá la única apuesta por la supervivencia en los tiempos que corren. Reciclemos, pues, en la sí realidad. Reciclémonos.

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(1) “La tienda de chuches de un céntimo detrás del tren elevado donde me enamoré de la no realidad”, reconocía el editor estadounidense Lawrence Ferlinghetti, también considerado el último poeta beat estadounidense, en su poemario Un Coney Island de la Mente (Coney Island of the Mind).

 

© Covadonga G. Lahera, agosto 2016

 

 

Siete ocasiones (Seven Chances, Buster Keaton, 1925)

 

Carles Matamoros 

   

Aunque de Keaton suelen distinguirse sus gags más atléticos (que abundan en la persecución de novias que impulsa la segunda mitad slapstick de Siete ocasiones), lo cierto es que su obra es rica en registros humorísticos. La repetición es otro recurso emblemático del cineasta, que sabía explorar las múltiples posibilidades cómicas que le ofrecía una determinada situación. El prólogo de Siete ocasiones es particularmente ejemplar en su empleo de la reiteración: cuatro acciones casi idénticas (Jimmie se encuentra con su amada Mary en el portal de su casa, pero es incapaz de confesarle sus sentimientos) que se corresponden con las cuatro estaciones del año anunciadas por los también redundantes (y jocosos) intertítulos. Las citadas escenas solo se distinguen por la ropa y el color asociados a cada época (Keaton rodó el filme en blanco y negro, pero para esa introducción optó por un Technicolor primitivo) y por el tamaño del perro de Mary, cada vez mayor. Todo ello da lugar a un delicioso gag suspendido, cuyo efecto se dilata a lo largo de las cuatro sutiles variaciones de la misma situación.

Considerando su título y su delirante sinopsis (Jimmie debe casarse antes de la siete de la tarde del día de su veintisiete cumpleaños para heredar siete millones de dólares), es evidente que el cuatro no será el número clave que determine las repeticiones de Siete ocasiones. No en vano, el protagonista cortejará a las ¡siete! mujeres que conforman su listado de candidatas dando lugar a siete gags variopintos de idéntico resultado: el rechazo. El efecto de la repetición del prólogo se combinará aquí con el del asombro: sabemos el qué (Jimmie fracasará siempre), pero no el cómo (la puesta en escena de Keaton), por lo que cada nuevo gag será tan o más sorprendente que el anterior y a su vez se sumará a una sofisticada cadena cómica que se extiende hasta el paroxismo (sí, después de los siete cortejos fallidos, vendrán unos cuantos más a la desesperada).

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La segunda de las intentonas, en la que el protagonista pedirá de rodillas la mano de otra joven, es una de las más ingeniosas. La intimidad de la proposición matrimonial se irá al traste por la aparición repentina en el plano general de varios golfistas, que ocuparán el fondo del encuadre para reírse de las intenciones de Jimmie. La acción durará escasos segundos, pero, si nos fijamos bien, percibiremos que son precisamente siete los jugadores que entran en el plano; un detalle sutil que evidencia el cuidado con el que el cómico estadounidense elaboraba cada gag. Aquí ninguna pedida podía filmarse igual porque, en el idioma de Keaton, repetición es sinónimo de imaginación.

 

© Carles Matamoros, agosto 2016

 

 

Siete días, una semana

 

Javier Trigales

Las vidas de un gato, las plagas de Egipto o los pecados capitales: cualquier excusa habría sido buena para conmemorar la efeméride de Transit. Pero he decidido acudir a las fuentes mágicas del número siete: los siete astros conocidos en la Antigüedad que dieron nombre a los días de la semana, por lo que ahí va mi (telegráfica) lista.

Lunes tormentoso (Stormy Monday, Mike Figgis, 1987). Los ochenta en todo su esplendor: fotografía de neones azules de Roger Deakins, solos de saxo-lamento y personajes y vestuario de diseño, elementos insuficientes para un thriller de baja intensidad que se ve con agrado y se olvida de inmediato. Martes, después de Navidad (Marti, dupa craciun, Radu Muntean, 2010) es un titánico slice of life que contiene una escena de ruptura que recoge el momento exacto en que los gestos cotidianos y las palabras pierden el sentido y el universo se transforma: la discusión ya no es una discusión, la casa ya no es una casa, la pareja ya no es una pareja. El gran miércoles (Big Wednesday, John Milius, 1978) crea nuevos dioses que todas las tardes cruzan unas ruinas artificiales para hacer surf. La descompensación entre la épica que pretende imprimir Milius y las banales vidas que reflejan las imágenes tiñe de oscuridad una película puramente solar. El jueves (Il giovedì, Dino Risi, 1964) transita los mismos espacios emocionales que la celebrada Il sorpasso (1962): la jornada que reúne a un padre tramposo e irresponsable con su hijo, al que apenas conoce, es un brindis amargo por la gioia di vivere. Vendredi soir (Claire Denis, 2002) mapea un limbo, una madriguera de conejo con forma de atasco por el que se introduce la protagonista, a punto de comprometerse en una relación. Claire Denis le ofrece una última noche de posibilidades no cerradas. Cine de la fragmentación, de lo táctil y lo misterioso, de lo concreto y lo abstracto. Fiebre del sábado noche (Saturday Night Fever, John Badham, 1977) contiene —si dejamos a un lado a los Bee Gees y a un icono pop como Tony Manero— un relato agrio y sórdido en el que la discoteca 2001 Oddyssey funciona como reducto de irrealidad para vidas mediocres, amistades falsas y relaciones sin futuro. Menschen am Sonntag (Curt Siodmak, Robert Siodmak, Edgar G. Ulmer, 1930) mezcla documental y ficción para retratar un día de asueto dominguero en el Berlín de 1930. Es inevitable que busquemos gestos y señales ominosas, pero no encontramos nada, lo que resulta aún más perturbador.

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© Javier Trigales, agosto 2016

 

 

El león de siete cabezas (Der Leone Have Sept Cabeças, Glauber Rocha, 1970)

 

Albert Elduque

 

El título de El león de siete cabezas, el filme que Glauber rodó en el Congo, tiene su origen en la bestia escarlata de siete cabezas y diez cuernos del Apocalipsis de Juan, sobre la cual se sienta la Gran Prostituta. En la película vemos a Marlene, prostituta y bestia a un tiempo (por algo su melena dorada), pero las cabezas no aparecen por ningún lado. Sí que hay, sin embargo, un siete final: tras ver a los guerrilleros marchando por la selva y cantando un himno anticolonial, su imagen es reemplazada por un último plano con el número escrito a mano, sobre el cual todavía oímos sus voces. Glauber dijo que en ese siete estaba la guerra (1), algo tan inconcluso y ambiguo como la guerra misma, pero nada más sabemos. Ese es el siete de la película: algo contundente y bíblico pero indefinido, un número libre, emancipado de su cantidad, sin las articulaciones dialécticas y narrativas que el dos (y la doble cabeza) había tenido en filmes anteriores de Glauber; si para él El león de siete cabezas era una película mágica, en ella el siete es efectivamente el trazo de un conjuro o de un enigma. Al fin y al cabo, su aparición es tan misteriosa como la del mar al final de Dios y el diablo en la tierra del sol (1964), cuando la imagen de un pastor corriendo en el sertão era cortada por el océano deseado, efectuándose un salto que también iba del desplazamiento humano a la irrupción metafórica. Ismail Xavier dedicó su fundamental ensayo Sertão mar (2) a ese cambio y concluyó que, aunque no veamos al pastor llegando al mar ni cómo llega, y el presente sea un interrogante, la confianza en la llegada sí que existe. En el caso africano el desenlace es de signo ambiguo, victoria o derrota, pero en cualquier caso el mecanismo es parecido: este siete final, como tantos y tantos sietes, nos propone una mutación abrupta y fundamental, el salto de la realidad numérica tangible a la cifra de la Creación y del Apocalipsis, de las leyendas y de las revoluciones.

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(1) Carta a Fabiano Canosa enviada desde Roma en 1972. Incluida en ROCHA, Glauber y BENTES, Ivana (org.): Cartas ao mundo. São Paulo: Companhia das Letras, 1997, págs. 467-468)

(2) XAVIER, Ismail: Sertão mar: Glauber Rocha e a estética da fome. São Paulo: Brasiliense, 1983.

 

© Albert Elduque, agosto 2016

 

 

Siete muertos en el ojo del gato (La morte negli occhi del gatto, Antonio Margheriti, 1973)

 

Ignasi Franch

 

Una de las convenciones más particulares del giallo fue el gusto por incluir números y nombres de especies animales en sus títulos. Algunos eran metafóricos y otros parecían nacidos del azar, pero Siete muertos en el ojo del gato daba lo que prometía: la presencia de la muerte y de un gato. En el nombre comercial inglés de la película, Seven Dead in the Cat’s Eye, incluso se anticipa el número de asesinatos que tendrán lugar. La plausibilidad del título es uno de los (¿escasos?) puntos fuertes de este whodunit con guiños góticos. Porque propulsa una cadena de prolepsis y pequeños engaños: cada aparición felina despierta la expectativa de un crimen.

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En paralelo a este juego, Margheriti y compañía matizaron una cierta representación de los gatos en el cine de terror. Antes de nuestra era de ailurofilia, se les ha asociado con apariciones diabólicas y se les ha hermanado con otro colectivo necesitado de mejorar sus relaciones públicas: el de las brujas. A pesar de ensayar algunas transgresiones, el giallo solía asumir inercialmente la visión cristiana del mal. En esta ocasión, en cambio, no se suele tratar al felino como un ser diabólico, sino como un observador indiferente y demiúrgico. Entre zooms y subrayados musicales estridentes, tan efectistas que generan indeterminación (¿es esto una comedia negra?), los planos centrados en este minino altivo y calmado proporcionan además algunos cambios de ritmo. El invitado necro-voyeur genera incertidumbres, pero también momentos de pausa. Deviene también una nota posible de humor ácido y distanciamiento. En esta sucesión de asesinatos y lucro dog eat dog, contemplada por un animal impasible, podría verse una variante más ligera de la misantropía oscuramente cómica de Bahía de sangre (Mario Bava, 1971). Aunque la inclusión de un blando flirt romántico difumine cualquier posible intención burlesca… o la potencie, dada la ridiculez de la trama amorosa.

 

© Ignasi Franch, julio 2016

 

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