Los Siete Transiteros (III)
Siete bellezas (Pasqualino Settebellezze, Lina Wertmüller, 1975)
Endika Rey
Como ya ocurría en Seven Sweethearts (Frank Borzage, 1942) o en Embriagado de amor (P.T. Anderson, 2002), siete es el número adecuado de hermanas si lo que se pretende es propiciar el caos. Para Pasqualino, el protagonista de Siete bellezas, sus siete grotescas hermanas son las que propician su irónico apodo, pero también las que marcan el comienzo de su extraño descenso a los infiernos. Tras matar al chulo de una de ellas, Pasqualino va a juicio e ingresa en un manicomio del que solo puede salir como recluta combatiente. Estamos en la Italia de la Segunda Guerra Mundial y el protagonista acabará recluido en un campo de concentración alemán, pero esta no es otra historia sobre el horror, sino sobre el honor.
Siete bellezas refleja el tránsito de su protagonista por los siete pecados capitales pero, sobre todo, por el séptimo: la soberbia. Pasqualino representa el ancestral orgullo del hombre italiano y para él la mujer implica una servidumbre obligatoria hacia el macho así como una función de mero artefacto de placer. Lo curioso de Siete bellezas, película dirigida por una mujer pero sin protagonistas femeninas, es que los mecanismos se revierten desde el género. Para poder salir del campo de concentración Pasqualino solo tiene una opción: hacer uso de sus armas de seducción con una sádica guardiana alemana. Pasqualino necesita apelar a su pene para sobrevivir (lujuria), pero él ya no es un hombre, solo un despojo, y aquel no se le levanta. Ya no es el codicioso que era (avaricia), aquel que anhelaba ser como los gerifaltes de su ciudad (envidia): ahora solo necesita dormir (pereza), necesita comer (gula), ya ni siquiera tiene la fuerza para odiar a su carcelera (ira)… No se trata únicamente de condenar el fascismo sino al hombre italiano que lo propició, aquel que con esos siete pecados dio forma, sin quererlo, al resurgimiento del octavo. El sexo en la secuencia será efectivamente terrible porque la falta en ese escenario ya es forzosamente colectiva: el pecado original.
Como bien se asegura en el prólogo: “Oh, sí”. Pero también: “Oh, no”. Siete bellezas es comedia y terror al mismo tiempo. Una película sobre la fealdad de la belleza porque la belleza, al final, es solo el hecho de estar vivo. En cualquier caso, estar vivo lo es todo. Es un milagro. La vida es bella y, en este sentido, siete años de vida no pueden ser sino siete bellezas.
7 días de enero (Juan Antonio Bardem, 1979)
Carlos Escolano
La mano es la herramienta del alma, su mensaje,
y el cuerpo tiene en ella su rama combatiente.
Alzad, moved las manos en un gran oleaje,
hombres de mi simiente.
(Las manos, Miguel Hernández)
Arriba las manos. Arriba España. El alzamiento del terror. Manos arriba que vasculan entre la apología y la sumisión al fascismo. Un fascismo que se ha ido enquistando sibilinamente hasta nuestros días merced a los logros de la sacrosanta Transición.
Utrera Molina, Martín Villa, Fraga Iribarne, “Billy el niño” quedaron eximidos de cualquier responsabilidad penal, Ley de Amnistía mediante. Torturadores y torturados situados en el mismo nivel semántico. Amnesia, esquizofrenia. Cúpula del PCE aceptando con mansa impotencia el sepelio de la lucha de clases, mandando callar la sangre caliente de los muertos.
Solo el pueblo salva al pueblo.
© Carlos Escolano, julio 2016
La séptima profecía (The Seventh Sign, Carl Schultz, 1988)
Adrian Martin
Lo maravilloso de las películas trash —especialmente de aquellas que tienen premisas sobrenaturales como los viajes en el tiempo— es que hacen realidad una fantasía profundamente arraigada que muy pocas formas de ficción (y ninguna forma de vida real) pueden permitirse: convierten a un solo individuo en el centro literal del universo, en la clave para la supervivencia de toda la especie y del futuro del planeta.
Al igual que en El exorcista (William Friedkin, 1973) y sus secuelas, La séptima profecía salta de los presagios cósmicos —en lugares convenientemente exóticos y arcaicos (Haití , Nicaragua, Oriente Medio)— a un ciudadano estadounidense común —Abby (Demi Moore)—. Sin quererlo, Abby lleva en su vientre esa clave del destino de la humanidad. El filme reproduce el sueño que está en el corazón de las películas de la saga Terminator: una Mujer Elegida dará a luz a un Niño Especial… Solo que aquí, tanto los aspectos Angelicales como los Demoníacos de esta fábula muy cristiana están proyectados a lo grande.
Estamos ante un espléndido cuento chino que se las arregla para incorporar la pena capital, el incesto, la culpa materna, el mito del judío errante y, por supuesto, los siete sellos del Apocalipsis. Además, como en Teniente corrupto (Abel Ferrara, 1992), asistimos a la aparición especial del mismísimo Jesucristo (la mitad del doble papel interpretado por Jürgen Prochnow).
El director de fotografía de origen vasco, Juan Ruiz Anchía, tiene experiencia en Estados Unidos a las órdenes de David Mamet o James Foley, pero su trabajo más reputado es El desencanto (Jaime Chávarri, 1976). Clifford y Ellen Green, los guionistas, son un matrimonio cuyos proyectos van del infantilismo orgulloso (S.O.S.: Equipo Azul, Harry Winer, 1986) al extraño misticismo New Age (Tres deseos, Martha Coolidge, 1995). Su guión para La bendición (Chuck Russell, 2000) revisita el territorio de La séptima profecía.
El director no es muy conocido. Nacido en Hungría, Carl Schultz trabajó en la televisión australiana durante muchos años antes de realizar el hiperestiloso (y a ratos delirante) melodrama familiar Careful, He Might Hear You (1983). Esta película inusualmente directa en lo emocional fue, sin duda, la tarjeta de presentación que le llevó brevemente a Hollywood antes de volver a desaparecer en la tele australiana.
Traducción: Carles Matamoros, revisada por Cristina Álvarez.
© Adrian Martin, junio 2016
El séptimo sello (Det sjunde inseglet, Ingmar Bergman, 1957)
Pablo García Conde
“Y cuando el Cordero rompió el séptimo sello del rollo,
hubo silencio en el cielo durante una media hora.”
(Apocalipsis 8:1)
En La máscara de la muerte roja, un cuento de Edgar Allan Poe, un príncipe, ante el avance de la peste que no hace sino aniquilar a la población allí adonde llega, se encierra con su corte en un palacio proveyéndose de todo lo necesario con el fin de burlar a la muerte. El resultado es fácilmente imaginable. La Muerte personificada, que con sus estratagemas y engaños todo lo puede, consigue entrometerse en la fiesta de máscaras del príncipe (que tiene lugar en siete salas contiguas) con su propia máscara de color sanguinolento. También la moraleja es evidente: nadie puede escapar a su destino.
La dimensión a la que Ingmar Bergman lleva su historia en El séptimo sello sobrepasa este significado y le añade otros cuestionamientos que trascienden el propio deceso: supone una reflexión sobre la fe, el más allá, el sentido de la vida. En una de sus conversaciones con la Muerte, Antonius Block, creyendo que habla con un sacerdote en el confesionario, admite que no le importa morir, pero que lo que quiere es conocimiento. Según lo pronuncia, mira hacia el Cristo crucificado del altar, como esperando una respuesta por su parte. “Lo que quieres son garantías”, le responde la Muerte, mientras vemos el rostro doliente de Cristo devolviéndole la mirada en contraplano.
Efectivamente, Dios permanece silente. Podría funcionar como el personaje que está de alguna forma ahí pero al que no vemos, como alguien en fuera de campo que se intuye pero nunca aparece. Esto es de lo que se queja Block: de su silencio, de su ausencia. Por eso, desearía tener fe y, sin embargo, no la encuentra. Lo único seguro, como bien relata Poe en su cuento, es el momento aciago. Pero, como el personaje de su película, Bergman da preeminencia al conocimiento y por eso El séptimo sello, como en general todo su cine, es una meditación sobre las cuestiones más esenciales.
© Pablo García Conde, agosto 2016
La dama rosa mata siete veces (La dama rossa uccide sette volte, Emilio P. Miraglia, 1972)
Gerard Casau
“La dama roja mata siete veces”. Como sucede en tantos otros gialli, el título de esta película de Emilio P. Miraglia combina lírica con pragmatismo e informa al espectador de lo que encontrará en ella, contabilizando incluso los cadáveres que caerán frente a la cámara. No debe extrañarnos: al fin y al cabo, en el giallo las partes lo son todo. ¿Cuántas películas redondas ha dado el subgénero? ¿Cinco? ¿Dos? ¿Ninguna? No pasa nada: las formas apolíneas y equilibradas no se llevan bien con este cine. Por eso, incluso los más avezados amantes del crimen amarillento tienen dificultades para retener los esquemas generales de sus tramas, mientras que los fragmentos se clavan en la memoria de forma indeleble: una muerte particularmente rocambolesca, un sonido que lame el oído con estridencia, un plano imposible…
Yo, de hecho, no recuerdo quién era el asesino (¿o asesina?) en La dama rosa mata siete veces. Pero en los momentos más inesperados, aún me asalta la imagen de esa figura de capa escarlata y rostro lívido que atormenta a Barbara Bouchet y que casi parece anunciar la inexpresividad homicida de Michael Myers. Y, en ocasiones, me sorprendo tarareando la melodía de caramelo roto que Bruno Nicolai compuso para el filme. Supongo que algo parecido les ocurre a esos cineastas que, como Hélène Cattet y Bruno Forzani, quieren retrotraerse a la esencia del giallo desde la actualidad y solo pueden armar estructuras inestables, pues han descubierto que el whodunit se les escurre entre las manos. Pero, ¿quién quiere desenmascarar al culpable cuando puede columpiarse en el morbo de los interrogantes?
© Gerard Casau, julio 2016
La madona de las siete lunas (Madonna of the Seven Moons, Arthur Crabtree, 1945)
Toni Junyent
El otro día me tragué La madona de las siete lunas y decidí que escribiría sobre este melodrama delirante que, sin que yo lo hubiera previsto, reproduce los motivos de otro filme que vi días atrás, Leonora dos sete mares (Carlos Hugo Christensen, 1955). En ambos, y esto es significativo, el desdoblamiento de personalidad es la figura psicológica escogida para escenificar la tensión entre los arquetipos de la ama de casa devota y la mujer que, oh, se atreve a salir por ahí a vivir aventuras. En la película de Christensen, la Leonora que sucumbe al vicio y a la marihuana (en serio, trata sobre marihuana y antros de mala muerte) se nos aparece mayormente evocada, fuera de campo, mientras que, en La madona de las siete lunas, veremos a Phyllis Calvert ser primero una persona y luego otra, una historia que —nos advierten al empezar— está basada en hechos reales. Un trauma sexual de la infancia le hace perder el sentido de vez en cuando y, cuando eso ocurre, abandona al hombre al que fue entregada para convertirse en la novia de Nino (Stewart Granger), un apuesto criminal de tres al cuarto, líder de una banda de golfos.
La película, con la que Arthur Crabtree debutaba tras las cámaras, sabe un poco rancia, sabe a cuento moral de casa de muñecas con crucifijo al fondo presidiendo el desfile, pero es divertido ser espectador de la cesura que se produce cuando, con un sutil desplazamiento de cámara, desde el rostro de Calvert en la cama hacia un reloj y luego, tras un corte, de vuelta desde el reloj hacia el rostro, se levanta, se quita el camisón, se viste de campesina y corre a tomar un tren a Florencia, ciudad que nos es anunciada con un rótulo. Su gesto ha cambiado: ya no es la madre temerosa de la primera mitad del filme, ahora fuma y juega con navajas y por las calles de Florencia la busca su desconsolada hija; el perturbador reencuentro final entre ambas, dos rostros desencajados por el horror, es uno de los momentos más logrados de esta piadosa cautionary tale, bastante ridícula y disfrutable en parte, supongo, por esa razón.
© Toni Junyent, julio 2016
Todo lo que usted siempre quiso saber sobre el sexo* pero nunca se atrevió a preguntar (Woody Allen, 1972) + 7 Women (John Ford, 1966)
Julián Cajas
[Este diálogo imagina qué pasaría si los personajes de Siete mujeres (7 Women, John Ford, 1966) terminaran involucrados en Todo lo que usted siempre quiso saber sobre el sexo* pero nunca se atrevió a preguntar (Everything You Always Wanted to Know About Sex * But Were Afraid to Ask, Woody Allen, 1972)].
El día en que Tunga Khan penetró las puertas de la misión de Miss Andrews en la China septentrional, a ella y a Miss Clark, Miss Argent, Mrs. Pether, Miss Binns y a Miss Russell, no les quedó otra alternativa que ponerse a reflexionar sobre las cosas importantes de la vida mientras permanecían confinadas en el cuarto de los trastos.
–¿Funcionan los afrodisíacos? –preguntó Miss Clark.
Mrs. Pether dejó escapar un quejido mientras se agarraba la inflada barriga de una edad muy avanzada, y recordó cómo se imaginó la muerte de Mr. Pether a manos de Khan.
–Ese Khan, seguro, es un sodomita –profirió Miss Andrews con odio.
–¡Sí! –contestaron todas al unísono.
–Solo basta con mirarle esa piel sucia que carga a todas horas –dijo Miss Russell.
–¿Ustedes creen que la chinita que lo acompaña es frígida? –preguntó Miss Argent.
–¿Se refiere usted a Miss Ling? –inquirió Miss Binns.
–No, a la otra, Miss Ling es una de las nuestras así que imagino que… –pero Miss Argent prefirió callar.
–Y qué me dicen de la Dra. Cartwright, ¿o debería decir el Dr. Cartwright? –comentó suspicaz Miss Andrews.
–Podrá ser medio travesti, pero aquí la invertida es otra –respondió Miss Clark. Miss Andrews empalideció.
–¿Invertida? –cuestionó Miss Russell–. Querrá decir una pervertida.
–¡Vamos a morir! –gritó de repente Miss Andrews agarrándose los cabellos.
–¡Cálmese! –Miss Binns trató de imponer el orden–. Esto, seguro, es un experimento médico y Khan es solo un conejillo de indias. Nada nos pasará.
Todas permanecieron en silencio. La puerta se abrió de súbito y tras ella apareció Tunga Khan con los ojos desorbitados, babeando y con el sable en alto. Las seis mujeres gritaron despavoridas, pero como un meteorito cayó la gigantesca abnegación de la Dra. Cartwright sobre Khan, aplastándolo. Las mujeres quedaron desconcertadas al ver la enorme y rosada protuberancia erguida frente a ellas como un d…
Stewart tanteó la caja de pañuelos y tomó uno. Se subió la bragueta y se arregló la camisa dentro del pantalón. Hizo una bolita con el pañuelo y la arrojó hacia la cubeta al otro lado del estudio. Acertó.
© Julian Cajas, julio 2016