La calle de la vergüenza

Culminación de un estilo

 

El microcosmos de la prostitución

Kenji Mizoguchi falleció el 24 de agosto de 1956, escasos meses después de haber estrenado en Japón, el 18 de marzo, su último y memorable film, La calle de la vergüenza (Akasen chitai). Aunque el cineasta no era excesivamente mayor (nació en 1898), por aquel entonces ya contaba con una filmografía considerablemente vasta compuesta por nada menos que 101 películas, muchas de ellas hoy akasen_chitai_1956desaparecidas. Pero lo más extraordinario de todo es la extrema modernidad y audacia de su película final, una de las cimas de su arte y también del cine japonés de la época. Es posible apreciar una buena e inesperada prueba de ello en su plano introductorio, aquel por el que desfilan los títulos de crédito. Superpuesta a una panorámica lateral que recorre el skyline diurno de Tokyo se escucha una música decididamente anómala, tan desestabilizadora y aparentemente discordante como fantasmal y, sobre todo, poco ortodoxa, que se revela sorprendentemente afín a los vanguardistas postulados de algunos célebres experimentos sonoros que hacia esa misma época desarrollaron músicos como John Cage o Nam June Paik, e incluso cercana a la sonoridad —salvando todas las distancias que uno considere oportunas— que vuelve tan característica la escucha de piezas de Krzysztof Penderecki como Fluorescences (1961-62), composición en la que instrumentos como el flexatono, la sirena, la sierra musical o una máquina de escribir aportan un toque de distinción particular y desconcertante al tejido sonoro.

Se trata, en efecto, de una especie de cacofonía, creada por el compositor Toshirô Mayuzumi, que se distancia de lo que tradicionalmente se entiende por banda sonora y se aproxima deliberadamente a una mera sucesión de sonidos inarticulados. Las implicaciones que permanecen agazapadas tras esta música serán captadas por el espectador antes de un modo subliminal que no de manera consciente, aunque su reaparición en el film, tan intermitente como recurrente, corrobora la importancia que Mizoguchi le concede. La incómoda y casi sideral naturaleza de estos sonidos choca de forma deliberada con una visión aparentemente realista —esto es, naturalista y costumbrista— del mundo de la prostitución, un microcosmos que se rige por unas reglas que le son inherentes y al que el cineasta se acerca con una mirada cuasi antropológica —aunque sin alcanzar una perspectiva estrictamente científica, lo que tal vez la volvería demasiado fría y distante— que nunca entra en conflicto con su modulada, comprensiva y delicadamente humana percepción de los personajes y sus motivaciones.

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Porque La calle de la vergüenza retrata la vida de cinco mujeres que trabajan en un prostíbulo llamado Dreamland ubicado en el distrito de Yoshiwara, pero también la de aquellos personajes —jefes, familiares o clientes— que orbitan en torno a ellas. En este sentido, el film completa (o complementa) esa compleja mirada en torno a lo femenino que Mizoguchi, uno de los grandes cineastas de la mujer, había ido desplegando, con pleno conocimiento de causa, en obras como Oyuki (Maria no Oyuki, 1935), Elegía de Naniwa (Naniwa erejî, 1936), Las hermanas de Gion (Gion no shimai, 1936), Mujeres de la noche (Yoru no onnatachi, 1948) o La emperatriz Yang Kwei Fei (Yôkihi, 1955). Y porque, a pesar de lo que digan las apariencias, todas tienen sus razones: la aparentemente segura Mickey (Machiko Kyô) oculta su vulnerabilidad bajo una coraza que la ayuda a protegerse del hipócrita carácter de su padre, un hombre que a los pocos meses de haber fallecido su esposa se ha casado con otra mujer con objeto de no perder el respeto que se ha ganado como empresario; la supuestamente frágil Yasumi (Ayako Wakao) es por el contrario la más calculadora y sagaz, una perspicaz buscavidas que no quiere ser pobre y que por esa razón, y también porque debe pagar una elevada fianza para liberar a su padre, que ha sido encarcelado a pesar de su inocencia, embauca a un hombre llamado Aoki (Fujio Harumoto) que se ha enamorado de ella y del que obtiene grandes cantidades de dinero; la más veterana, Yumeko (Aiko Mimasu), está a punto de jubilarse, lo que no evita que la relación con su joven hijo Suichi (Yosuke Irie) se resquebraje porque el muchacho, avergonzado de la profesión de su madre, le reprocha amargamente que le llame constantemente a su trabajo; Hanae (Michiyo Kogure), que intenta preservar a toda costa su integridad como ser humano, lucha por cuidar de su enfermo marido y de su bebé; y Yorie (Hiroko Machida), que intenta abandonar el mundo de la prostitución casándose con un zapatero, retoma su antiguo trabajo porque descubre que el matrimonio puede ser todavía más alienante: durante su corta relación, su marido la ha esclavizado haciéndola coser suelas, preparar la comida y lavar la ropa, y todo ello sin necesidad de pagarle un sueldo…

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Lo más interesante de semejante carcasa argumental es que, circunscribiéndose plenamente a ella, Mizoguchi obtiene cierta libertad de movimientos que se traduce en la construcción, fluida y rigurosa, de un relato coral perfectamente elaborado y repleto de pequeños matices. A diferencia de Cuentos de la luna pálida (Ugetsu monogatari, 1953), El intendente Sansho (Sanshô dayû, 1954) o La emperatriz Yang Kwei Fei, que son tal vez más vistosas y aparentes en su puesta en escena, la depuración formal de la que hace gala La calle de la vergüenza es absoluta. Con apenas un ligero movimiento de cámara o con el parpadeo de una luz en una esquina del decorado, el realizador es capaz de expresar toda la sordidez que se amaga tras algunos de los episodios recreados. Nos encontramos una vez más en ese territorio de la puesta en escena invisible del que hablaba hace unos meses en relación con Magokoro (1939), de Mikio Naruse. Su refinamiento y precisión (visual y gestual) es sutil hasta extremos con los que tal vez solo los cineastas japoneses (o ciertos directores indios o chinos, caso de Satyajit Ray o de la primera etapa de Zhang Yimou) han sabido comprometerse con perfecta naturalidad: acaso porque esa forma de expresarse es un reflejo indirecto de una sociedad que, al menos en aquella época, estaba acostumbrada a guardarse cosas para adentro. Deseos, opiniones o aspiraciones que no debían ser expresados. Algo que, por lo general, siempre revierte en la existencia de una tensión que, aunque subrepticia, permanece latente y amenaza con erupcionar hacia el exterior de forma violenta.

 

La emoción a través de la forma

Ante una obra que reúne semejantes características siempre resulta más productivo hablar de fragmentos que no de secuencias enteras, básicamente porque la descripción de estas últimas suele ser calle-verguenzaextremadamente trabajosa y a la hora de la verdad poco fructífera para el lector. Si bien lo cierto es que en no pocas ocasiones el realizador soluciona de forma brillante las escenas con apenas dos o tres planos. Veamos un ejemplo. Hacia la mitad de La calle de la vergüenza una nueva secuencia se abre con un plano general que muestra el final de una calle sumido en la oscuridad de la noche. Un fantasmal fragmento de la música de Mayuzumi se escucha superpuesto a la imagen. Un hombre con una bicicleta cruza el encuadre de derecha a izquierda y antes de su desaparición Hanae entra en plano y avanza en dirección a cámara, momento en que el llanto de un bebé añade un efecto perturbador al conjunto. Consciente de que se trata de su hijo, la mujer empieza a correr y, ya en el siguiente plano, que ahora es de detalle, el espectador contempla cómo las piernas de un hombre se yerguen sobre un taburete de forma tal que la imagen no permite presagiar nada bueno, antes al contrario. Es entonces cuando una franja de luz cruza inesperadamente la sombría composición y Hanae, que acaba de entrar en la miserable vivienda, irrumpe apresuradamente en la estancia para evitar que su marido consume su desesperada acción. Mientras le reprende por lo que se disponía a hacer, la mujer contempla cómo el hombre, avergonzado, permanece arrodillado en el suelo con su cabeza hundida entre los brazos y oculta por las sombras. Al mismo tiempo que esto ocurre, el bebé sigue llorando, razón por la que su lamento se erige en una afortunada exteriorización de los propios y quebradizos sentimientos del suicida, alguien que admite sin tapujos que no es capaz de ver una salida para su desdichada situación social.

Un poco más avanzado el metraje, Mizoguchi muestra en plano general cómo Yasumi, otra de las prostitutas, entra en un pequeño local de comidas. Mientras la chica avanza hacia cámara, el realizador acompaña su movimiento con un travelling de retroceso que se adecúa a su desplazamiento para ir revelando de forma progresiva el escenario hasta que el personaje se tropieza, como quien dice, con uno de sus clientes, un mizoguchi-geishatal Kaneda. Tras saludarle con un “hola” que es casi un acto reflejo motivado por tan inesperada sorpresa, Yasumi contempla al resto de comensales que acompañan al hombre, que no son otros que su mujer y varios niños, y, sin necesidad de prolongar más la escena, se aleja y toma asiento en la mesa que la familia tiene a su espalda. Dado que la mujer le pregunta quién es la desconocida, Kaneda se inventa que su nombre es Yasuhara y que es una mecanógrafa “muy eficiente”. Pero a su esposa la vestimenta de la chica se le antoja tan “extremada” que, llevada por la curiosidad, se levanta para saludarla. Al hacerlo, el encuadre, que hasta ese momento se había mantenido transparente en su funcionalidad, cambia, pero lo hace, como no podía ser de otro modo, de una forma casi imperceptible. La cámara corrige la composición con una ligera panorámica vertical y avanza casi simultáneamente hacia delante de modo que la situación queda encuadrada de una forma algo más intensa —la escala de la imagen es algo más cerrada, es cierto, pero en modo alguno enfática— y que un elemento del decorado que hasta ese momento no había adquirido ninguna relevancia visual —un poste de madera que se eleva desde el suelo hasta el techo— divide ahora literalmente, por razones obvias, a los personajes: en la mitad izquierda y en segundo término visual, la esposa de Kaneda y Yasumi mantienen una pequeña conversación durante la que la segunda sigue la corriente a la primera, mientras en el derecho, situado en primer término y con el poste separándole de ellas, el impotente hombre, que también se ha levantado, contempla a las dos sujetando tontamente en las manos la pieza de carne que hasta ese instante había estado comiendo con absoluta tranquilidad. Como si esto fuera poco, al fondo de la imagen, en tercer término visual, un cliente habitual de Yasumi entra en el establecimiento y tras avanzar brevemente hacia las mujeres —justo por el centro del espacio vacío que las separa— e intuir lo que está sucediendo, desaparece cautelarmente del plano por la izquierda de la composición. Previamente, la prostituta habrá girado de forma breve su cabeza para descubrir su presencia, razón por la que no tardará en excusarse y despedirse del matrimonio avanzando hacia la cámara y dedicando una fugaz pero divertida mueca a un Kaneda que apenas sí sabe cómo reaccionar. Lo divertido del caso es que secuencias atrás el espabilado hombre explicaba a Yasumi, tras uno de sus servicios, que “a mi mujer y a mis hijos los perdí durante la guerra, de modo que estoy solo y aburrido. Qué dura es la vida del viudo”, básicamente porque con ello pretendía ganarse unas mayores atenciones de la chica. Objetivo que en cierto modo alcanzaba, pues su trágica historia arrancaba de la profesional del sexo la promesa de que “la próxima vez que venga, haré el papel de esposa”. Con todo, Yasumi no puede menos que contemplar el asunto con ironía, consciente al fin y al cabo de que en su profesión las mentiras son moneda corriente en el trato con unos clientes que a través suyo o de sus compañeras no aspiran a otra cosa que a construirse una vida paralela. Ella misma, como se descubrirá a continuación en su trato con el hombre que la espera, que no es otro que su enamorado Aoki, es una consumada maestra en el arte del fingimiento y la invención.

 

Sombras, ruido e introspección

En lo que concierne al uso de la luz con fines inequívocamente dramáticos existen dos buenos y casi consecutivos ejemplos hacia el final del film, el primero cuando Hanae toma repentina conciencia de su mizoguchi-cine-japonescalle-verguenza-prostitucionalienada existencia en el prostíbulo, circunstancia que la lleva a experimentar un preocupante arrebato de locura, y el segundo cuando un desengañado Aoki, angustiado porque ha robado dinero a sus jefes para ayudar a Yasumi y fugarse con ella de viaje —si bien a la hora de la verdad descubre que la chica tan solo ha pretendido garantizarse un futuro mejor sin, por supuesto, tenerle en cuenta a él—, intenta estrangular a la prostituta. En ambos casos, el parpadeo de una luz en la calle provoca la intermitente aparición de unas sombras que, proyectadas en el interior de ese establecimiento irónicamente llamado Dreamland, generan una lectura de las imágenes que resulta tan cruda por sus connotaciones (decididamente crueles: la sombra de la demencia o de la muerte planea sobre los personajes) como inquietante por su concreción. Una inquietud que también se habrá asomado al relato (por otros medios) durante una secuencia previa en la que Yumeko intenta dialogar con su hijo Suichi en un espacio tan desangelado e inhumano como puede serlo la zona industrial en la que trabaja el segundo, un escenario significativamente presidido por el humo de las fábricas, el ruido de las máquinas y el polvo que levanta el viento. Y un episodio, por cierto, que gracias a ello y a la reaparición, aproximadamente hacia su mitad, de la inarticulada música de Mayuzumi, se vuelve un tanto abstracto y casi inescrutable a nivel emocional. Un fragmento en el que, además, brilla con especial intensidad la capacidad de Mizoguchi para la dirección de actores: la mujer y su hijo expresan, respectivamente, un intento de reconciliación, o, por el contrario, unas irreconciliables diferencias, a través de su cambiante posición en el espacio o de la coincidente o divergente dirección de sus miradas. Todo ello con el propósito de revelar la evolución de una determinada y muy inestable situación dramática que finaliza de forma tajante con el abandono de la madre por parte de Suichi.

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La música, el sonido, la luz, la dirección de actores, el montaje interior al plano, la composición visual… son recursos utilizados de forma muy sutil, es cierto, pero con una insistencia y una madura sencillez que solo los maestros son capaces de exhibir. No es extraño que, en perfecta sintonía con lo anterior, el cineasta concluya su film elaborando el que tal vez sea el mejor plano de la película, así como uno de los más audaces e insólitos de toda su carrera. En él, una menor de edad llamada Shizuko (Yasuko Kawakami), todavía virgen, se dispone a afrontar su primera jornada en una profesión que ella espera le proporcione suficiente dinero para cuidar de su padre, un hombre que trabajaba en una mina hasta que sufrió un accidente, y también de su madre. Tras una excelente toma general que retrata desde la calle cómo sus experimentadas compañeras se afanan en conseguir nuevos clientes, un plano medio inconfundiblemente introspectivo pasa a individualizarla. Mizoguchi la muestra bajo el umbral del recinto justo cuando la adolescente intenta hacer un tímido pero frustrado amago por imitarlas, medio escondiendo su rostro tras la pared de azulejos que da la calle y exhibiendo una tremenda vergüenza por su nueva condición. En último lugar, Shizuko tan solo deja ver uno de sus atemorizados ojos justo cuando la imagen funde finalmente a negro en justa correspondencia con la nueva orientación, más ominosa pero también más explícita que nunca —al menos en lo que se refiere a su segundo término sonoro, que es también más convencional a nivel melódico—, que la banda sonora toma definitivamente.

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Se trata, qué duda cabe, de un contundente aunque muy lúcido análisis de la condición humana, tan verosímil y pesimista en su veredicto como honesto y poco dado a las concesiones dramáticas, por mucho que, dadas las circunstancias, uno no deje de percibir auténtica valentía (y dignidad) en unas mujeres que son tratadas —de forma explícita y reiterada por su propios jefes— como auténtica mercancía. Si dentro de la presente temporada tuviese que escoger obras recientes que se aproximen en cierto modo al logro que supone un film como este, se me ocurren tres trabajos tan destacados como Sunset Song (2015), de Terence Davies, Carol (2015), de Todd Haynes, y Cavalo Dinheiro (2014), de Pedro Costa, propuestas que, encontrándose tal vez uno o dos pasos por detrás de lo conseguido por el japonés —digo esto habiendo visto cada una de ellas una sola vez, por lo que aconsejo no dar excesiva validez a mi suposición—, sí que intentan al menos elaborar una arquitectura audiovisual que, siendo próxima a lo formidable, es sin duda alguna insobornable.

 

© Óscar Navales, septiembre 2016