La lección de anatomía del videoclip

Explota el cuerpo

 

0. Introducción

1. Una libra de carne

2. Anticuerpos

3. Epílogo


 

0. Introducción

Negar a estas alturas que el videoclip es una herramienta de promoción resulta tan absurdo como pasar de puntillas por la condición de curiosidad y souvenir que ostentaba el cine en sus orígenes. Afortunadamente se ha superado ya la fase de legitimación a toda costa, aquella que llevaba a repartir elogios desmedidos a granel y a ver maneras de genio en cualquiera que se pusiese a filmar (o grabar) a alguien rasgando una guitarra. Dicho esto, cabe reconocer que dicha etapa resulta necesaria (ergo, inevitable) y, más allá de las hipérboles sin más fundamento que el entusiasmo, si hoy podemos escribir sobre videoclips con cierto fundamento se lo debemos a Simon Frith, Andrew Goodwin y demás teóricos pioneros en la materia.

Pero volvamos al punto de origen. El videoclip es promoción, sí, ahí están sus raíces, pero, obviamente, también puede ser algo más. ¿Arte? Arte pop (1), por supuesto. O, como mínimo, un testimonio de primera mano (y acaso no del todo consciente) de las metamorfosis en el mundo de la música. Y ahí es donde centrará su interés el presente texto, en cómo la representación del cuerpo en determinados videoclips (especialmente aquellos vinculados a la música electrónica) nos puede decir muchas cosas acerca de la evolución del sonido.

 

1. Una libra de carne

En Will Pop Eat Itself? Pop Music in the Soundbite Era, Jeremy J. Beadle afirmaba que los últimos trabajos (en 1993, momento de la publicación del libro) de Madonna y Michael Jackson no hacían sino confirmar que la música era solo una parte de sus intereses y que, lejos de caducar, el modelo de estrella pop canónico llegaba con ellos a su más hipertrofiada encarnación. El caso de la ambición rubia era obvio: “El infravalorado ‘Erotica’ fue solamente una pequeña parte de la campaña promocional alrededor de su hiperpublicitado libro Sex(2). El volumen de softcore chic con que la Ciccone alborotó el gallinero a principios de los noventa no es un ejemplo precisamente sutil, pero sí tremendamente ilustrativo, de la relevancia que el público y la industria musical otorga a la imagen –y, por extensión, al cuerpo– de las estrellas. Pero, aunque relacionemos esta idea con el pop, sus orígenes se situarían antes del nacimiento del mismo.

De la misma forma que previamente a “Bohemian Rhapsody” (1975) hay suficientes películas musicales como para, al menos, cuestionarle el título de primer videoclip de la historia (3), también podemos encontrar filmaciones ajenas a la cultura del pop, el rock –y la televisión– que respondían a una similar finalidad promocional. Hablamos de invenciones como el scopitone, el cinebox o el paroram-soundie, todos ellos variaciones del jukebox que incorporaban un sistema de reproducción de películas en 16 mm, que generalmente mostraban a los músicos interpretando alguno de sus éxitos (podemos encontrar filmaciones de Paul Anka, Petula Clark, Adriano Celentano e infinidad de iconos del jazz). Nos encontramos, pues, con que el público no solamente pagaba por escuchar la canción de moda, sino que también lo hacía para ver a sus ídolos. Un gesto harto significativo, lo suficiente como para poner en entredicho aquello de «Video killed the radio star» que cantaban The Buggles ¿Cómo matar a la radio star si, en realidad, esta siempre estuvo complementada por la imagen?

 

Fue, precisamente, el videoclip de esta canción de los Buggles el encargado de inaugurar las emisiones del canal MTV el 1 de agosto de 1981. Una elección cargada de sentido que avanzaba, bajo una pátina de rebeldía, el anhelo de la cadena por convertirse en el nuevo medio oficial para la difusión de la música, que a partir de ahora entraría más por los ojos que por las orejas (4). Los resultados no se hicieron esperar: “Seis semanas después de que MTV iniciase sus emisiones en mercados de prueba concretos (…) hubo un incremento de ventas de determinados artistas que tenían amplia difusión en el canal. Los comercios de la zona observaron una demanda de música que no estaba siendo emitida por la radio en aquellas comunidades” (5). El beneplácito de la industria también llegó pronto: “Lee Epand, vicepresidente de Polygram Records (…) admitió que el canal había demostrado ser ‘la más potente herramienta publicitaria que jamás habíamos tenido’” (6).

MTV ha ostentado esta función hasta nuestros días, en que parece haberse decantado por distintos modelos de telerrealidad, conscientes sus ejecutivos (y los de las discográficas) de que la onda expansiva de un videoclip tiene, ahora mismo, más efecto por las redes sociales que en los confines de una pantalla de televisión (7).

Atendiendo a sus precedentes, cuesta ver en la MTV el elemento revolucionario que se le quiso otorgar. Más acertado sería considerarla como la cristalización o evolución lógica de un “deseo carnal” (o visual) que anidaba en la música desde hacía tiempo. A fin de cuentas, la MTV es, como los scopitones, un producto/servicio de pago. Y, a diferencia de estos, no permite al consumidor elegir qué canción desea ver (y escuchar). El mensaje está claro: el público quiere ver. No quiere misterio, sino un rostro con que identificar una voz (8). Quizás por comprensión, posiblemente también por ego, incluso los artistas a priori más ariscos obedecen con cierta docilidad a esa exigencia.

 

Parte del encanto del vídeo promocional que Scott Walker realizó para el “Track 3” (1984) de Climate of Hunter reside en lo inadecuado de que exista un vídeo (en blanco y negro, sí; de regusto arty, también, pero con voluntad de ser accesible) para una música que se coloca de espaldas a la galería de forma tan manifiesta (9). Sin embargo, es posible que el comentario más lúcido sobre lo absurdo de querer dotar de imagen a según qué música (o músicos) lo hicieran Television –su nombre no hace sino añadir una capa extra de ironía al asunto– en el clip que Peter Nyrdle hizo para “Call Mr.Lee (1992): un único plano en blanco y negro, casi estático, de la banda efectuando un apático playback de la canción –Tom Verlaine ni siquiera se molesta en cantar todos los versos–. Ahí está el grupo, ahí están sus cuerpos, pero la imagen sabotea todo lo demás: el ritmo –ese montaje picado que se convirtió en némesis de la crítica cinematográfica durante las décadas de los ochenta y noventa–, el deseo. Obviamente, se vieron obligados a rodar una versión alternativa y emitible.

Ah, el deseo… Acabamos de referirnos a él, y no es la primera ocasión en que esta palabra ha asomado, tentadora, en el texto. De hecho, es la idea que planea sobre todas y cada una de las ideas aquí insinuadas. El deseo de ver, de tocar, ha estado allí desde el principio de los tiempos, desde El Rey: “(…) La primera pop star en el sentido moderno del término fue Elvis Presley. Él fue el primero en forjar una carrera usando todo el marketing y tecnología a su alcance” (10). El deseo de desear; porque podemos, porque tenemos el dinero suficiente para comprar la libra de carne que es un vinilo y llevarla a casa y poseerla, adorarla: “Lo que diferenciaba a Elvis de los demás de manera irrevocable eran dos razones muy significativas. Primeramente, lo abiertamente sexual de sus interpretaciones (…). En segundo lugar, la prosperidad de Estados Unidos y Europa a finales de los cincuenta. No solo se había creado el concepto de ‘adolescencia’, sino que varios de estos jóvenes tenían recursos propios para comprar discos y objetos relacionados con las estrellas” (11). El despertar erótico-consumista sería mucho más complicado sin imágenes, qué duda cabe, y ahí es donde entra en juego el videoclip, que incorpora el movimiento (¿pélvico?) ausente en la fotografía promocional y nos acerca al cuerpo de los artistas de forma impensable en un concierto, gracias a las posibilidades del lenguaje cinematográfico, que hacen entrar en juego la caída de ojos estratégica y los labios permanentemente húmedos.

Hablamos de sexo, sí, pero también de algo más. De una interacción con el cuerpo del otro que no se da en otras disciplinas artísticas, ni siquiera en el cine –acaso, a un nivel mucho más marginal, en cierto tipo de performance y de teatro experimental. Andrew Goodwin lo definía a la perfección cuando hablaba de la experiencia de acudir a la puesta en escena en directo de los Pet Shop Boys: “(El grupo) descubrió que sus fans querían que salieran fuera de la diégesis de la canción y se dirigieran a ellos directamente (…). Cuando Chris Lowe fingía estar usando unos prismáticos, recorriendo a la audiencia con la mirada, los fans le saludaban, esperando que Chris los viera. Esta escopofilia invertida no era la única forma en que nosotros –los fans– queríamos denotar nuestra presencia. Queríamos que Neil Tennant nos hablase (y gritábamos de felicidad cuando lo hacía) y algunos querían ser, literalmente, tocados. En la última canción del concierto los fans de la primera fila intentaban alcanzar a los ídolos. Durante el primer concierto de la gira en San Francisco, un admirador saltó al escenario para abrazar a Chris Lowe. Aunque el contexto del espectáculo reducía la función del cantante-narrador a su mínima expresión (…) el público pop pedía algo más (y algo menos): que el narrador se convirtiera en el objeto del texto, en un (ligeramente oscuro) objeto de deseo” (12).

Los Pet Shop Boys son un buen ejemplo, pero no el único. Sin ir más lejos, en los conciertos de Morrissey es frecuente el ritual de que algunos fans invadan pacíficamente el escenario para achuchar al músico. A título personal, permanece en mi cabeza el recuerdo indeleble de un concierto de Alec Empire, durante el cual el cabecilla de Atari Teenage Riot se vació de tal forma que terminó desplomándose encima de nuestras cabezas, creando una suerte de posmoderna estampa piadosa en la cual sus fans lo sujetamos, excitados pero también temerosos por él.

 

Pero de lo que queremos hablar aquí es de los cuerpos pop al ser capturados por una cámara. El anzuelo físico suele estar presente en prácticamente cualquier vídeo que cacemos al azar en televisión, pertenezca este a una boy band o a la última sensación del r’n’b, por eso lo que nos interesará aquí es fijarnos en aquellos casos que hagan del cuerpo el motivo central –o único– del videoclip, que lancen una reflexión sobre el culto al cuerpo. Buen ejemplo de ello es el clip de D’Angelo para “Untitled (How Does It Feel)”, dirigido por Paul Hunter y Dominique Trenier el año 2000, consistente en un lento travelling alrededor del cuerpo desnudo del cantante. La total ausencia de escenografía –un fondo negro– convierte la anatomía en espectáculo íntimo, llegando hasta la frontera de lo mostrable (mejor dicho, de lo emitible) al tener la ingle del soulman como límite del encuadre.

 

También partiendo de una idea fuertemente erótica, aunque con un tratamiento muy distinto, está el “Criminal” (1997) de Fiona Apple, dirigido por Mark Romanek. Es, en esencia, una forma de escarbar en el sentimiento de culpa que podría causarnos la voyeurística contemplación de una carne en ocasiones extremadamente joven. Romanek retrata a una Fiona Apple que todavía no llegaba a la veintena, delgada hasta lo intolerable –recordemos que el clip fue realizado en el ecuador de la década de los noventa, en pleno debate de los patrones de belleza colindantes con la anorexia– y tentadora de una forma que, juraríamos, se escapa a su control. Hasta aquí nada particularmente novedoso, pero el golpe de genio de Romanek estriba en teñir el vídeo de una textura resacosa, hecha de interiores desordenados en los que se adivinan cuerpos (siempre fragmentados, a excepción del de la cantante) que, si se me perdona la informalidad, parecen estar durmiendo la mona y, sobre todo, de una cualidad fotográfica próxima a la de una polaroid. Un falso candid shot –pupilas rojas incluidas– que hace de la sexualidad de Fiona Apple algo turbador de puro incontestable. El erotismo en muchos videoclips es tolerable –incluso en el de las stars que no llegan a la mayoría de edad– porque, en el fondo, es siempre una promesa, una tentación no consumada. “Criminal”, en cambio, no nos permite escudarnos en eso porque lo que nos muestra es lo que queda después del sexo: la cama deshecha, el maquillaje corrido y la mala conciencia (13).

 

En las antípodas del eros –y de la juventud– se encuentra otro clip de Romanek, “Hurt”, en el que el cuerpo de Johnny Cash parece despedirse del mundo. Puro tánatos. El angst de la canción originalmente compuesta por Trent Reznor se hace más maduro, se serena, y en la apergaminada piel del cantante leemos –vemos– su biografía, los instantes felices y los malos momentos, los errores irreparables observados sin ira, con sabiduría. El vídeo debutó en pantalla en 2003, pocos meses antes de la muerte de la leyenda del country, convirtiéndose en el más hermoso (y estremecedor) homenaje que, desde el videoclip, se ha hecho a un icono –de los de verdad; alguien cuyo nombre basta para identificar todo un género– de la música popular.

Como es natural en un mundo como el de los vídeos musicales, cuyos planteamientos estéticos suelen pretender estar a la última (razón por la cual hay tantos que envejecen a pasos agigantados), la introducción de técnicas de grabación y posproducción digital ha tenido una enorme incidencia en sus formas, influyendo de forma muy notoria en la representación de los cuerpos de las estrellas, permitiendo deformaciones, mutilaciones y multiplicaciones impensables hasta hace cuatro días.

 

Madonna –de la cual hemos hablado muy poco en este texto aunque ella sola bastaría para ejemplificar casi todos los puntos tratados hasta ahora– fue de las primeras en darse cuenta de ello, encargando a Chris Cunningham –quien, como veremos en el próximo apartado, es uno de los máximos responsables de la transformación (o destrucción) del cuerpo en el videoclip contemporáneo– la realización del clip para “Frozen”, single de 1998 con el que la cantante pretendía dar un vuelco definitivo a su imagen de material girl y sellar una madurez artística que debía llevarla (al menos durante lo que durase la promoción del álbum Ray of Light) a territorios más espirituales. Vestida de negro y con el pelo teñido de ídem, Madonna se nos presenta más sobria y telúrica que nunca; completamente sola en un desierto y ejecutando una danza que la llevará a multiplicar su figura e incluso a transformarse: el fragmento más memorable del vídeo es sin duda aquel en que el cuerpo de la estrella, al chocar contra el suelo, se desintegra en una bandada de cuervos.

 

Sin tantas pretensiones de trascendencia, Kylie Minogue –a la sazón, otra diva pop– tuvo a bien solicitar los servicios de Michel Gondry, acaso el máximo exponente de la noción autoral en el mundo del videoclip, la pieza promocional para “Come Into My World” (2002), loa al más difícil todavía que presenta a la estrella en una situación improbablemente cotidiana –haciendo sus recados– que deviene pesadilla cíclica (y mareante) al revelarse su travelling como una forma de volver siempre al punto de origen, compareciendo en pantalla hasta cuatro clones de la Minogue (y del resto de figurantes) que ejecutan diversas variantes de una misma acción e interactúan entre ellos. El clip funde a negro en el momento en que aparece la quinta Kylie, y bajo su risueña apariencia de tour de force frívolo, entrevemos en el clip una preocupación por la saturación de cuerpos idénticos e intercambiables en la cúspide del pop. Por ello, lo único que podemos reprocharle a Gondry es que nos prive del instante en que ese universo llegue al colapso de pura saturación.

 

Quien no se anduvo con reparos para hacer un salvaje chascarrillo acerca de lo que significa ser una estrella del pop en el siglo XXI fue Robbie Williams en el clip de “Rock DJ” (2000), firmado por Vaughan Arnell. Este nos muestra a Williams en un escenario futurista, parte discoteca, parte pista de patinaje y parte nave industrial. Subido a un podio y rodeado de féminas que lo observan con condescendencia, el cantante efectúa un striptease no demasiado convincente. Al quedarse completamente desnudo, y ante la mirada desafiante de la audiencia, Williams no tiene más remedio que poner toda la carne en el asador y arrancarse la piel, ofreciendo a su público la libra de carne que tanto ansía.

La poco sutil estampa de las fans devorando la carne de su ídolo es, con toda seguridad, mucho más elocuente acerca de las exigencias del estrellato en la cultura audiovisual que todo lo dicho en las páginas anteriores (14). También lo es comprobar que, al final del vídeo, lo único que queda del músico es el (infográfico) esqueleto. Porque, una vez se ha llegado a los límites de la carne, solo queda su destrucción. Una conclusión parecida a la que llega Lady Gaga al final de “Alejandro” (2010). El clip de Stephen Klein zambulle el cuerpo de la diva –mitad Madonna, mitad Orlan; aunque, de momento, no se haya sometido a ninguna operación…– en todas las iconografías susceptibles de levantar ampollas –en esencia, la cristiana y la nazi– para, cuando ya no queda nada que mostrar, acercar la cámara a su rostro hasta el punto en que este empieza a quemarse como si fuera celuloide. Y detrás de eso solo queda el vacío. La nada.

 

2. Anticuerpos

Hasta ahora hemos observado el videoclip desde el punto de vista de la glorificación/explotación del cuerpo o figura de la estrella. Del desnudo al gore, de la clonación a la mutación. Pero…¿Es posible que en las últimas décadas no haya habido una auténtica puesta en crisis de este modelo? La respuesta, obviamente, es afirmativa, aunque no necesariamente en los márgenes del circo del pop. En dicho territorio los imperativos industriales dificultan la apertura de vías en este sentido, aunque haya excepciones muy significativas como el vídeo de Michael Jackson para “Black or White” (1991). Obligado desde el tremebundo éxito de “Thriller” (1986) a convertir sus clips en acontecimientos, Jackson recuperó para la ocasión a John Landis para elaborar una pieza convenientemente espectacular en la que el artista tiene un protagonismo solo parcial, en parte por la presencia del entonces niño prodigio Macaulay Culkin y, sobre todo, por una sorprendente coda en que la que Jackson desaparece para ceder la interpretación del tema a una serie de rostros anónimos cuyas identidades se van fundiendo gracias al efecto digital del morphing. Más allá del obvio mensaje social –la igualdad de sexos y razas–, este fragmento resulta interesante porque cede la narración a sus teóricos receptores. A partir de ese momento, la canción ya no pertenece a Jackson, sino al cuerpo líquido, infinito, formado por todos aquellos que quieran escucharla.

 

La propuesta de Michael Jackson fue una excepción que hoy en día se nos antoja tan pionera como, posiblemente, involuntaria, pero en ella encontramos el génesis de una cierta idea de transmisión de la música hacia el ámbito de la experiencia personal. La mítica alrededor del momento de comunión personal e intransferible entre artista y fan no es una novedad, pero su introducción en el videoclip merece nuestra atención. Si en la década de los ochenta esto no iba más allá del cuento de hadas en el que la estrella elegía a un fan para compartir un instante especial –como sucede en el “Dancing In The Dark” (1984) de Bruce Springsteen–, la evolución en los últimos quince años de las posibilidades de comunicación entre los artistas y su público llevó, por ejemplo, a Placebo a pedir a sus fans que mandasen grabaciones domésticas haciendo playback encima de “Running Up That Hill” (2007), su cover de Kate Bush. El resultado fue un videoclip hecho de la unión por montaje de todo ese material amateur, en muchos casos con textura no ya de cámara doméstica sino, directamente, de webcam.

 

El grupo británico empleaba a conciencia esa intimidad en público que hoy es ya el pan nuestro de cada día, proyectando al exterior una serie de imágenes que, no hace tanto tiempo, nunca hubieran pasado del ámbito privado al mismo tiempo que creaba un videoclip verdaderamente rizomático –según la idea de Deleuze y Guattari–, ya que en él las imágenes no están organizadas según una jerarquía de subordinación; ninguna es más o menos prescindible que la precedente o la siguiente, el único hilo que las une y organiza es la canción misma. Una idea que nos lleva, por fuerza, a hablar del proyecto que los canadienses Arcade Fire iniciaron en 2010, The Wilderness Downtown; film interactivo ideado por Chris Milk y que funciona como videoclip (según algunos, sería más preciso llamarlo videoclip 2.0) para la canción “We Used to Wait”. En esencia, se trata de un portal donde el usuario/espectador es invitado a introducir la dirección de su lugar de nacimiento. Mediante las distintas aplicaciones del motor de búsqueda de Google Chrome, la página recopila una determinada cantidad de información a partir de ese mínimo dato y abre una serie de ventanas que integran la canción en ese escenario, creando una pieza personal e intransferible donde la música queda inevitablemente ligada a la biografía del espectador. Esta información queda almacenada en la web, dando lugar a una inmensa base de datos emocional cuyas raíces crecen diariamente.

 

Aunque en un plano completamente distinto, más estético y por ende más parecido a la mayoría de casos que hemos citado hasta ahora, también podríamos calificar de rizomático el tratamiento del cuerpo que nos muestra el vídeo de “Twin Flame” (2010) del grupo Klaxons. En esta pieza, dirigida por Saam Farahmad, la banda no desaparece, pero sí se ve envuelta en un bizarro ritual erótico que los lleva a fundir sus cuerpos con una serie de chicas, dando lugar a un amasijo de carne en el que la identidad de los cuerpos deja de importar; una relectura confesa en clave digital del final de Society (1989) de Brian Yuzna, que representaba la apoteosis del desbordamiento de la carne mediante los FX de maquillaje.

Todos estos ejemplos son significativos e importantes; cada uno a su manera dan fe de un proceso de cambio. Pero decíamos antes que este cambio no podía entenderse, o no del todo, con las leyes de la industria musical que hemos visto desde ahora. Entonces, ¿dónde se han llevado a cabo estas transformaciones? ¿Qué ámbito de la música popular plantea una representación visual que no pase, necesariamente, por el cuerpo del artista? Propondremos aquí una tentativa respuesta mirando hacia el progresivo auge –o asimilación– de la música electrónica y señalaremos a Kraftwerk como primeros responsables de ello.

Los alemanes no fueron, ni mucho menos, los primeros cultivadores de la electrónica, pero sí podemos afirmar que fueron los primeros en alcanzar notoriedad popular cultivando estos sonidos y, por lo tanto, los primeros en tener que forjarse una imagen con la que llegar al público. Su elección, acorde con el futurismo feliz que destilaban sus letras, fue olvidar progresivamente la humanidad –entendida como la exteriorización de las emociones propia del rock– y hacerse pasar por máquinas; primero de forma simbólica –mediante la inmovilidad de sus apariciones en directo y un perpetuo rictus hierático en su rostro que no permite leer expresión alguna– y, luego, de forma literal: “(en el LP Computer World) sus cuerpos desaparecieron de la carpeta y se sustituyeron por sus robots-clones. Los robots, en teoría, debían tomar su lugar en las agotadoras giras a que su éxito les obligaba” (15). Esta evolución es visible en el salto que va del videoclip original de “The Robots” (1977) a su reformulación de 1991, y el tránsito de los miembros reales a su réplica mecánica es, todavía hoy, un gag fijo en sus conciertos.

 

La reacción de Kraftwerk podía ser tildada de teatral, como lo eran muchos rock acts de su época, pero también avanzaba una de las problemáticas que se encontraría la música electrónica: cómo llevar al directo, a la confrontación con el público, un sonido que condena al músico al estatismo. Al ser una figura encerrada en una cabina o escondida tras un portátil, casi siempre eclipsada (voluntariamente, en muchos casos) por otros elementos como luces o pantallas escupiendo imágenes.

Y ahí está el quid de la cuestión: qué mostrar de una música que se dirige hacia la abstracción, que suele carecer de letra (o sea, de “hilo” narrativo) y que, en apariencia, está tan opuesta a la figura humana, a la identidad y al estrellato (16). Un problema con múltiples soluciones que podían pasar, por ejemplo, por la asimilación de técnicas vinculadas al cine experimental, como es el caso del apropiacionismo: Es el caso de “Timber” (1998), colaboración entre Coldcut y Hextatic que hizo historia a finales de los noventa al encontrar una rara harmonía entre sonido y material de archivo, convirtiendo el audio de las imágenes en la propia canción. Se trata de una de las poquísimas ocasiones en que el videoclip podría existir sin el disco, pero no el disco sin el videoclip.

 

Otra opción sería abolir el cuerpo de los músicos planteando alternativas a la empatía entre espectador-oyente y videoclip-canción. Véase sino “Smack My Bitch Up” (1997) de The Prodigy (curiosamente, un grupo no falto de imagen ni de presencia escénica), que nos sitúa en un punto de vista subjetivo durante una noche de estupefacientes, sexo y violencia. La revelación, al final del clip, de que nos encontrábamos dentro del cuerpo de una mujer dice mucho de nuestras preconcepciones como espectadores.

Con todo, la noción visual que solemos asociar por defecto a la música electrónica, quizás sea la de vídeos como “Second Bad Vilbel» (1995), realización de Chris Cunningham para Autechre. En él, la presencia humana se ausenta por completo, mostrándonos el funcionamiento de una máquina robot, con constantes interferencias de lo que parecería una mala señal de televisión. No sabemos realmente qué ocurre en el videoclip, si es que ocurre algo, pero sentimos que, en efecto, nos hallamos ante las imágenes justas para este sonido (17).

 

El caso de Cunningham nos interesa especialmente, ya que el realizador británico es probablemente quien ha trabajado con más insistencia la idea del cuerpo en la música electrónica, sobre todo en sus colaboraciones con Aphex Twin. Bajo este alias, Richard D. James utilizó su propia imagen en beneficio de su música en clips históricos como “Come To Daddy” (1997) y “Windowlicker (1999) (18). Irónicamente, ni en un caso ni en el otro el músico llega a estar realmente en el vídeo. Solo encontramos su rostro, su imagen convertida en máscara, deformada en una mueca grotesca, cuya brutalidad provoca risa y miedo y que parece multiplicarse como un virus en expansión. La persona sigue ausente, pero eso no impide que se cree y multiplique el icono. Literalmente: en sus últimas apariciones bajo el alias de Aphex Twin en París, Richard D. James enfoca a su público, haciendo que en las pantallas que rodean el escenario se proyecte la imagen de los asistentes de las primeras filas… Con la particularidad de que era el rostro del músico (distorsionado, faltaría más) el que aparecía sobreimpresionado en el cuerpo de los fans.

 

La fisicidad en la música electrónica es posible, parecen decirnos Cunningham y James, pero se trataría de una fisicidad sin cuerpo reconocible, en primerísimo primer plano. Es algo que se palpa con las orejas en el álbum A Chance to Cut Is a Chance to Cure, de Matmos, elaborado en gran parte a partir de sonidos de liposucciones y otros tipos de intervención quirúrgica. O de una forma más indirecta en la obra de Ben Frost –atención al contraste de sensaciones y texturas entre los títulos de sus dos álbumes más reconocidos: Theory of Machines y By the Throat–, que el crítico de The Wire Joe Muggs comparaba con la experiencia inmersiva de las tecnologías (visuales) de alta definición (19).

Inmersión que nos conduciría al “océano de sonido” de David Toop, quien habla de “encontrarse flotando en la absoluta oscuridad de un tanque de inmersión, escuchando temas ambient techno de Black Dog, B12, Derrick May, Aphex Twin y The Orb. Se trataba de un acto promocional con el que la discográfica pretendía convertir un álbum recopilatorio en algo merecedor de aparecer en las noticias. Pero también trazó una serie de conexiones entre la música ambient y el acto de flotar (…) La inmersión es uno de los conceptos clave de finales del siglo XX. Los bajos son inmersivos, el eco es inmersivo, el ruido es inmersivo (…) La música se siente a un nivel vibratorio, permeando cada célula, sacudiendo cada uno de nuestros huesos, haciendo descarrilar el pensamiento analítico y consciente” (20).

En la canción “Only (2005) Trent Reznor, líder de Nine Inch Nails, afirma estar “deslizándose hacia lo abstracto en la forma de verme a mí mismo”. El videoclip de este tema, dirigido por David Fincher (e íntegramente realizado con imágenes generadas por ordenador), resulta harto revelador. Reznor, atrapado por un personaje público oscuro y conflictivo que ya no lo representa –With Teeth, álbum al que pertenece este single, trata fundamentalmente sobre la identidad, sobre no reconocerse a uno mismo en el mundo que le rodea–, se nos muestra atrapado dentro de un juguete de ejecutivo (discográfico), su cuerpo desintegrado en el metal. No debe ser casualidad que pocos años después el músico se convirtiera en uno de los máximos exponentes del rechazo a la industria musical, autoeditando su música por Internet de forma gratuita y sin necesidad de soporte físico. Una forma de hacer circular –fluir– la música que Toop intuyó con una década de anticipación: “Para cualquier persona que use un ordenador, los objetos físicos parecen estar desapareciendo de la faz de la tierra, sustituidos por los iconos en una pantalla. Alarma. Las copias físicas están desapareciendo. Cualquier sonido –acústico o digital– puede manipularse en un entorno virtual” (21). El autor descarta los posicionamientos reaccionarios que defienden lo palpable, asumiendo que esto no es sino un paso natural y lógico en la música, casi una vuelta al origen (a fin de cuentas, la música ha existido siempre: lo realmente novedoso es su reproducción en un soporte físico) (22). Con estas palabras cerraba Toop su libro: “La exigencia de que la música responda a necesidades escapistas es una negación del potencial implícito en la permeabilidad desarrollada por la música durante cientos de años. La música –fluida, veloz, etérea, directa, temporal, erótica y matemática, inmersiva e intangible, racional e inconsciente, ambiental y sólida– ha anticipado el lenguaje del océano de la información” (23).

 

Este es el océano por el que navega un disco como In Rainbows, que Radiohead pusieron a disposición de su público en 2007, por Internet y dejando al consumidor la decisión de pagar o no por él. El formato físico del álbum –tanto el vinilo como el cd– quedaba convertido en recuerdo, liberando la música de restricciones corporales –pese a que, meses más tarde, se editase de forma “convencional” (24). Resulta significativo, además, que el videoclip de uno de los singles del disco, “House of Cards” (2008), se realizase sin cámaras ni luz, simplemente con tecnología de captura de datos 3D en tiempo real, basada en cálculos de distancia y luz. El resultado convierte los cuerpos (entre ellos el de Thom Yorke) en residuo, en un ruido visible sobre el vacío. Una manifestación más del Cuerpo Sin Órganos tan caro a Deleuze y Guattari, y que Scott Bukatman situó en las coordenadas de la ciencia-ficción posmoderna: “El Cuerpo Sin Órganos es el estado en que aspiramos a disolver el cuerpo y recuperar el mundo. Así que la idea de que el moderno drama del sujeto, la carne terminal, se produce en la superficie del cuerpo se convierte en una ilusión perteneciente a un momento pasajero de una subjetividad en particular. La superficie del cuerpo se convierte en el terreno de juego para disolver el gobierno de la razón instrumental de un organismo” (25).

 

House of Cards, Twin Flame, Only, The Wilderness Downtown… Todos ellos son, de una u otra forma, Cuerpos Sin Órganos, como también lo son las camisetas mutantes del “D.A.N.C.E.” (2007) de Justice (realización de Jonas & François), irónico símbolo de una modernidad que va deprisa, muy deprisa, y que no puede inscribir sus eslóganes encima de ningún cuerpo porque estos no pueden permitirse durar. Cuerpos, en definitiva, al límite de la inestabilidad. Sin forma ni final, desarrollándose en modo aleatorio como cualquier lista de reproducción que introduzcamos en el iPod o el Spotify. Tracklists sin reflexión pero cuyo fluir dice mucho más de nuestra subjetividad, de la forma en que ordenamos la realidad, que cualquier álbum conceptual. En esa dirección debería moverse la música, y su representación visual, hacia una desintegración total que le permita pasar a formar parte de una zona, de un cuerpo, mucho más grande.

 

3. Epílogo

 

15 de abril de 2012. En el escenario principal del festival Coachella, Dr. Dre y Snoop Dogg interrumpen su concierto para dar paso a un invitado muy especial: de la penumbra surge Tupac Shakur, el icono del hip hop asesinado en 1996, y desgrana una escalofriante versión de su “Hail Mary”. ¿Milagro? No, tecnología. El Tupac resurrecto no es sino un holograma, increíblemente físico, que se mueve por el escenario con envidiable soltura e incluso interactúa con unos partenaires que ocupan una dimensión completamente distinta. El engaño deja sin palabras, aunque en ocasiones la iluminación juega malas pasadas e intuimos que tras esos abdominales perfectamente moldeados no hay otra cosa que aire y vacío. En cualquier caso, sirva esta última nota para constatar que el cuerpo de las estrellas, aunque carezca de órganos, se resiste a desaparecer.

 

Agradecimientos

Quisiera agradecer a los compañeros de Transit su interés por publicar este texto, y en especial a Covadonga G. Lahera su buen hacer a la hora de editarlo y su paciencia ante algún que otro arrebato de ausencia que no debió de ponerle las cosas fáciles.

Este artículo es una versión convenientemente retocada y actualizada de un trabajo desarrollado para la asignatura de “Cine Digital” que imparte Sergi Sánchez en el Máster de Análisis de Cine y Audiovisual Contemporáneo en la Universitat Pompeu Fabra. Mi más sincera gratitud también para él, sin cuyos consejos y orientaciones bibliográficas difícilmente habría encontrado la brújula para moverme en este océano de cuerpos en permanente mutación.

 

(1) Entenderemos aquí que en la glotona sonoridad del término pop tienen cabida tanto Robbie Williams como Autechre, y nuestra guía para ello será precisamente la existencia de una representación visual de estas músicas.

(2) BEADLE, Jeremy J.: Will Pop Eat Itself? Pop Music in the Soundbite Era, Faber and Faber Limited, Londres, 1993, pág. 238.

(3) Videoclip, por cierto, accidental, ya que su producción fue la manera que Queen tuvo de solventar la imposibilidad de acudir a su cita con el mítico espacio de la BBC Top of the Pops.

(4) No debe ser casual que durante la década de los ochenta el nacimiento y difusión del indie (al menos en Estados Unidos) estuviera estrechamente vinculado a las ondas de las radios universitarias. Todavía faltaban unos años para que el efecto Nirvana cambiase la apariencia –que no las reglas– del juego, y los modelos estéticos alternativos fueran integrándose en los canales de consumo.

(5) LEWIS, Lisa A.: “Being Discovered: The Emergence of Female Address on MTV”, en Sound and Vision. The Music Video Reader, Routledge, Londres, 1993, pág. 130.

(6) Ibídem.

(7) Cosa que ha beneficiado una serie de cambios en el formato del videoclip que atañen tanto a los contenidos del mismo como a su duración, que puede sobrepasar tranquilamente la media hora con total naturalidad. Véase, por ejemplo, el “Runaway” de Kanye West (a propósito del mismo publicamos este texto en Transit).

(8) Algunos analistas, como Simon Frith, sugieren que, de hecho, la presencia del cuerpo en los clips musicales sirve para desplazar la centralidad de la voz –citado en GOODWIN, Andrew, ibídem, pág. 109-110–.

(9) Aunque hoy en día el disco no nos suene tan marciano, en parte porque el propio Walker se ha superado con trabajos cada vez más herméticos, en parte por la propia evolución de las músicas populares, Climate Of Hunter fue, en el momento de su publicación, un fracaso estrepitoso que condenó a su autor al ostracismo comercial.

(10) LEWIS, Lisa A.: ibídem, pág. 5.

(11) LEWIS, Lisa A.: ibídem, pág. 22-23.

(12) GOODWIN, Andrew: Dancing in the Distraction Factory. Music Television and Popular Culture, University of Minnesota Press, Minneapolis, 1992, pág.102-103.

(13) No es extraño, en este sentido, que la propia cantante tuviera sentimientos encontrados con un vídeo que la lanzó a la fama pero que también la enquistó en un estereotipo a ojos del gran público.

(14) Aunque no podamos decir que sea particularmente novedosa: Tennessee Williams la prefiguró en el desenlace de De repente, el último verano (1958).

(15) NELSON, Half: “Música para las masas: Krafterk, el sonido del concepto (1970-2002)”, en Loops. Una historia de la música electrónica, Reservoir Books-Mondadori, Barcelona, 2002, pág.114.

(16) Afirmación discutible y demasiado generalista, aunque no olvidemos que hasta hace relativamente poco la identidad de Burial, una de las figuras clave en la electrónica de los últimos años, era un completo misterio. Algo que en plena era de la sobreinformación resultaba poco menos que heroico. De hecho, al revelar su nombre real (Will Bevan), el músico liberó a su alias artístico de la carbonización a la que podía conducirlo tanta especulación. Quizás si les hubiera pedido consejo a The Residents…

(17) El reverso exacto de esta pieza podría ser «Star Guitar» (2002), dirigido por Michel Gondry para The Chemical Brothers. En él, la presencia humana brilla por su ausencia, pero la música encuentra una representación literal en el paisaje observado desde un tren, ya que cada sonido se identifica con un elemento concreto.

(18) Aquí se podría añadir la pieza “Rubber Johnny”, realizada por Cunningham en 2005 y con música de James.

(19) En su crítica de By the Throat, aparecida en The Wire n.º 309, noviembre de 2009, pág. 53.

(20) TOOP, David: Ocean of Sound. Aether Talk, Ambient Sound and Imaginary Worlds, Serpent’s Tail, Londres, 1995, pág.272-273.

(21) TOOP, David: ibídem, pág.274.

(22) Para profundizar en este aspecto, se recomienda consultar Beadle, Jeremy J.: ibídem y Castaldo, Gino: Il buio, il fuoco, il desiderio. Ode in morte della musica, Gino Eunaldi Editore, Turín, 2008

(23) TOOP, David: ibídem, pág. 280.

(24) Al menos en apariencia. In Rainbows es solo el primer paso, importante por su repercusión a nivel global, de una transformación que no se consumará hasta que tanto músicos como público abandonen los criterios de valoración que se aplicaban a singles y LP, muchas veces basados en su duración temporal. Quizás no esté tan lejos el día en que nazcan canciones que duren horas, días, meses…

(25) BUKATMAN, Scott: Terminal Identity. The Virtual Subject in Post-Modern Science Fiction, Duke University Press, Durham, 1993, pág. 328.