Runaway

Todo lo que brilla

 

En los últimos meses se ha hablado bastante de Runaway (2010), debut (luego matizaremos esto) tras la cámara del astro de la música negra Kanye West. Aunque, quizás por el entorno melómano que rodea este trabajo, su resonancia a duras penas ha llegado a las publicaciones centradas en el cine (y sus desvíos). Por eso, la primera pregunta que deberíamos hacernos sería: ¿Qué es Runaway?

Si nos basamos en su duración (unos 40 minutos, aproximadamente) resulta obvio que no se trata de un largometraje ni, mucho menos, de un videoclip. Aunque, pensándolo mejor, establecer la naturaleza de una pieza audiovisual con estos criterios resulta, a día de hoy, muy limitado. Probemos con otra cosa: ¿Cuáles son sus canales de exhibición? Su estreno oficial tuvo lugar a finales del año pasado en Internet, y todavía se puede ver en el canal de Youtube-Vevo del artista. Poco después apareció en formato físico (o sea, en DVD) como parte de la edición especial del último y merecidamente elogiado LP de West, My Beautiful Dark Twisted Fantasy (2010). ¿Se trata, entonces, de un mero souvenir elaborado para contrarrestar la piratería? Eso parecería si no fuera porque la faraónica apariencia del proyecto nos hace descartar esa idea de inmediato. Runaway es, en efecto, un complemento de My Beautiful Dark Twisted Fantasy, pero es un bonus enriquecedor, que ayuda a comprender mejor la obra madre y, por extensión, el perfil de su creador.

My Beautiful Dark Twisted Fantasy es un disco confesional a voz en grito, aunque su verdadero tema no sean tanto los avatares amorosos y demás experiencias íntimas -eso ya quedó sobradamente retratado en el anterior 808s & Heartbreak(2008)- como la concepción del arte que tiene su creador.

Desde el seminal The College Dropout (2004) quedó claro que West se había marcado como objetivo ampliar los horizontes temáticos y estilísticos del hip hop, género que fue bastardizando progresivamente a cada nuevo álbum mediante osadas ideas de producción multicolor y una nómina de colaboradores en la que cabían tanto su padrino Jay-Z y demás astros del rap como figuras tan alejadas del mundillo como, por ejemplo, Michel Gondry, quien recordó los lejanos tiempos de Oui Oui cogiendo las baquetas para Late Registration (2005), álbum de confirmación en el que también participó el músico, compositor -suyas son las bandas sonoras de, entre otras, Magnolia (Paul Thomas Anderson, 1999) yOlvídate de mí (Eternal Sunshine of the Spotless Mind, 2004)- y productor Jon Brion (Fiona Apple, Brad Mehldau, Rufus Wainwright…).

Como podemos ver, la mezcla de estilos y la búsqueda de un sonido inmediatamente reconocible (no tardaríamos mucho en descubrir que al final del camino siempre estuvo el pop) eran elementos que formaban parte de la obra de Mr. West desde el primer minuto, pero no ha sido hasta su último álbum cuando se ha desatado completamente, pariendo un disco abigarrado en el que todo convive en precario y milagroso equilibrio: el soul con el heavy metal, Gil Scott-Heron con Bon Iver, Mike Oldfield con Aphex Twin. Es un mapa demente de todas las músicas surgidas a partir del último cuarto del siglo XX sin más brújula que el ego (el genio) del propio Kanye West. Una fantasía cegadora, fascinante, tan seductora como repelente. Una obra de arte total imposible de concebir si se teme caer en el ridículo y el mal gusto: la clave de su éxito es su capacidad para encontrar el equilibrio dentro del exceso, el lugar exacto para que sintamos el vendaval sin ser expulsados del paraíso, impulsándonos a darle al play de nuevo una vez ha terminado el recorrido (de más de una hora).

¿Qué tiene que ver esto con Runaway? Pues bastante, ya que sus imágenes no dejan de ser una excreción visual de los sonidos imaginados por West. El firmante de Graduation (2007) ha puesto mucho cuidado en que los clips que acompañan sus singles vayan en consonancia con su voluntad de desmarcarse de los tópicos estéticos asociados a la música negra (redefinición visual que empieza por su propio vestuario, donde tienen mucha más presencia los trajes que las sudaderas), entregando piezas como “Heard ‘Em Say” (con animaciones de Bill Plympton), “Touch the Sky” (revivalseventies coprotagonizado por la neumática Pamela Anderson), “Stronger” (indisimulado homenaje al “Akira” de Otomo) o el extraño y minimalista “Flashing Lights”, codirigido por Spike Jonze y él mismo, una vuelta de tuerca a los tópicos sexistas del hip hop (algo que lo emparenta en cierto modo con el “Windowlicker” de Aphex Twin-Chris Cunningham) donde West es asesinado por una escultural hembra en ropa interior.

Runaway es consecuente con este refinamiento formal, aunque en esta ocasión se impone cierta intencionalidad narrativa de la mano de una trama -ideada por Hype Williams, firmante de un buen número de los videoclips de música negra de las dos últimas décadas- delgada cual papel de fumar. Veamos: West se encuentra con una atractiva ave fénix que se ha estrellado contra la tierra y la acoge en su casa, observándola primero con curiosidad y luego con afecto, hasta llegar a un bizarro romance entre un humano y una criatura mitológica que, obviamente, no puede durar, ya que “los humanos destruís todo lo que es diferente” (Fénix dixit). Así que, tras una cópula épica, la bella fénix alzará el vuelo dejando al pobre West solo y perdido en el mundo.

Sí, contado de esta forma yo también huiría despavorido, pero aquí lo importante no es lo que se cuenta (sin ápice de cinismo, por otro lado, lo cual ya es un mérito), sino el encadenado de set-pieces ultraesteticistas que convierten aRunaway no tanto en un filme como en un objeto, algo que poseer y con lo que deleitarse una y otra vez. Esta es una definición que podría aplicarse también a la reciente Sucker Punch (Zack Snyder, 2011), y es el fracaso (estrepitoso) de esta última lo que permite calibrar los logros de West. El filme de Snyder era un objeto pero, también, un producto calculador, huérfano de cualquier hálito poético que nos arrastrase en su sinsentido. Runaway (a la que me resisto de calificar de “poética”) es justo lo contrario, un muestrario de proezas que pretende dar con un ideal de belleza total, abrazando de paso el mayor espectro de público posible. Con metáforas de mercadillo, sí, pero también con sinceros calambres de emotividad (el desfile que homenajea a Michael Jackson), conatos de erotismo (el Fénix encarnado por la modelo Selita Ebanks convulsionándose al ritmo de un remix del tema “Power”) y con secuencias de una plasticidad tan gratuita como incontestable, encabezadas por la interpretación de la canción que da título a la película con West al piano acompañado de una formación de bailarinas. Describirlas con más detalle sería un ejercicio fútil, pues han nacido para ser vistas, no para que se escriba sobre ellas.

Tras esto, Kanye West puede colgarse al menos dos medallas: demostrar (una vez más) que está a la cabeza del pop actual y, sobre todo, haberse sacado de la manga, sin que nadie lo esperase, un Thriller (John Landis, 1983) para el nuevo milenio (el tiempo dirá si cala igual en el imaginario colectivo). Pero ahora le queda afrontar un reto todavía superior: romper este techo creativo (musical, pero también estético). Las últimas noticias que nos llegan de ‘Ye son un poco decepcionantes: ni el clip, dirigido por Hype Williams para la mayestática “All of the Lights” -cuyo mayor logro se limita a haber fusilado los créditos estroboscópicos de Enter the Void (Gaspar Noé, 2009)-, ni su no-tan-definitivo concierto en el festival de Coachella -mucho aparato, mucha bailarina, pero pocas ganas de llevar de forma orgánica al escenario los sonidos de su último disco, que es de lo que se trataba- están a la altura de lo que esperábamos de él. No se preocupen, algo se le ocurrirá. Seguro.

Pero si hablamos aquí de Runaway no es por ser una hermosa colección de postales, sino por lo que nos dice acerca de la forma en que consumimos audiovisualmente la música a día de hoy. Con la MTV más interesada en dar vueltas de tuerca al concepto de reality show que en la música que antes era su razón de ser (por más vendida y deleznable que sea), resulta obvio que los vídeos musicales encuentran mejor cobijo en las redes sociales que en las pantallas del televisor, expandiéndose a golpe de click y de “me gusta” por blogs y facebooks del mundo entero. Eso también ha permitido a músicos y realizadores una mayor libertad de movimiento en lo que se refiere a incluir elementos que antes estarían vetados de antemano, caso de imágenes de desnudo (la productora barcelonesa Canada ha hecho de eso toda una marca de fábrica) y, sobre todo, ha posibilitado abolir las duraciones estandarizadas que empiezan y terminan con la canción a promocionar.

Kanye West ya ensayó esto con We Were Once a Fairytale (2009), cortometraje dirigido por Spike Jonze y (más o menos), derivado del álbum 808s & Heartbreak. En él, el astro se interpretaba a sí mismo en una noche de excesos en la que terminaría expulsando y sacrificando sus demonios interiores, claro intento de West por enfrentarse a la errática conducta de su personaje público, que ya le ha costado varios disgustos y que ha terminado convirtiéndose en el tema central de muchas de sus letras. Posteriormente, West presentaba “Power” no con un videoclip, sino con una apabullante “pintura en movimiento” de minuto y medio realizada por el artista -amén de director de Demolition Man (1993)- Marco Bambrilla. Irónicamente estrenada en MTV, Power nos presentaba a West como una especie de semidios aguerrido más vulnerable (esa espada que pende sobre su testa) y rodeado de criaturas de todo tipo que se mueven al ralentí.

West no está solo en su ¿consciente? cruzada contra los límites del videoclip. Hace unas semanas los Beastie Boys se daban un autohomenaje con Fight For Your Right (Revisited), en el que Adam Yauch trufa de apariciones estelares unremake (estirado hasta la media hora) de su clip para el clásico “(You Gotta) Fight For Your Right (To Party)”. Por su parte, Arcade Fire tienen a punto de caramelo el mediometraje inspirado en The Suburbs (2010) que ha dirigido Spike Jonze (¿por qué será que es el nombre que más se repite en este apartado?), del que ya pudimos ver un avance en el emotivo clip del tema titular. Yendo más lejos, acompañaron el lanzamiento del single “We Used to Wait” con el proyecto multimedia y personalidado (“cortometraje interactivo”, lo llaman) The Wilderness Downtown, ideado por Chris Milk y que jugaba con los recuerdos de infancia de cada oyente.

¿Anécdotas? ¿Excepciones a la regla? Quizás, pero también es posible que nos encontremos ante las primeras señales de un nuevo salto evolutivo en el lenguaje del videoclip. De lo que no cabe duda es de que algo está ocurriendo en ese punto que une la música con la imagen, y vale la pena seguir con atención este proceso.