Cualquier tiempo pasado no fue mejor

Un cine que agoniza con buena salud

 

“Los muertos que vos matáis gozan de buena salud”, escribió don José Zorrilla en su “Don Juan Tenorio”, y eso parece sucederle, desde mi punto de vista, al cine, medio siglo después de que Roberto Rossellini (nada menos) anunciase su muerte inminente, cuyos responsos han sido coreados, con variables grados de nostalgia, melancolía, resignación, rabia o feroz alegría, por multitud de otros cineastas, críticos, cinéfilos, sociólogos, mercaderes, potentados multimedia, profetas apocalípticos de todo pelaje (nada interesados por el cine) y post-modernos en general, hasta convencer, entre unos y otros, a buena parte del público que semanalmente acudía a las salas de cine de que no valía la pena que mantuviese tan peregrina y obsoleta costumbre, que -como todas las costumbres- se pierde fácilmente en cuanto se interrumpe o se va espaciando semejante (siempre esperanzada) peregrinación. Algunos abreviarían diciendo que el cine se estaba muriendo, acosado por la televisión (ilusoriamente gratuita), “y entre todos lo mataron”.

Convendría, sin embargo, que los cinéfilos verdaderos y, sobre todo, los críticos no se dejaran convencer tan fácilmente por algo que dista tanto de ser evidente como de constituir una novedad. De lo segundo es prueba suficiente que desde sus comienzos (ya los hermanos Lumière proclamaron que era “un invento sin porvenir”), y con mutaciones técnicas más o menos trascendentes pero periódicas, el cine ha vivido en permanente crisis general -con independencia de las no menos constantes sufridas a escala nacional en casi todas partes-, pese a lo cual hace ya más de tres lustros que cumplió sus primeros cien años, y que se sepa, continúa vivo, y produciéndose en cantidades tal vez más excesivas que insuficientes.

Conviene, además, tener bien presente la sospechosa coincidencia de teorías o portavoces neomilenaristas que anuncian, ya que no -por ahora- el fin del mundo, por lo menos el fin de casi todo: la novela, las ideologías, la historia… nada menos. ¿Se han fijado que cada difunto mediáticamente ilustre es en los últimos tiempos -pero desde hace ya bastantes años- “el último” poeta, músico, gran actor o lo que quiera que fuera, como si se desease con urgencia que desapareciesen cuanto antes esos últimos representantes de la excelencia en cualquier terreno y no cupiese ya esperar nada más bueno en esos variopintos campos de la actividad humana? No contentos con quedarse con nuestro trabajo y nuestro dinero, se diría que algunos -no sé si otros o los mismos- nos quieren ir desposeyendo de cuanto pueda importarnos, divertirnos o significar algo interesante o que de valor a nuestro paso por el planeta. Lo que no se prohíbe (siempre, por supuesto, por nuestro bien), se acaba para siempre o cuando menos “toca a su fin”. A ver si nos quedamos encerrados en casa (quien la tenga) dispuestos a morirnos poco a poco de asco y aburrimiento, o inmersos en el pasado de aquello que nos pueda agradar. Y, mientras, que los ídolos súbitamente entronizados (prematuramente, cuando menos, en la mayoría de los casos) queden igual de velozmente obsoletos o “pasados de moda”, para poder reemplazarlos prontamente por otros aún más artificialmente fabricados en atención al resultado de encuestas.

 

Una modesta proposición

Yo invitaría a todos a no fiarse, y menos todavía de los discursos mayoritarios (no digamos unánimes), de los “slogans” (por “modernos” u “objetivos” que se proclamen), y a hacer un repaso, forzosamente subjetivo y personal, acerca del verdadero valor que está dispuesto a conceder a cada uno de los ídolos, grandes pensadores o paladines de alguna causa “políticamente correcta”, y de la situación actual en cualquier aspecto de la vida del que tenga algún conocimiento y por el que sienta afición o interés.

En el caso del cine, para quien -de un modo u otro- se procure (con un mínimo de esfuerzo) un poco de información acerca de lo que se hace pero no se nos publicita, y se las apañe (hay más medios que nunca, aunque pueda dar cierto trabajo y tener un coste) para echarle un vistazo (aunque sea en dimensiones reducidas y sin toda la calidad de imagen y sonido del original), deduzco, por mi experiencia personal de ya veterano cinéfilo, que el resultado dista de ser el que habitualmente proclaman revistas “especializadas” acomodaticias (a remolque de la perezosa y cada vez más cobarde distribución-exhibición, cuando no es puramente sucursalista-colaboracionista del invasor “amigo americano”, desgraciadamente hoy menos atractivo y aventuroso que nunca antes), los periódicos de mayor tirada y las cadenas de televisión que mínimamente mencionan el tema.

Como siempre, pero más aún, abundan los falsos prestigios o aquellos que viven de las rentas de su pasado. Cada día son más los cineastas desconocidos hasta para los más aficionados, famosos sólo en festivales y entre minorías que, país tras país, si se sumaran, serían un contingente bastante numeroso, aunque en cada sitio supongan un exiguo porcentaje de un volumen de espectadores potencial que (casualmente) no suele ir al cine más de un par de veces al año, y no precisamente con ánimo explorador. Y se encontraría, pese a la escasa euforia ambiental, con que en los últimos diez o quince años (tomemos, por ejemplo, desde 1995, ya que ese año el cine cumplió cien años y pareció recuperar, siquiera para las ceremonias, algo de su perdido orgullo como “arte de nuestro tiempo”) ha habido más o menos la misma cantidad de películas extraordinarias, muy buenas o sumamente interesantes que en casi cualquier otro periodo de la misma duración, incluidos los tradicionalmente considerados, “a posteriori”, como “edades de oro”.

 

Un espectador despierto

La diferencia estriba en que antes (incluso cuando había barreras censoriales ridículamente estrictas y puritanas, como sucedía en España) se iba viendo, quizá con retraso, a veces deformado o mutilado, casi todo lo interesante, mientras que ahora la mayoría de lo que se estrena ni apetece ni satisface al que se deja tentar, y en cambio lo mejor, lo más original y lo más innovador se ha visto relegado a los márgenes de la industria y queda consiguientemente fuera de los circuitos comerciales de distribución.

Naturalmente, quien por desidia, conformismo o dificultades geográficas o económicas se limita a comer los platos que nos sirven, tendrá motivos para quejarse de la decadencia del antaño llamado séptimo arte (en realidad, sólo del norteamericano y, si acaso, del nacional, pues del resto apenas llegan “muestras sin valor”); para colmo, se verá desanimado “preventivamente” por quienes están interesados (o a sueldo de estos) en que se mantenga el “status quo” y parezca que no hay alternativa, cuando lleguen, en contadas ocasiones y sin la celeridad que hoy exigen los nuevos medios de comunicación y difusión, algunas de esas películas (que no se anuncian y hay que buscar con lupa en la cartelera, que se estrenan de tapadillo en los más raquíticos y escondidos cines, en los que duran raramente una semana entera, a veces con sólo uno o dos pases diarios).

Pero el que no se conforme o resigne a ser un espectador pasivo y atenerse a las “elecciones” o “apuestas” ajenas (que muchas veces ni son eso, sino imposiciones desde fuera, la escoria que envuelve a la fuerza un paquete que incluye una o dos piezas supuestamente muy taquilleras), salvo que padezca el síndrome de nostalgia por su juventud y haya perdido la fe en el futuro del cine como arte en evolución (que son, unos y otros, por desgracia, sobre todo para ellos mismos, muy numerosos), se encuentra con un panorama no sólo bastante satisfactorio, sino incluso, me atrevería a decir, sumamente alentador y estimulante; naturalmente, a algunos de esos espectadores aún curiosos les gustarán ciertos directores y algunas de sus películas, y a otros esos y esas les parecerán aburridas, incomprensibles, insignificantes o incluso detestables, pero a los del segundo bloque les encantarán, en cambio, autores y obras que los del primero encontrarán carentes de interés o infames, con lo cual, sean cualesquiera los títulos y los nombres elegidos, yo diría que casi todo el mundo podría interesarse por más películas actuales de las que probablemente esté dispuesto a ver y disponga de tiempo libre para contemplar.

Cabe, incluso, que el impulso creativo detectable hacia 1995 haya perdido fuerza en el último quinquenio, o hasta con el cambio de siglo, ya que todavía no se ha motejado al cine de “arte del siglo XXI” y se lo suele confinar al XX. Tampoco tendría eso nada de extraordinario, ya que los ciclos existen en la actividad artística lo mismo que en la económica, y al ser el cine normalmente muy caro, depende en buena parte de la marcha general de la economía que se hagan más o menos películas, con mayores o menores apoyos estatales, con más o menos medios (y tiempo). Eso supone que últimamente se hacen menos películas, por lo general con más ambición comercial que artística, y que los cineastas más originales, imaginativos e independientes tienen menos posibilidades y más dificultades para trabajar y, sobre todo, para que, una vez realizadas, sus películas se vean. En consecuencia, desde que empezó a debilitarse la economía mundial hacia 2006, es muy probable que haya descendido no sólo el número de producciones y de espectadores, sino también el porcentaje de buenas películas y de espectadores dispuestos a experimentar lo desconocido, y con ello la recaudación en general y, sobre todo, la de esas películas empujadas a la cuneta (por poca vocación que tengan de ser marginales o minoritarias).

 

Un cine mundial

En fin, antes las películas que se estrenaban procedían mayoritariamente, aparte de los Estados Unidos y del propio país, de muy pocos otros lugares: Francia, Italia, el Reino Unido, antaño Alemania o la Unión Soviética, excepcionalmente el Japón, la India o Hong Kong, muy raramente México, Argentina, Brasil, muy de tarde en tarde Australia, Egipto o Filipinas, y a veces caía alguna rara muestra de Suiza, Bélgica, Holanda, Polonia, Hungría, la extinta Yugoslavia o la escindida Checoslovaquia; hoy, en cambio, aunque las dos fuentes principales de casi todos los mercados sigan siendo la estadounidense y la local, las películas de mayor interés y calidad pueden venir literalmente “de cualquier parte”, incluso de países sin apenas producción ni tradición cinematográfica, mientras que el grueso de las películas que se hacen en los Estados Unidos hace varios decenios que no cumplen los requisitos mínimos que estuvieron en vigor durante los años veinte, treinta, cuarenta, cincuenta e incluso sesenta (me maravilla que, en los últimos años, puedan nominar cinco películas buenas para los Óscar, aunque no me asombra ya que casi ninguna de ellas se cuente entre las preseleccionadas).

En Europa (en España no tanto, pero a veces) se estrenan ya películas hechas por thailandeses, taiwaneses, surcoreanos, filipinos, singapureños, indonesios, indios, ceilaneses, japoneses, chinos, hongkongueses, malayos, iraníes, palestinos, turcos, israelíes, neozelandeses, australianos, senegaleses, malíes, etíopes, marroquíes, tunecinos, argelinos, egipcios, peruanos, colombianos, venezolanos, cubanos, brasileños, argentinos, chilenos, uruguayos, mexicanos, canadienses, etc.), que -con suerte y en principio- no tienen nada que envidiar a las de los países europeos y en ocasiones las superan. Se pueden ver hoy, con relativa frecuencia, películas interesantes alemanas, austriacas, portuguesas, griegas, rusas y de casi cada una de las antiguas repúblicas socialistas, tanto las de la Europa del Este como las de la desaparecida URSS.

No es mi propósito abrumar al hipotético lector que haya llegado hasta aquí con una minuciosa enumeración de las películas realizadas en los últimos quince años que encuentro imprescindibles y “tan buenas como las de antes” o los directores que – aunque a veces se equivoquen, como todo el mundo, o se vean zancadilleados, o renuncien a sus principios- cuya (a menudo errática, discontinua e itinerante) pista conviene seguir, no sólo para estar “al día” de lo que se hace en el mundo, sino, sobre todo, para disfrutar de películas que, si no son “como las de antes” (en ningún lugar lo son, ni creo que pudieran o debieran serlo), no son necesariamente inferiores a las de los años ochenta, setenta, sesenta, cincuenta, cuarenta, treinta o veinte, sólo otras y quizá diferentes. Y no porque no tenga claro quiénes, para mí, tienen todo el interés posible y quiénes -aunque sean muy famosos- lo tienen muy escaso o son simplemente unos impostores o unos majaderos, cuando no ambas cosas, sino porque sería, evidentemente, una relación o lista no sólo subjetiva (que no incluiría jamás, por mucho que la opinión mayoritaria los premie o los corone y enriquezca, ni a Santiago Segura ni a Amenábar, ni a León de Aranoa ni a Reygadas, ni a von Trier, ni a Marc Recha ni a Jaime Rosales, ni a González Iñárritu ni a Dumont, ni otorgaría cheques en blanco indefinidos a gente tan prestigiosa, y a veces valiosa, como Scorsese, Haneke, Van Sant, Loach, Leigh, Tarr o Woody Allen), sino que forzosamente no podría coincidir (o sólo en parte) con la experiencia (antes compartida y común) de gran parte de los espectadores.

Simplemente, invitaría al que (por los medios que tenga a su alcance e iniciativa) no se limite a ver lo que en España (y no en todas las localidades) nos dejan conocer, a que elaborara sus propias listas y contabilizara hasta qué punto puede decirse, con un mínimo de seriedad, que el cine ha muerto o ha perdido toda ambición, que no innova y que cuando pretende hacerlo el resultado “no se entiende” y “resulta” aburrido (despersonalizando así dos sentimientos puramente subjetivos; la prueba es que otros sí lo entienden y no se aburren en absoluto), como reiterativamente proclaman los reaccionarios cinematográficos de todo pelaje, los que (reveladoramente), dentro del cine del pasado, suelen anteponer a Ernst Lubitsch el excelente pero comparativamente menor Billy Wilder, y dentro del actual parecen vivir ya en la nostalgia de lo que hace veinte o treinta años hicieran los muy medianitos Spielberg, Lucas, Bogdanovich y compañía, es decir, los que viven enquistados en su ya pasada infancia o adolescencia, aquejados de una variante no muy simpática del complejo de Peter Pan que les sirve, más que nada, para descalificar a los cineastas presentes en nombre de los difuntos (cuando dentro de nada todos los “grandes” históricos serán eso, historia). Es un recurso, me temo, excesivamente fácil (y de escasa utilidad): en nombre de Murnau, Mizoguchi, Ford, Renoir, Lang, Hawks, Hitchcock, Griffith, Chaplin, Ozu, Lubitsch o Dreyer se podría minusvalorar ridículamente a Max Ophuls, Anthony Mann, Mankiewicz, Douglas Sirk, Nicholas Ray, Minnelli o Cukor, como comparándolo con el de Buñuel se podría prescindir de todo el cine de habla hispana, incluso futuro.

Conviene mirar las cosas con cierta perspectiva; por eso, además de invitar a establecer esa especie de selección jerárquica de los cineastas hoy (o todavía: no olvido a Godard o Straub u Oliveira, a pesar de su avanzada edad más modernos que casi todos los más jóvenes) en activo (aunque sea de tarde en tarde o condenados a metrajes cortos, como Erice), invitaría a los que no ignoren olímpicamente el pasado (y observo con inquietud y estupor que algunos convierten en pretérito cuanto se filmó antes de su propia venida al mundo, cuando no lo de hace dos o tres temporadas) que haga lo propio con periodos previos de quince en quince años, y compare sin sentimentalismos ni la pesada influencia que tiene lo “unánimemente reconocido” en la mayoría de las listas de “mejores” (que hace seguro e “incontestable” un voto a Citizen Kane o El acorazado Potemkín).

 

El estado de las cosas

¿De verdad estamos mucho peor que hace treinta, cuarenta y cinco, sesenta años? Es posible que haya menos grandes películas, de acuerdo, pero -aparte de que las recientes no han pasado aún la prueba del tiempo-, ¿son claramente peores las mejores de los últimos diez o quince años que las máximas obras de los años cuarenta o treinta, si las despojamos de su renombre mítico, de los elogios reiterados, de su continuada presencia no revisada en las Historias del Cine? ¿No puede parte del cine haber perdido algunos de sus atractivos pero haber ganado, en cambio, otros valores? Es difícil evaluar y ponderar los saldos, y admito incluso la posibilidad de que “cualquier tiempo pasado” pueda haber sido mejor en ciertos sentidos; pero no que lo sea en todos, y hay que tener presentes los muchos detalles molestos, convencionales, tramposos o falsos que disculpamos (a veces hasta con excesiva indulgencia) como “productos de la época”, que en cambio en el cine actual, porque no nos llega de él su eco, sino su sonido presente, contemporáneo, nos molesta o nos perturba (aun cuando quizá dentro de veinte o treinta años se contemple con la misma compasiva comprensión y se diga “es que en el año 2011 eran así”).

Se puede observar, y a muchos es quizá lo que más les molesta de buena parte del cine de los últimos cincuenta años (que es ya casi la mitad de la historia del cine, en todo caso un periodo más largo que el mudo), que, en general, incluso el cine más “neoclásico” y pretendidamente orientado a “contar una historia”, ha perdido habilidad o soltura narrativa (no digamos concisión o economía). Pero nada hace obligatorio que el cine sea exclusivamente narrativo, ni veo ninguna razón intrínseca para que constituya esa cosa tan vaga (y a veces tan poco recomendable) que se llama “un espectáculo”, por lo que no se me ocurre ningún motivo que encuentre válido para condenar o rechazar lo que no se limite a relatar un “argumento” (a fin de cuentas, no es eso en sí mismo cine) a través de imágenes y actores, o se circunscriba a mostrar (lo mismo un mundo imaginario que el perceptible a simple vista en la realidad circundante). Y conste que cada vez abundan menos los “experimentos” (aunque ya se considere “experimental” cualquier película que escape mínimamente de las convenciones más vulgares y sobadas). Muchas veces se toman como “rarezas” lo que son formas narrativas, leyendas o costumbres de civilizaciones o países que no conocemos (o muy mal). No creo que Apichatpong Weerasethakul, Abbas Kiarostami o Jia Zhang-ke sean “radicales innovadores” ni particularmente estrafalarios en sus respectivos países, ni que aspiren, a cualquier precio, a resultar extravagantemente originales, entre otras cosas porque nadie hace películas con la expectativa de que nadie las entienda, y más bien tienden a sorprenderse de algunos malentendidos o de interpretaciones esotéricas fantasiosas (producto, en el fondo, de la ignorancia y el desprecio), que naturalmente lamentan y probablemente no pueden remediar.

¿Qué quizá Clint Eastwood no es tan bueno como John Ford? De acuerdo, ¿pero quién lo es? ¿Qué tal vez sea menos bueno incluso que Anthony Mann? Es muy posible, pero me lo tendría que argumentar alguien que de verdad apreciase el cine de Mann, que no es precisamente un valor universalmente reconocido ni definitivamente consagrado, ni por los historiadores ni por la crítica, y que en todo caso trabajó en unas circunstancias completamente distintas y, por cierto, con mucha menos independencia y control sobre lo que realizaba, lo que ya hace un poco tramposa la comparación, ya que los logros dependen en buena medida de las circunstancias? Cabría también preguntarse si el público actual, si los espectadores de hoy, estamos también a la altura del que tuvieron aquellos cineastas de otras épocas, si podrían hoy, de seguir vivos, contar las mismas historias con idéntico estilo, con la misma complejidad, o iban a verse abandonados e incomprendidos, o considerados unos peligrosos vanguardistas elitistas que nadie podría comprender; si no tendrían que pasarse al cine “underground”, como ya sucedió con Nicholas Ray en la etapa final de su carrera, o morir tras años de inactividad forzada, con proyectos que no encontraban financiación, como le pasó a Ford.

 

¿Qué cine agoniza?

Se confunde, menudo deliberadamente, el cine con la industria del cine, el arte posible con el negocio al que la mayoría aspira o se dedica. Se conmemora no el invento en sí, ni las primeras obras, sino la primera exhibición comercial cinematográfica, que es lo que sucedió en el Grand Café de París el 28 de diciembre de 1895, y se intenta desde entonces reducir el cine a esa actividad comercial. Y es muy posible que la industria del cine (que no ha sido tal en todos los países ni en todas las épocas) esté efectivamente atravesando una crisis profunda y a la que se enfrenta con muy escasa imaginación y con poco conocimiento de las causas reales de sus propios problemas, y por tanto con menguadas posibilidades de encontrar remedios adecuados, si los hay. Lo que no quiere decir, por más dificultades que encuentren, que los creadores cinematográficos hayan perdido la fe en la evolución del cine y en su futuro, ni se hayan quedado paralizados y sin ideas ni imaginación.

Si hubo una época en la que todo el cine -por audaz, innovador o raro que fuera- estaba producido por las mismas compañías, y se estrenaba en las mismas salas y en parecidas condiciones, quizá ahora lo que sucede es que la industria ha olvidado que los “experimentos” de hoy son la base del lenguaje normal y comprensible de mañana mismo, y eso impide que esté en condiciones de seguir atrayendo a los espectadores suficientes. Y en lugar de “fichar” a los renovadores, los expulsa.