La batalla de Tabatô

Mi batalla con Tabatô

“En Tabatô, 4500 años atrás se inventa la agricultura;
2000 años atrás la justicia, y 1000 años atrás,
las bases del reggae y del jazz”
(La batalla de Tabatô)

 

La_batalla_de_Tabato-cartelHace dos años que me topé, viviendo en Bogotá, con un título que se me hizo extrañamente poderoso como para desdeñarlo de tajo, junto con la cantidad de otras fruslerías que suele atiborrar las páginas dedicadas al coming soon. El nombre hablaba de la guerra en un lugar recóndito, perdido en la maraña del trópico africano, en el que seguramente habitaban los dioses de la humanidad entera. Desde el mismo momento en el que leí aquel título me decidí a conseguir las imágenes que le estaban subordinadas de la manera que fuera, como si en efecto se tratara de un deber impuesto sobre mí por esos dioses que estaban a punto de batirse en duelo, y del que yo me imaginaba como su único testigo. Con el paso de los meses y después del primer año, empecé a creer todo lo contrario, que sería yo el único que jamás vería la tan esperada batalla. Nada más efectivo para devolverme de un solo golpe a la humilde condición del espectador ordinario, ese que es uno más entre la fila frente a la taquilla. Pero al paso que iba, ni siquiera conseguiría la última entrada destinada al peor puesto de la sala; era un espectador sin su película.

A finales de 2014 y estando en Barcelona, en la que comencé a frecuentar un cinecito de lo más acogedor cerca de mi casa, y que de alguna manera representaba uno de estos lugares imposibles —ese último rincón en el fin del mundo, en el que es imposible encontrar cualquier cosa—, los dioses me concedieron justamente eso. De manera inadvertida me topé nuevamente con ese título en la cartelera. Al principio ni lo creí, puesto que era imposible, pero desde luego se trataba de mi película, ese era su nombre anotado en el folletín de la programación mensual. Si bien podía estar siendo víctima de algo tan vulgar como un deus ex machina o peor aún, eso que Hitchcock llamaba “conversación de nevera”, lo cierto era que por fin tendría la oportunidad de reunir las imágenes con aquello que las había hecho posibles en mí desde el principio. Estaba a punto de presenciar La batalla de Tabatô (A Batahla de Tabatô, João Viana, 2013).

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El film es esencialmente eso. Un reencuentro con el pasado para expiar el remordimiento, que subsecuentemente degeneró en el distanciamiento —temporal y espacial— de sus personajes. Baio, un veterano de la guerra de independencia de Guinea-Bissau, regresa luego de más de treinta años de exilio en Portugal para entregar a su hija Fatu en matrimonio con Idrissa, un reconocido músico en toda la región. Entonces las miradas evasivas de un país desconocido lo reciben como a cualquier extranjero, tras el cual todavía subyace la marca del colonialismo y de la traición, a la manera de las punzantes quimeras de Baudelaire.

Y podría decirse que La batalla de Tabatô es una carga durante la mayor parte del tiempo. Su propuesta visual se hace pesada en un blanco y negro demasiado homogéneo, demasiado plano, del que escapamos de cuando en cuando por medio de algún contraste en claroscuro que resulta disonante. Sus planos estáticos y en gran angular, que por lo general dejan mucho espacio alrededor de los personajes, son también una suerte de sopor para el ojo. Y aunque estas primeras impresiones puedan aludir a mi desilusión respecto a un film que estuve buscando durante mucho, no se podría caer en un error más grande. Si La batalla de Tabatô es una carga es porque debe serlo. Porque el llegar al hogar que uno decidió rechazar es pesado. Porque serle extraño a tu propia sangre es pesado. Y porque transplantar el pasado a las tierras movedizas del hoy, puesto que el presente nunca se detiene, no solo es pesado sino imposible. La homogeneidad solo lo es porque hay algo que la interrumpe, y el contraste no es otro que la diferencia irremediable entre la luz y la oscuridad. Si hay demasiado espacio en el cuadro es porque al personaje le cuesta llenarlo, pues ¿cómo habría de hacerlo si está ocupando un lugar que no le corresponde?

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Baio es un ciudadano sin país y un soldado sin ejército, pero a pesar de ello sigue siendo un padre para su hija. Es Fatu quien le brinda la oportunidad de volver a ser alguien únicamente donde puede serlo: su patria soberana. Y es a partir de estas vicisitudes que uno llega a comprender la riqueza visual del film. Las negras siluetas que encierran a los personajes cuando hablan de los años que se fueron, frente a la realidad sobrexpuesta de una actualidad demasiado evidente. O los extraños objetos que Baio conserva en una maleta salvaguardada por la bandera de Portugal, a través de los que le llegan los sonidos de la guerra de independencia como armas monstruosas en su vileza pero también en su obsolescencia. Detalles que expresan la enorme sutileza de un film con el que hay que batallar un poco, hay que reconocerlo, pero en el que se esconde una victoria para quien lo vea.

Al final la recompensa, tanto para Baio como para el espectador, es la gran batalla de Tabatô. Tras la muerte de Fatu en un accidente automovilístico ocasionado por los recuerdos delirantes de Baio, Idrissa le impone un duelo al portentoso ritmo de los tambores y los balafones tras un velo rojo que ensangrienta la imagen. Baio debe decidirse entonces entre las bombas y los disparos que Europa produjo hace más de treinta años o sus raíces en la tierra Mandinga que lo vio nacer. Cuando Baio reemplaza sus oxidados objetos por un par de mazos con los que pueda tocar las teclas del balafón, sabemos cuál es el resultado. En una bella composición del músico portugués Pedro Carneiro, el pueblo entero de Tabatô se reúne en torno a Baio, quien con su música consigue apaciguar, de una vez y para siempre, los reclamos de los dioses que lo habían maldecido por traicionar 4500 años de una historia más que grandiosa.

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La película llega lentamente a su fin, y yo no podría haber quedado más redimido conmigo mismo después de tanto tiempo. Pensé que la batalla era con el destino, pero en realidad fue entre lo que creímos ver y no vimos, lo que fuimos y ahora no somos. ¿Quién gana entonces? Yo vi mi película.

 

© Julián Cajas, abril de 2015