Kiarostami 2.0
Superar a la imagen
“Es una cuestión de imagen el poder llegar a superarla” (R.A.)
Después de haber sido el cineasta más destacado de la década de los noventa, después de cortocircuitar cada certeza cinematográfica con cada una de las seis películas realizadas durante ese periodo de tiempo, después de que su obra fuera sometida a riguroso estudio desde ámbitos no solo cinematográficos y después de que cada nueva película fuera esperada con un mayor grado de expectación que la anterior, Abbas Kiarostami decidió explorar, coincidiendo con el cambio de siglo, las posibilidades expresivas de los nuevos sistemas de registro que ofrecía el recién nacido mundo digital. El gesto, que vino acompañado del anuncio de que no volvería a rodar en 35 mm., se entendió como un cambio de rumbo en una obra que había alcanzado un alto grado de perfección. Consecuentemente, la mirada sobre sus películas de los 2000 cambió al mismo tiempo que parecían hacerlo los rasgos de estilo y signos de identidad que se habían constituido alrededor de su cine. A partir de entonces nació un nuevo cineasta considerado como experimental o de vanguardia, cuyos trabajos ya no podían ser considerados películas. Pero como aprendimos con cada una de sus lecciones de cine, algo fallaba en “la ficticia transparencia de lo real”.
La desilusión generalizada comenzó con las imágenes de las cámaras miniDV con que fue rodada ABC África en el año 2000. La propia película se presenta a sí misma (lo leemos en un fax) con la petición del IFAD (International Found of Agricultural Development) de rodar un documental que consiguiera ilustrar la situación en que vivían centenares de niños ugandeses que habían quedado huérfanos después de que la guerra civil y el azote del sida hubieran golpeado a multitud de familias. Kiarostami aceptó la propuesta y acudió al continente africano junto con su director de fotografía habitual, Seyfolah Samadian, y dos cámaras digitales de uso doméstico con las que pretendía esbozar, a modo de diario de viajes, lo que sería la película. Pero al regresar a Irán y revisar todas las horas registradas, se encontró con que el material del que disponía iba a ser suficiente para construir sobre la mesa de montaje lo que sería la película definitiva.
Uno de los momentos más recordados es el de la famosa tormenta nocturna que deja sin luz el hotel donde se aloja el director iraní. Por primera y única vez en todo el metraje se quedará a solas con su cámara para filmar el acontecimiento atmosférico durante unos siete minutos. La “escena”, además de ser precedente de una de las tomas de Five Dedicated to Ozu (2003), rompía con la observación ensimismada de diferentes ritos y normas de organización grupal del orfanato y la zona protagonistas del filme. “Waka waka”, esto no es África, como tampoco lo era el Irán representado en sus trabajos de los noventa. Dejándonos ciegos, negándonos las imágenes, Kiarostami anunciaba la ruptura del pacto que hasta ese momento había mantenido fielmente entre dispositivo fílmico y puesta en escena. Lo segundo, instaurado por el trabajo crítico de la Nouvelle Vague como criterio único para medir la calidad de una película, se diluía en unos pocos minutos de oscuridad para inaugurar un periodo en que su obra dejaría de tener la atención de la que hasta ese momento había disfrutado, y desplegaría, haciéndonos creer lo contrario, todo un sistema que trataría de superar todo aquello que se considera básico en un película de ficción. Resulta ilustrativa esta cita, tomada de un texto de Carles Matamoros, en la que director iraní habla de lo que sería su siguiente película: “Mi filme trata sobre la desaparición de la puesta en escena, sobre el abandonamiento de todos aquellos elementos que son indispensables en el cine convencional. Y yo diría, con cierta prudencia, que la dirección, en el sentido actual del término, puede desaparecer durante este tipo de proceso”.
MATEMÁTICAS
Liberado de la puesta en escena (o reducida al mínimo) y de un equipo tradicional de rodaje, Kiarostami comenzó una nueva vía en la que pretendía no intervenir en la imagen reduciendo su cine a unas cuantas tomas fijas. Ten (2002) hace alusión a las diez conversaciones que son registradas desde el interior del coche de una mujer divorciada que conduce por Teherán. La primera toma registra de forma íntegra la discusión que mantiene con su hijo. El desacuerdo absoluto del que parte la película desembocará en una toma final donde la conversación con el hijo será cálida, sin voces ni gritos. Entre medias hemos presenciado el diálogo con otras mujeres de distinta edad y “clase social”. En esencia, la película no se aleja mucho del concepto desplegado en ¿Dónde está la casa de mi amigo? (Khane-ye Doust Kodjast, 1987): la repetición como camino de aprendizaje. Solo que aquí el camino no está marcado en una colina y lo recorre una mujer para tratar de comprender a su hijo.
Cada una de esas diez tomas viene precedida por el número de una cuenta atrás que simula aquella que inauguraba las proyecciones de algún tiempo pretérito del cine. La transición entre puntuación e imagen viene adornada además por un sonido que ha sido asociado al de la campanilla que anuncia cada round de un combate de boxeo, con que se compara cada conversación. Creo sinceramente que la interpretación no ha sido del todo correcta y que, puestos a interpretar, el sonido se adecua más al de uno de esos ascensores de las películas de los años cuarenta. En primer lugar, porque las únicas conversaciones donde realmente emana un ambiente tenso son las que mantiene con su hijo. En las demás, el tono y el tema del diálogo se alejan mucho de ser un combate dialéctico. Pero sobre todo porque, más allá de las “historias” que se van narrando, lo que realmente percibimos es la reducción paulatina de la duración de cada una de las tomas, hasta mostrarse incapaces de registrar todo lo que ocurre dentro del vehículo.
De forma paralela a los trabajos destinados a exhibirse en pantallas de cine, Kiarostami desdobló sus investigaciones en lo digital con una nueva vertiente “museística”. En la instalación Sleepers (2001) se podía ver a una pareja mientras dormía en un enorme bucle de 98 minutos. El interés de la instalación no residía en lo que se podía apreciar en la imagen, sino en el punto de vista desde el que se debía articular la mirada a la pantalla donde se proyectaba. Situada en el suelo, el espectador cambiaba la habitual horizontalidad de la mirada por la de la verticalidad. De esta manera la instalación revelaba de forma magistral el problema de nuestra relación con las imágenes; la superioridad con que las miramos nos impide acceder a ellas.
La investigación continuó con otras instalaciones como Ten Minutes Older (2001), donde un bucle de solo diez minutos repite las imágenes de un niño mientras duerme, o Mirando el Ta`ziye (2004), donde las protagonistas resultan ser tres pantallas que proyectan una serie de rostros femeninos (la superior) y masculinos (la inferior) mientras se proyectan en tiempo real los rostros (en la central) de los espectadores, que a su vez miran la totalidad de esas imágenes. De esta manera podemos entender que el siguiente movimiento en conjunto de la “etapa digital” de Kiarostami ejecutaba una operación de separación de las imágenes para tomar una nueva posición desde donde mirarlas. Efectivamente, en Ten ya no importan las variaciones en la imagen, sino las variaciones de las imágenes. Había llegado el momento de dedicar más tiempo a pensar las imágenes que a trabajarlas.
CINCO
Después de ganar la Palma de Oro con El sabor de las cerezas (Ta’m e guilass, 1997), el director iraní quedó para la eternidad como un auténtico tanatófilo. El protagonista del filme pretendía que alguien le ayudara a sepultarle en la tumba que él mismo había cavado para su suicidio. El gesto fue interpretado como un alegato y celebración de la muerte del cine en su soporte tradicional de 35 mm. después de que una imagen digital surgiera del vacío de unos cuantos fotogramas en negro para mostrarnos el cambio de un paisaje otoñal a otro en su máximo esplendor primaveral. Pero aquella muerte “explícita” que evocaba Kiarostami tenía que ver más con aquella que late en todas las imágenes después de que los hermanos Lumière se convirtieran en espectadores de sus propias imágenes. Jacques Morice lo explica: “En la pantalla, el tren entra en la estación de La Ciotat y podemos imaginar, sin duda, que los hermanos Lumière tuvieron miedo de lo que habían creado. No sabían entonces que el cine moría (o empezaba a morir) el día de su mismo nacimiento […]. La inocencia se había perdido, pero el deseo acababa de nacer. Era absolutamente necesario encontrarse por primera vez con esta inocencia. Uno de los espectadores, conocido el efecto producido, acordándose de “haber visto”, eligió recrearlo haciendo la puesta en escena. Un segundo cineasta (que es, de hecho, el primero verdadero) nace (principio de clasicismo). Seguidamente, para retomar la mentira, un tercer cineasta (que conocía perfectamente las dos etapas precedentes) decide hacer otra película (principio de la modernidad) Se riza el rizo, se podría continuar hasta el infinito (hacer una película sobre una película…), pero no sería más interesante. Pues esta tercera película es la última posible, la única que puede vincularse con el cine original por el poder de su registro.”
La cita se puede encontrar en los extras del DVD editado por Divisa de A través de los olivos (Zire darakhatan zeyton, 1994). Es precisamente en esta película donde se sublima la idea kiarostámica: partiendo del imaginario de una primera película, el recuento llevado a cabo con la segunda nos da como resultado una sola escena que precipitará finalmente en un único plano de una pareja “atravesando los olivos”, plano con el que se cierra “la trilogía de Koker”. Una imagen congelada, una imagen entre todo el marasmo de imágenes de un imaginario. Por todo esto no debería de entenderse su obra como un palimpsesto, sino como una operación de resta meticulosa en busca y captura de una esencialidad que va más allá de la parte visible de una imagen. O incluso de la imagen misma. Como esa imagen sobre una pared que había sobrevivido al terremoto protagonista de Y la vida continúa (Zendegi va digar hich, 1991) y que inspiró a Jean-Luc Nancy para escribir La evidencia del film. El cine de Abbas Kiarostami (Errata Nature, 2008)
En Five (2003) todo quedaba reducido a cinco tomas con el mar como fondo. Este, más allá de todo lo simbólico o metafórico que pueda evocar, posee una potencia que le convierte en una imagen pura; se renueva a cada instante, resulta imposible de encuadrar y memoria y olvido se confunden en el mismo movimiento. Kiarostami adorna su “fondo” de sonidos, animales, objetos o personas en cada una de las tomas, pero en cada una de ellas se veía incapaz de homogeneizar el conjunto de la imagen. En su intento frustrado se revela la problemática de la distancia que todavía arrastramos desde la modernidad, desde el momento en que Ingrid Bergman miró a cierto volcán con una cara ensimismada que mostraba su impotencia para entender lo que estaba viendo. Pero esos problemas ya no tienen lugar dentro de la imagen, sino sobre la imagen misma. Es decir, que la escisión entre figura y espacio ahora se manifiesta entre figura e imagen. La explicación a esta mutación la podemos observar en cualquier lugar típico del mundo cuando una persona se fotografía con su cámara digital utilizando dicho espacio como fondo.
Kiarostami encuadra el mar, esa imagen que se renueva constantemente para ser siempre la misma. Una imagen que acumula sobre sí misma cientos de reflujos sin que aparentemente nada cambie en ella. Como los fondos intercambiables con los que nos fotografiamos. Idénticos, independientemente de quién los fotografíe. Pero, ¿qué circula detrás de ellos para que el gesto se repita en personas de muy distinta nacionalidad, formación cultural o edad?Para responder a la pregunta el director iraní hace propio el estilo de Yasujiro Ozu, mirando el conflicto de la modernidad con una forma de registro anterior a ella. Cabe recordar que el estilo inventado por el maestro japonés trataba de descubrir en lo aparentemente inmóvil todo su movimiento oculto. Y desde luego que los protagonistas no son familias que se disgregan lentamente. Ni siquiera lo es ningún elemento de los que vemos en las imágenes. El gran protagonista es el “tiempo” que Kiarostami concede a las imágenes y que viene a revelar, precisamente, su vida. En su momento Five fue interpretada de forma simbólica reconstruyendo las diferentes fases de la vida por la que atraviesa un individuo. Efectivamente, había vida, pero no en las imágenes, sino de las imágenes.
Después de que el movimiento dejara de ser el paradigma del cine, el tiempo ocupó su lugar (Deleuze). Por eso mismo ya no es posible referenciarlas a lo físico, porque su vida continúa siempre, transmitidas de generación en generación, sobreviviendo incluso a su propia muerte.
En Shirin (2008), después de un periodo de inmovilismo, la cámara de Kiarostami se desplaza sobre el rostro de 112 actrices mientras miran hacia una pantalla en la que se proyecta la “película imaginaria” basada en la leyenda de Cosroes y Shirin, una tragedia amorosa persa que tiene como protagonistas a la princesa Shirin, a un rey y a un arquitecto y que se resumía en la serie de grabados que conforman los títulos de crédito del comienzo del metraje. Kiarostami nos coloca dentro de una sala de cine que, a pesar de ser un espacio perfectamente delimitado, no puede ser encuadrado. ¿Realmente podemos asegurar que las mujeres comparten espacio y tiempo? No cabe duda de que la propuesta no difiere mucho de Five. Si bien el paisaje (como imagen) es un “no-lugar” en el que nos reconocemos culturalmente, el rostro humano es el lugar donde nos reconocemos como individuos de una especie. También sabemos que es la única parte del cuerpo que nuestros ojos no pueden observar sin la ayuda de un espejo. Así que podría decirse que además es la imagen que le falta a nuestro cuerpo para constituirse como tal.
A medida que avanza el metraje, a medida que vamos escuchando la narración de Shirin, vemos cómo en el rostro de las actrices van apareciendo diferentes tipos de pasiones. Pero aun siendo filmadas en primer plano, no podemos estar más lejos de sus sentimientos verdaderos. De esta manera Kiarostami nos enfrenta a la verdad de la imagen; pese a ser capaces de reconocernos en su forma, somos incapaces de conocer lo que realmente ocurre en ellas. Como las protagonistas de la película, recibimos su fuerza, nos emocionamos o simplemente nos enfadamos porque creemos que no está ocurriendo nada en la pantalla. En definitiva, comprobamos cómo las imágenes movilizan nuestros afectos sin que tengamos una explicación para ello. Pero situados ante ellas, ante el tiempo de esas imágenes intercambiables, el dispositivo de Kiarostami nos revela la evidencia buscada durante toda su filmografía: no disponemos de una imagen fija para las imágenes. Es decir, no disponemos de herramientas con las que darle un sentido, con las que acceder a ellas. Hubo un tiempo en que las imágenes estaban sometidas a un sistema de representación que parecía controlarlas. Hoy, descubiertas las trampas, una vez han perdido todo referente que atenuaba su potencia, los cuerpos reciben impotentes toda su fuerza en su devenir en el tiempo.
Kiarostami encontró finalmente en Shirin la manera eficaz para plasmar su trabajo de prospección de la imagen iniciado algunos años antes, colocando su cámara en el lugar donde habitualmente discurren las imágenes de una pantalla de cine y desde el que oímos la historia de amor frustrado de la princesa protagonista del relato. Lo que se revela con esta toma de posición es cómo todo lo reprimido moviliza lo sensible de las imágenes. Ellas se afectan por lo visible, pero la verdadera potencia de la imagen, de las imágenes que debemos mirar, se agita en todo lo que está siendo reprimido, en lo insatisfecho, en todo lo que almacenan a su paso por los cuerpos. Es por esto que, aun no siendo la intención de Kiarostami, Shirin debería de ser considerada la primera (y de momento, verdadera) película sobre Facebook. La potencia, la capacidad de contagio de la red social, no nace de la empatización de los rostros que adornan las fotos de perfil a los que interpela el propio nombre de la empresa, sino en todo lo que queda reprimido en la propia imagen informática, que niega toda posibilidad de expresar un “no me gusta” en los muros de cada usuario. ¿Cómo es posible que dos medios que comparten el soporte digital positivicen la imagen de la misma manera?
COPIA CERTIFICADA
Kiarostami, antes de Copia Certificada (Copie conforme, 2010), ya había rodado en Italia en el año 2005 un cortometraje para la película colectiva Tickets, compartiendo dirección con Ermanno Olmi y Ken Loach, entre otros. La mezcla resultaba tan sorprendente como el resultado final. Sobre todo porque con el nexo común de un tren, cada director trabaja el “tiempo” de sus protagonistas de una manera bien distinta. Olmi sobre el recuerdo de un personaje, Loach sobre el acontecimiento futuro que tendrá lugar cuando el tren llegue a la estación y Kiarostami sobre el presente de una pareja en desacuerdo de la que no sabemos si son madre e hijo, señora y criado o simplemente amantes.
Con el ventajismo que nos ofrece una perspectiva histórica, ahora vemos aquella colaboración como el ensayo previo de lo que es su último trabajo. Sin embargo, sus nuevas imágenes poseen una mayor fuerza que roza lo descomunal porque, como dice mi amigo José Miguel, la película nos instala en un “puro presente”. En ese lugar, el del “aquí y ahora”, en que todo cineasta anhela colocar a su espectador. Kiarostami lo logra porque ha conseguido construir una imagen puramente dialéctica a partir de la relación de una pareja sobre la que solo podemos hacer conjeturas. ¿Estuvieron casados? ¿Escenifican una relación que les gustaría mantener? El ejercicio de resta desplegado durante todos estos años ha dado, por fin, con una imagen reducida exclusivamente a sus posibilidades. Y que, paradójicamente, ha recuperado la puesta en escena de la que hace diez años decidió prescindir.
En un momento de la película James Miller se expresa a propósito de las obras de arte: “Lo que menos importa es su objeto, sino la percepción que tengamos de ellos”. En otro momento, y situado frente a una estatua que corona la fuente de una plaza, sostiene todo lo contrario; para mirarlas se debe de disponer de los criterios necesarios con que identificar si es un original o una copia. De estas dos opiniones, ¿en cuál expresa lo que piensa? Este doble régimen salpica cualquier detalle de los que aparecen en la escena y gracias a él se abre ese espacio de “presente” real donde se revela la verdad de todas esas posibilidades que en la década de los noventa ocuparon las mentiras que se dedicó a explorar con su cámara Jean-Pierre Limosin (Abbas Kiarostami. Vérités et songes, 1994).
Acudiendo precisamente a la película que inauguraba aquella época, es donde podemos encontrar una idea para dar solución a toda “la cuestión Kiarostami” que vengo desarrollando, y que no recuerdo si es mía o si la leí en algún libro hace bastante tiempo. Sea como fuere, en la escena final de Close Up (Nema-ye Nazdik, 1990) veíamos cómo el director Mohsen Makhmalbaf viajaba en moto junto con su “copia certificada” por las calles de Teherán. Aquella escena venía a revelar que todo el juego entre originales y copias puestos en escena tenía menos importancia que la maceta que les separaba en aquel momento. La importancia de la imagen no reside en lo visual (las flores), sino en aquello que permanece sepultado bajo tierra sosteniéndola.
La búsqueda de Kiarostami va más allá de medios, soportes o puestas en escena. Su búsqueda es la de la imagen inmemorial, la que circula en el tiempo sin que pueda llegar a ser capturada. Ella es la que arrastra a representar, mirar o sentir. El debate entre originales y copias es el que ha quedado instaurado en el tiempo haciéndonos mirar las imágenes desde unos puntos de vista figurativos que nos condenaron a la tiranía de la belleza. Es decir, a contemplar las imágenes como un fetiche. Como es bien sabido, el cine de Kiarostami siempre ha apostado por romper esta concepción con una nueva mirada. Sin embargo, siempre ha quedado atrapada entre los dos criterios con que se tratan las obras cinematográficas: o bien clásicos (la historia narrada) o modernos (recuentos formales). Esa nueva mirada que ha sido interpretada como metafísica ha resultado ser todo lo contrario; una mirada afectiva y emotiva que utiliza la imaginación para deshacer el fetiche de las imágenes para ir hacia el encuentro de las verdades de orden sociológico o filosófico que se mueven alrededor de las películas. En esencia, la aplicación práctica de los postulados de Gilles Deleuze que nos conduce hacia la tremenda esencialidad de la imagen: que no tiene esencia, que es imposible otorgarla en origen. Entonces, la tarea de un cineasta en cada película debe consistir en “no cambiar nada para que todo sea diferente”.