Copia certificada

Jugando con arquetipos

 

Un hombre y una mujer de mediana edad pasean juntos por las calles de Lucignano, ciudadela medieval situada en la región de la Toscana, en medio de la ruta que une Siena con Arezzo. Caminando aparentemente sin rumbo fijo atraviesan plazas, callejuelas, rincones, fuentes: lugares del pasado que los van introduciendo poco a poco en un juego peligroso de seducción y representación, del que ignoran su resultado final. Sin embargo a ella todo le resulta familiar, la misma historia, la misma situación, como si reviviera exactamente aquella experiencia amorosa que tuvo con otro hombre hace algunos años.

Estos dos personajes a lo largo de la película van aceptando distintos roles de pareja: la primera atracción, la consolidación, la crisis matrimonial y la resignación por la desilusión amorosa. Con cada uno, Juliette Binoche y William Shimell interpretan arquetipos masculinos y femeninos que podemos reconocer fácilmente. Es por eso que a la película se le pueden encontrar muchas asociaciones y se la ha comparado cinematográficamente con Te querré siempre (Viaggio in Italia, Rossellini, 1954), Antes del amanecer (Before Sunrise, R. Linklater, 1995) y Deseando amar (In the Mood for Love, Wong Kar Wai, 2000), entre otras.

Ella y él representan distintos modelos de la realidad que aportan una serie de rasgos que los definen, pero mantienen una indeterminación que debemos completar con nuestras propias experiencias vitales si queremos entenderlos en su totalidad. El método a seguir es el mismo que utiliza la estructura del tarot con los arcanos mayores, arquetipos que simbolizan un estado psicológico, una lección de vida o un deseo insatisfecho u algo que se nos revela dentro de nosotros. La suma de tantas variables como el color, el ropaje, los objetos que sostienen, la posición, la mirada, etc., nos ayuda a establecer vínculos profundos con nuestro inconsciente y enlazar acontecimientos, personas o lugares por las que nos definimos y que antes aislados carecían de sentido. De esta manera las cartas nos permiten conocernos.

El arquetipo necesita de nuestro inconsciente individual para poder visionar la imagen real, oculta tras él. Por ello, los rasgos que lo definen deben ser solo los verdaderamente esenciales, dejando espacio suficiente para la imaginación del espectador. Las palabras pasan a segundo plano y son los gestos y las miradas los que conforman los trazos mínimos para poder completar el dibujo. Por sus palabras no sabemos cuánto le afecta a Juliette Binoche su fracaso amoroso, tampoco nada del trabajo profesional del escritor, ni si su presunto conocimiento intelectual sobre el Arte no es más que una máscara artificial para posicionarse frente a la sociedad. Por el contrario, sus rostros funcionan como termómetros precisos de sus sentimientos reales.

Binoche derramando una lágrima   /    El escritor cuestionándose su máscara intelectual

Cuando a Juliette Binoche le surgieron dudas sobre cómo interpretar a la protagonista, Kiarostami la invitó a no actuar, porque esa mujer era ella misma. De este modo, la personalidad de la actriz humaniza al personaje e interpela al espectador para que lleve la representación a su propia realidad. Esto se hace totalmente patente en los primeros planos, donde se nos pide una reacción inmediata. La lágrima que recorre la mejilla de Juliette Binoche, que se acaba perdiendo por su rostro, o el gesto de desaprobación de William Shimell, cuestionando el valor de su intelectualidad ante la bendita inocencia de los niños son ejemplos claros frente a los que no podemos permanecer pasivos. Nuestra manera de entender la lágrima o el gesto va a determinar el resultado de nuestra impresión final: no sabemos si Binoche finge o no, si el recuerdo de Florencia oculta un terrible secreto; o en el caso del escritor si su gesto es un pensamiento verdadero o simplemente un guiño de complicidad para mejorar las relaciones entre la mujer y su hijo.

En el plano visual Kiarostami se centra en las figuras de los actores. Durante el paseo la cámara actúa focalizando su mirada en los dos rostros y relega los otros elementos escénicos a un papel más secundario. La ciudadela de Lucignano se convierte provisionalmente en un espacio teatral cerrado, que limita los movimientos de la pareja y los conduce a través de un recorrido por el que van conquistando lugares-clave que marcan el principio y el final de cada etapa sentimental. El mirador, la cafetería, el museo Comunale, la fuente, el restaurante, la iglesia de San Francisco y la pensión se tornan como espacios cruciales para el desarrollo de la historia. Sin embargo, la película no se ata al lugar porque el mismo argumento se podía haber rodado en otra ciudad cualquiera que cumpliese estrictamente con las condiciones limitativas de calles estrechas y angostas, de lugares de reposo y esparcimiento, localización de interiores y señalamiento de puntos singulares dentro del laberinto. Verdaderamente aunque nos encontremos en la Toscana italiana, el ojo de Kiarostami nos acerca a las calles de su Irán natal, a espacios cerrados y controlados en donde la cámara es guiada por la dirección que toma el camino.

 

Los caminos nos dirigen hacia donde quieren

Con el paso de los minutos el juego de la representación va decreciendo, los arquetipos se agotan y nos acercamos al punto de destino. Cuando el sonido de las campanas atraviesa los edificios de piedra encuadrados por la oscuridad de la estancia, me asalta la intuición de que hoy día la obra de arte necesita del público para preservarse. Cuando la película termina, el espectador vuelve a ser libre. Ya no se le requiere su participación, ni se le compele para que acepte tal o cual giro del guión, ni se le tiene atado a la silla congelando su mirada en el plano luminoso de la pantalla. Ahora es él quien decide si quiere levantarse, permanecer sentado, cerrar los ojos, hablar con el de la butaca de al lado o simplemente irse. Solo cuando las luces se encienden y acaba la sesión (solo si él lo desea), la película podrá entrar en su corazón, podrá llevarla consigo para siempre para que forme parte de él. Y si esto se produce, el espectador la hará suya y permitirá a la película prolongarse más allá de su proyección, consiguiendo su ansiada inmortalidad y olvidando el nombre del cineasta que la creó:

 

Hasta que el pueblo las canta

Las coplas, coplas no son

Y cuando el pueblo las canta

Ya nadie sabe el autor. […]

Procura tú que tus coplas

Vayan al pueblo a parar […]

Que al volcar el corazón

En el alma popular

Lo que se pierde de gloria

Se gana de eternidad.

(“La copla”, Manuel Machado)

© Jorge D. González Diciembre 2010