Festival de Róterdam 2012

Cartas de cine

 

Hola Cris,

Empecemos por el final: el reciente filme brasileño O som ao redor (2012), que ganó el premio Fipresci en Róterdam. Posee un brío estilístico que, unido a una maraña de géneros populares, me recordó irresistiblemente a un Paul Thomas Anderson en sus mejores momentos. El director Kleber Mendoça Filho tiene -precozmente (tras un puñado de aclamados cortometrajes)- esa vena exhibicionista-virtuosa que muchos directores jóvenes y/o aspirantes heredan de Kubrick (no siempre con buenos resultados): todo se construye sobre crescendos, concentraciones, grandes escenas, repentinas y violentas fusiones de suspense tenso y música fulminante. La chispa está en marcha desde el primer plano: la percusión que crece capa a capa, el montaje metronómico, la acumulación de esquinas de calles, de fachadas y habitaciones de bloques de apartamentos…

Pero es aquí donde el filme también consigue saltar más allá de la pantalla para entrar a formar parte de una red que, este año, constituyó uno de los principales intereses de Róterdam. O som ao redor no es solo uno de esos filmes locos por el cine  (aunque esté lleno de emociones puramente cinematográficas); paso a paso, plano a plano, escena a escena y, especialmente, sonido a sonido (el diseño sonoro es brillante), el filme cartografía un espacio urbano, real y tenso, donde la vigilancia y la seguridad paranoica de cada hogar de clase alta libra una batalla sin esperanza contra la cultura de la calle, el crimen y los eventos del azar (¡El pobre chaval que, tras una fiesta, no encuentra su camino a casa!)

Y, cuando uno se desplaza por las distintas sedes del festival -del Pathé al Cinerama y, cruzando el puente, al Lantaren, en medio de un paisaje frecuentemente nevado- sigue también pisando, tanto en un sentido real como imaginario, esos caminos desplegados tan rigurosamente por obras que son a la vez cinematográficas y post-cinematográficas. De Small Roads (2011) de James Benning -una pieza digital que, tal y como nos contó alegremente su creador, no es tan realista como parece- a Patience (After Sebald) (Grant Gee, 2011), de estilo más literario; de las interminables vueltas en coche y moto en la floja L (Babis Makridis, 2012)  -que es mucho menos interesante que Attenberg (Athina Rachel Tsangari, 2010) pese a pertenecer a su misma “escuela”- al ciclo Ring de Ai Weiwei dedicado a las vistas, muy sistemáticas y estructuradas, de las carreteras del anillo de Beijing (y reproducido en loop en los monitores de un café especialmente diseñado)… De hecho ¿no se quejaba Iain Sinclair en el documental sobre Sebald de que ahora nuestros paseos en nombre del arte van a necesitar convertirse en algo cada vez más extremo, llegando incluso hasta esas mismas carreteras chinas?

¿Cuándo comenzó el cine de personajes que caminan? Mucho antes de Garrel o Antonioni o incluso Naruse, probablemente deberíamos remontarnos a algunos momentos del cine de Chaplin o anteriores. Desde luego, este cine constituye la base de Orgia (ou: O homem que deu cria) (João Silvério Trevisan, 1970), una rareza de la retrospectiva brasileña “Boca do Lixo”: freaks, queers y locos que, de un solo cuerpo, pasan a formar un pequeño ejército, y cuando el filme llega a su fin todavía siguen desplazándose por ese camino hacia ninguna parte…

Te cedo la palabra, Adrian

 

Querido Adrian,

Para responder a tu carta déjame empezar con esta imagen: el nudo de carreteras de Tokyo filmado por Andrei Tarkovski en Solaris (Solyaris, 1972). Esta imagen real, que nos pertenece y deja su huella en nosotros gracias al cine, bien podría ilustrar esos “paseos extremos en nombre del arte”. En ella se concentra para mí una emoción que tu carta me ha hecho revivir. Tú lo expresas muy bien cuando dices que, al desplazarnos entre las distintas sedes del festival, seguíamos pisando “tanto en sentido real como imaginario” los caminos desplegados por los filmes.

Obra extrañamente conmovedora en el más enigmático de los estilos, Il se peut que la beauté ait renforcé notre résolution-Masao Adachi (2011) es algo así como el retrato (en fuga) de un pensamiento que se piensa a sí mismo. En ella, las imágenes sencillas y transparentes filmadas por Grandrieux -acompañadas de la música minimalista y evocadora compuesta por su hijo- actúan como un lienzo sobre el que se proyectan las palabras, en forma de stream of consciousness, del cineasta japonés. “Todas las películas están interconectadas”, dice Adachi en un momento del filme. Más adelante Grandrieux se apropiará del fragmento de las carreteras de Solaris para convertirlo en un potente ejemplo gráfico de esta idea: “El cine se desplaza de un filme a otro a través del tiempo, por encima y más allá de quiénes lo realizan”… Cuando contemplé esta escena creí que estaba soñando, que se trataba de un fantasma o de una aparición. Hay filmes cuya belleza solo puede medirse por el modo en que te afectan. Masao Adachi posee una cualidad muy misteriosa: tendiendo puentes entre luces, colores, texturas, intensidades, sonidos… el filme activa un resorte que nos desborda, que nos sobrepasa. En un momento dado tomamos conciencia de que nuestros recuerdos, nuestros pensamientos e ideas, están en contacto con los de los cineastas y bailan enredados en el flujo sensorial de la película.

Otro filme que podría situarse en esa categoría es Rua Aperana 52 (2012), el último y más auto-referencial de los trabajos de Júlio Bressane, un recorrido musical y temporal por un paisaje muy cercano al cineasta: el de la casa donde ha pasado su vida y el de la calle donde ha rodado muchas de sus películas. Precisamente en referencia al desenlace de Solaris, una vez escribí que “el mundo de un hombre es su hogar y un pedazo de tierra”. En Rua Aperana 52  Bressane parte de una colección de fotografías familiares -filmadas por el director como auténtico material sensible- para llegar a una selección de fragmentos de sus propios filmes rodados, a lo largo de los años, en ese mismo lugar. En el trayecto somos testigos del modo en que el cine transforma un paisaje íntimo en un territorio mítico: he aquí otra imagen de esos “paseos extremos en nombre del arte”. Todas la películas están interconectadas…

Tu turno, Cris

 

Querida Cris,

Hay otra clase de viaje, otra clase de paso fronterizo incesante con el que siempre me encuentro en el programa de Róterdam: el derrape entre (o la fusión de) distintos géneros, tonos, o acercamientos cinematográficos. Viendo Verano (2011) de José Luis Torres Leiva, por ejemplo, sentí la misma poderosa sensación que cuando encontré hace una década La fe del volcán (2001) de Ana Poliak: atravesando en ambos sentidos -gracias a la filmación digital- esa barrera entre documental y ficción que es extremadamente delgada, ligera y permeable. Por supuesto lo que hace Verano es, esencialmente, lo mismo que ha definido al cine moderno desde, por lo menos, Te querré siempre (Viaggio in Italia, 1953) de Roberto Rossellini: forzar a los intérpretes a viajar de verdad a algún lugar, sea en coche, en tren o a pie; obligarlos a entrar en un paraje de vacaciones ya existente, ponerlos a interactuar con habitantes locales y hacer arder la ficción esbozada de antemano al frotarla (como si se tratase de una cerilla) con el tejido de esos sucesos cotidianos. Pero la cámara digital permite que este deslizamiento tembloroso entre registros se produzca de un modo nuevo. José Luis Torres Leiva es un director que me gusta: en el filme que presentó el año pasado en Róterdam, la memorable Tres semanas después (2010), usó la cámara estática y la toma larga aprovechando todos los recursos que esta nueva forma permite; aquí prácticamente se adentra en el territorio de Grandrieux (si podemos imaginar a un Grandrieux veraniego en vez de nocturno e invernal), con un uso abundante de la sobreexposición y el desenfoque. Es una de esas películas tan ligeras que sientes que pueden desparecer en cualquier momento –Masao Adachi también tenía ese aura- y este es, en realidad, un logro importante, algo difícil de conseguir en el cine, algo que todos los viejos maestros (Resnais, Bertolucci) han perseguido.

Otros filmes resbaladizos: el extraño y a veces escandalosamente provocativo Lacan Palestine (2012) de Mike Hoolboom, una especie de collage cargado de teoría al estilo de Histoire(s) du cinema (un modo muy canadiense, este) que recurre a extremas y caóticas juxtaposiciones de found footage (recuerdo a Hoolboom defendiendo que Asesinos natos era: ¡la mejor y más vanguardista película de 1994!) para airear sus trapos sucios políticos. A Shape of error (2011) de Abigail Child, decepcionante para este fan incondicional de Mayhem (1986), también es un experimento extraño a medio camino entre la instalación con doble pantalla y la narrativa impresionista histórica (Mary Shelley y compañía retozando en una suntuosa villa italiana). Y Papirosen (2011) de Gastón Solnicki, uno de los mejores trabajos programados en Róterdam, una personal crónica familiar a modo de cinéma-verité que mezclaba el reality en forma de culebrón a lo Sylvania Waters con la introspección (a veces agónicamente autoconsciente) y la interrogación (incesante, inclemente) de la cultura argentina y su locura por el psicoanálisis.

Pero también hubo filmes perfectamente clásicos: De jueves a domingo (Dominga Sotomayor, 2012), Un amor de jeunesse (Mia Hansen-Løve, 2011)…

Tu compañero en los cines, Adrian

 

Querido Adrian,

Quizás, en comparación con las películas que mencionas en tu carta, De jueves a domingo y Un amour de jeunesse parecen “perfectamente clásicas”, pero permíteme que ponga esto en duda un momento para ver cuánto hay de clásico y de perfecto en estas dos obras.

De jueves a domingo es una road-movie familiar que se plantea retos muy concisos: filmar un viaje en coche hacia el norte de Chile durante un fin de semana y hacer convivir en el mismo espacio el mundo de una pareja en descomposición y el universo infantil de sus dos hijos. Esta ópera prima denota un esfuerzo notable por parte de la directora pero, a su vez, ese es su principal problema: no podemos dejar de verla como un ejercicio cuyos fragmentos más inspirados llegan, curiosamente, en los momentos más imprevistos. Recuerdo especialmente una escena donde el niño, que viaja en el asiento trasero, comienza llorar; la tensión empieza a invadir el claustrofóbico espacio del automóvil y, como espectadores entrenados en esta clase de situaciones, esperamos que los gritos se acaben adueñando del plano, la desesperación haga mella en los padres y una explosión de rabia termine marcando el clímax de la secuencia. Pero la madre coge al niño, lo sienta con ella y, poco a poco, sus gritos comienzan a remitir. La cámara se pega al cristal del coche y el paisaje se convierte en un túnel por el que el tiempo se desliza y el día se vuelve noche. Hay en el filme un par más de cortes así: la estructura clásica se ve atravesada por porciones de tiempo suspendido y la progresión dramática deja paso a la abstracción plástica. Y estos son, a mi modo de ver, los mejores momentos de la película.

Un amour de jeunesse es también un filme hecho de fragmentos, donde todo ocurre con extrema rapidez, y que gana si lo pensamos (y lo sentimos) como un retrato más que como un proceso cerrado de aprendizaje vital. Se trata de una película que se construye sobre cuerpos y elipsis, mecanismos de la sensualidad y la melancolía… No negaré que para mí el filme funciona mejor cuando se acerca a su tema desde una vertiente puramente física y no tanto cuando intenta introducir el “comentario teórico” en su trama; pero también pienso que cualquier pequeño reproche que le hagamos a esta película no puede ensombrecer su grandeza. Un amour de jeunesse es, por encima de todo, un filme que trata de capturar un estado de ánimo, con su voluptuosidad y sus fluctuaciones. El logro de Mia Hansen-Løve no me parece fácil ni trivial. Nuit #1 (Anne Émond, 2011), por ejemplo, es otra película que aspira a eso, a retratar una determinada emoción asociada a una edad y a un tiempo. La directora encierra a una pareja que acaba de conocerse en una habitación y los pone a conversar durante hora y media. El resultado es funesto. No importa cuánto se esfuercen los actores por hacer creíbles sus frases, ni tampoco importan las explícitas y constantes referencias a cierto “cine de cámara” que la directora blande como carta de presentación (y que más que autorizarla, la desautorizan). Todo resulta falso y adulterado en esta película. Una visión impuesta desde fuera -la lacra de muchos filmes con pretensión de convertirse en retratos generacionales- que, infructuosamente, trata de atravesar los cuerpos de los actores para que parezca que es de ahí de dónde emergen las palabras.

Es un movimiento inverso al del filme de Mia Hansen-Løve, donde un estado de ánimo es una forma de habitar el mundo. Algo que sentimos en los gestos de Lola Créton, que palpita en su mirada, que contamina los diálogos, que se cuela en los espacios y que acaba colonizando al filme en su totalidad. Pero, probablemente, para apreciar esta película como lo exige y lo merece tienes que poder decir, como la protagonista, “yo vivo para el amor” y haber pasado mucho tiempo esperando una carta, un mail, una llamada…

Tu compañera que, como ya sabes, tiene “el monopolio de los sentimientos” pero no de la palabra, Cris

 

Querida Cris,

Desde 1997 he asistido a Róterdam en seis ocasiones. Para dar una visión general, debo decir que este no ha sido el mismo festival que, en mi experiencia, siempre fue (especialmente durante los tiempos de Simon Field como director visionario del evento). Las propias palabras de Simon durante una sesión especial, donde se rendía homenaje al querido Raúl Ruiz, me indujeron a hacer esta comparación. Field se refirió a Ruiz como un “director asociado a Róterdam” -el tipo de artista (y persona) que resumía el espíritu abierto, experimental, atrevido, aventurero y enciclopédico del festival (aunque, por lo menos,  vimos la encantadora pieza de Ruiz Ballet aquatique). Aquí y allí, en los reducidos encuentros informales entre críticos,  programadores y directores de otros festivales, se seguía debatiendo alrededor de la misma cuestión: ¿adónde ha ido exactamente a parar el espíritu cinéfilo bajo la dirección de Rutger Wolfson y bajo el clima social que se respira actualmente?

Para mí hubo un dato muy simple que me sirvió para adivinar que este año había algo distinto, incluso algo que no estaba funcionando bien: Róterdam es el lugar a donde voy esperando ver lo nuevo de Garrel, Akerman, Ferrara… y ninguna de estas películas estaba allí. Como en muchos países, parece que los cambios y las presiones políticas han conducido al debilitamiento (a veces al asalto descarado) de varias instituciones culturales holandesas –especialmente aquellas con una vertiente vanguardista, crítica o radical- con el resultado de que, este año, la duración del festival ha sido menor y, en conjunto, sus elecciones han resultado menos arriesgadas y más convencionales. En realidad, la línea de programación parece haberse escindido más que nunca, sin un Simon Field o un Huub Bals para dar cohesión a sus distintos fragmentos. Se ha abierto una gran distancia entre películas comerciales a lo George Clooney (que ni siquiera me molesto en ir a ver porque sé que podré cazarlas en cualquier otro lugar del mundo, incluso en el avión de vuelta a casa) y el culto cinéfilo, un poco ombliguista, por los programas especiales de las retrospectivas. La selección de cine underground  brasileño de los 60 y 70 programada por Gabe Klinger y Gerwin Tamsma, por ejemplo, fue muy entregada y llena de vida pero a algunos de estos filmes les costó estar a la altura del hype salvaje que se había proyectado sobre ellos. Asimismo, la amplia retrospectiva que Olaf Möller dedicó a Peter von Bagh llegó con una dosis de (sub)crítica absurda: este (sin duda) gran hombre que “ha visto todos los filmes que merecen ser vistos” y “ha conocido, desde los primeros albores de este arte nuestro, a cada icono y a cada genio, a cada maverick y a cada auteur ignorado, a cada maestro infravalorado e incluso a aquellas figuras interesantes que no han estado a la altura de sus posibilidades. A todos ellos.” ¿En serio? En cualquier caso, esta retrospectiva sacó a la luz The Count (1971), una de las películas más desinhibidamente ridículas que se han visto este año en Róterdam. Tras la proyección, el propio Von Bagh confesó cándidamente que le gustaría destruir este filme. Si de lo que se trata es de películas ridículas/excesivas, The Count es mucho mejor que el fiasco de With Stillman, Damsels in distress (2011).

Pero, al fin y al cabo, Róterdam es el lugar donde pudimos rescatar, del olvido de la historia, la sublime Anna (Alberto Grifi & Massimo Sarchielli, 1975), el primer filme que vimos allí y el mejor de todos ellos; y entre las nuevas propuestas, la notable A vingança de uma mulher (Rita Azevedo Gomes, 2012)…

Tu hombre en la oscuridad, Adrian

 

Querido Adrian,

Voy a empezar con un dato simple pero significativo: de los cien minutos de metraje de A vingança de uma mulher, sesenta transcurren en un interior de paredes rojas como las de Gritos y susurros (Viskningar och rop, 1972) de Ingmar Bergman. Esta asociación  (que, sin duda, viene a mi mente por el modo tan poderoso en que ambos directores trabajan con el decorado y el color) se vuelve menos arbitraria si tenemos en cuenta que A vingança de uma mulher se construye sobre una de las contantes más marcadas de la obra del director sueco: las máscaras. En el filme de Rita Azevedo Gomes el protagonista masculino es uno de esos hombres de mundo que “han visto tanto que ya nada les sorprende”, un personaje que disecciona con ojo clínico y comentario satírico el teatro de vanidades del que forma parte, un dandi cuya personalidad está moldeada por la máscara que ha elegido para habitar ese circo que desprecia. Hasta que una noche conoce a una mujer que no es quien parece ser, una mujer que guarda un secreto y cuya historia lo conmoverá profundamente. Avatares del encuentro…

Basada en un relato de Barbey d’Aurevilly, A vingança de uma mulher trabaja sobre una serie de tópicos que son la razón de ser del melodrama de época: amor, celos, asesinato, honor, venganza… Pero, a fuerza de inventiva, este filme triunfa allí donde muchos otros han fracasado. En la galería de variaciones de distintas intensidades sobre una historia mil veces contada, esta brilla con una luz especial y la directora consigue contagiar al espectador la fascinación por un relato que la ha obsesionado (pasaron catorce años hasta que pudo llevarlo a la pantalla) y al que dota de un tratamiento cinematográfico verdaderamente singular y poderoso. En este sentido no puedo dejar de pensar en Cornelia frente al espejo (2012), la otra adaptación de una obra literaria de prestigio -en este caso un cuento de Silvina Ocampo- que vimos en Róterdam. Si el filme de Azevedo Gomes se revela como un ejemplo soberbio de lo que es un verdadero trabajo de adaptación, la película de Daniel Rosenfeld ni siquiera se esfuerza en disimular su vacío: actores que recitan con desgana y sin dirección un texto que no parece haber recibido ningún tratamiento previo y una puesta en escena totalmente plana, carente de la más leve intuición de las posibilidades del medio cinematográfico y en la que no encontramos ninguna solución mínimamente imaginativa de puesta en escena.

Decía antes que gran parte del metraje de A vingança de uma mulher transcurre en el interior de una casa y esto es así, literalmente, pese a que el filme está punteado por una serie de flashbacks. Sin embargo, en lugar de introducir estos flashbacks mediante el corte directo, la directora recurre a todo un despliegue de técnicas para emplazarlos en el mismo lugar donde la protagonista relata su historia: en ocasiones, las posiciones de los cuerpos de sus actores se convierten en un resorte que activa el cambio de escenario sin que nos movamos físicamente del lugar; a veces, la directora procede oscureciendo la escena para, a acto seguido, volver a iluminarla -pero, en sus manos, este recurso de origen teatral (de nuevo el link con Bergman) revela un extraño poder cinematográfico-; en otro momento un travelling de una estancia a otra de la casa nos transporta en el tiempo y en el espacio, poniendo de manifiesto el desgarro de esa herida del pasado que habita, como un fantasma, en el presente de la protagonista.

A vingança de uma mulher es un filme que se hace fuerte en sus contrastes: una historia de un romanticismo exacerbado atravesada por el halo de lo grotesco; una película hablada -apoyada en la palabra, en la dicción y la entonación precisas- seccionada por imágenes de un poder icónico abrumador (los ojos negros de Rita Durão, las lágrimas de Fernando Rodrigues); un filme de época donde el vestuario y los decorados, lejos de ser un despliegue de fasto o meros apoyos para introducirnos en un contexto histórico determinado, se convierten en un elemento verdaderamente expresivo de la puesta en escena. Y, sobre todo, una obra que no agota su misterio en la resolución de su enigma porque cuando por fin nos es revelado el secreto de la protagonista, cuando conocemos sus motivaciones y sus objetivos, entendemos también que la venganza a la que hace referencia el título se extiende como un abismo insondable.

Mi experiencia en Róterdam, festival al que asistía por primera vez este año, fue seguramente muy distinta a la tuya. Es verdad que esperábamos encontrarnos con algunos filmes que finalmente no fueron programados, pero también es cierto que descubrimos otros de los que apenas sabíamos nada; de algunos de ellos hemos escrito aquí, de otros (Anna) lo haremos más adelante… Si tuviera que resumir, desde la honestidad puramente subjetiva, mis días en esta ciudad, lo haría apropiándome de esta definición que alguien utilizó para referirse a los besos en los ascensores: “muy romántico y muy cinematográfico”. Al fin y al cabo disfruté de la compañía del mejor de los guías, tuve el privilegio de cenar en la mesa donde se originaron las Movie Mutations y, una noche, hasta me emborraché (un poquito) con el licor favorito de Raúl Ruiz. I never had it so good!

Tu mujer en la ventana, Cris

 

© Cristina Álvarez López & Adrian Martin, marzo 2012