Fantasmas en Atlántida 2015: ‘Fish & Cat’ y ‘Violet’

El pescado, el gato, el cobarde y el pescado

 

“Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”. Recuerdo que lo primero que sentí cuando leí la breve y gran novela de Juan Rulfo, fue que todo el pueblo de Comala es realmente muy extraño. Las pocas calles están casi desiertas, y el silencio no podría ser más elocuente en medio de la nada. Claro, esto fue hasta que me di cuenta de que todos estaban muertos. Entonces entendí un poco mejor el desierto, el silencio, la nada. Y de algún modo entendí también que la muerte, o por lo menos lo que prejuzgamos como la muerte, jamás la llegaremos a conocer en la manera en que conoceríamos a la propia Comala, con unos pantalones cortos y un selfie stick en el cinto, ni de ninguna otra manera, así todos terminemos en el mismo agujero dentro de la tierra.

Son varios ya los imaginarios que se han elaborado, a veces demasiado, sobre la muerte: cómo es, ha sido o será dentro de cierto tiempo, como si el más allá tuviera pasado o futuro, o como si en efecto hubiera un más allá. Pero algo que es reiterativo en esos imaginarios, que a la larga lo que consigue es agruparlos a todos en uno solo, es la idea de que los muertos no saben que lo son. ¿Y cómo podrían saberlo, si no hay herramientas cognitivas en un cadáver que le hagan saber que ya no vive más? Así las cosas, es más que lógico que un muerto no sepa que lo es, y como no lo sabe pero aún así tiene la capacidad de no saberlo, entonces vale lo mismo que se diga que sigue entre los vivos, pagando sus impuestos, haciendo las compras del fin de semana y yéndose de paseo con su familia durante las vacaciones.

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Fish and Cat (Mahi va Gorbeh, Shahram Mokri, 2013) no es la excepción a la regla, y los muertos continúan con sus quehaceres como si nada hubiera pasado. Pero lo que aquí sucede es que Fish and Cat resulta que sí es la excepción a la regla, y por mucho. Lo que el film nos propone no solo es la de vida después de la muerte, sino unas condiciones de esa misma vida que, en términos estructurales, nos devuelve al punto de partida de absolutamente todo, es decir, a la vida antes de la muerte. ¿Confuso? Por qué creen que la pobre Lydia (The Others, Alejandro Amenábar, 2001) dejó de hablar en primer lugar. Pero en palabras que ni siquiera Nietzsche hubiera podido simplificar más, estar muerto significa vivir la misma vida una y otra vez.

La muerte es un eterno loop, y por consiguiente la vida también lo es, y los únicos trazos de conocimiento que poseemos sobre esta muy regular irregularidad en la existencia, los definimos vulgarmente como déjà vu. Esto desde nuestra propia experiencia desde luego, pero en Fish and Cat el déjà vu es casi un pleonasmo que nos resulta divertido —sí, lo que vemos ahora ya lo vimos hace unos instantes—, sin tener las consecuencias que tuvo en The Matrix (Lana y Andy Wachowski, 1999), por poner un ejemplo. Pero ese déjà vu, o el loop, es lo que nos va indicando que lo que vemos es realmente muy extraño. Podríamos pensar que solo mediante esta estrategia Mokri podía exponer todo lo que hay que ver alrededor del lago en un mismo momento, sin recurrir a los cuts que tanta fama le dieron a Guillermo Arriaga, sobre todo si tomamos en consideración que todo el film está realizado en un larguísimo plano secuencia. Pero ello no justifica un recurso técnico del que en ocasiones se abusa frívolamente. Lo que estamos presenciando es la continuidad y discontinuidad en las que se desenvuelve el mundo de los vivos y los muertos por igual; el transcurso del tiempo cuando ya no hay tiempo alguno.

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El loop es solo uno de los aspectos de ese otro lugar que jamás conoceremos, y puede que sea el más llamativo dentro de lo extraño que puede ser el Hades contemporáneo, pero cuando no nos cabe la menor duda de que lo que estamos viendo es un cuento de fantasmas, es cuando interviene el discurso de lo propiamente fantástico. Hamid, el carnicero asesino, puede hablar con un pariente suyo muerto desde la guerra entre Irán e Irak, quien además le regala de vez en cuando una que otra pieza de música clásica; Nadia puede interactuar completamente con Jamshid, un periodista muerto que sabe de todas las terribles desgracias que rodean la historia del lago, en la manera en que  Cole Sear solía hacerlo con el doctor Crowe (The Sixth Sense, M. Night Shyamalan, 1999); Maral nos cuenta, en una lúgubre voice off, el modo en que Hamid la degolló antes de que llegara la banda musical a amenizar un poco el reguero de sangre, que no obstante se mantiene oculto tras el tabú que alimentan las leyes de la república islámica, respecto a todo eso que fácilmente podría arreglarnos una larga tarde en Sitges.

Pero a pesar de lo que podría entenderse como una limitación, Fish and Cat está llena de sutileza en su negación del gore, de magia en sus apariciones y desapariciones un tanto ingenuas, y de una atmósfera realmente muy extraña, ambivalente en realidad, que se debate entre la desazón de las historias de muerte y canibalismo a orillas de un lago perdido en el fin del mundo, y la esperanza de que al final todo no será más que un buen momento en compañía de amigos y familiares; ese mismo sentimiento que generamos cuando queremos que todo el reparto se salve del hacha o del cuchillo. O del oprobio. Bien podría decirse que el vilipendio latente, como el psicópata que vemos acechando tras una puerta, también es suficiente motivo de tensión, así como de compasión por aquel que está por ser humillado por la vergüenza. Es el caso de Violet (Bas Devos, 2014), que lejos de ser una historia horripilante es, de hecho, una historia horripilante.

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Jesse es un adolescente al que le gusta montar en bici con sus amigos, hacer piruetas, y que como cualquier ser humano, puede experimentar miedo, eso que algunos llaman cobardía. Así es. Jesse no es capaz de defender a su amigo Jonas cuando es atacado por otros dos chicos que le apuñalan. Peor aún, Jesse ni siquiera puede hilvanar la remota idea de buscar ayuda para su amigo agonizante, quien en últimas muere desangrado en el pasillo de un centro comercial. Entonces lo que irá y vendrá en la vida de Jesse, es la silenciosa vergüenza por su cobardía. ¿Puede uno librarse de algo semejante? Más valiera estar uno muerto que soportar el oprobio, pero claro, eso solo haría que este volviera una y otra vez, como en efecto sucede con el cada vez más atormentado Jesse. Y es que lo que hemos hecho mal, o que algunos consideran como haber hecho realmente algo malo, nos persigue hasta el momento de la expiación, si es que esta llega. En este caso cargar con la cobardía equivale a estar muerto para los demás.

Los personajes comienzan entonces a comportarse como zombies morales, sin saber muy bien a dónde pertenecen y qué deben hacer. Y como se trata de zombies, el mundo de los vivos poco a poco los empieza aislar más allá de las barreras del contrato social. Jesse va perdiendo amigos, es excluido de sus lugares habituales, se empieza a devorar a sí mismo en su desesperación adolescente por saberse cobarde cuando pareciera ser un tabú serlo, sea en el momento que sea. No en vano Tomas, el padre de familia de Fuerza mayor (Turist, Ruben Östlund, 2014), cae en los mismos predicamentos al abandonar a su familia en un momento de supuesto peligro, aunque para este último pueda resultarle mucho peor. Jesse por lo menos es joven y empieza a vivir, así todo lo que parezca ser la vida sea horripilante. Al final la bruma del olvido en un suburbio fantasmal de lo que podría ser Comala con un tufillo belga —las calles del barrio de Jesse— nos deja el ánimo desconcertado en un posible perdón de la falta instintiva del cobarde, o en la nada perpetua de la humillación autoinfligida.

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Dos anotaciones que se ha asegurado esta quinta edición del Atlántida Film Fest. Propuestas que van más allá del género y del tiempo para hacerse imperecederas entre todo lo demás. Sus personajes e historias los volveremos a ver cuando ya todo haya acabado; quizás el Día del Juicio o en algún otro visionado.

 

© Julián Cajas, julio de 2015