Deseo de otro cine

Intervenciones#1

Dos comedias norteamericanas describen perfectamente el estado de la cuestión. Suele ocurrir, lo sabemos, que las piezas en apariencia más insignificantes detecten la dirección del viento, que siempre sopla donde quiere. En Crazy, Stupid, Love (2011), de Glenn Ficarra y John Requa, un hombre es abandonado por su mujer y adoptado por una criatura de la noche que renovará su vestuario, cambiará sus hábitos de family man y lo convertirá en una réplica de sí mismo, depredador sexual y emocional, hasta que poco a poco el otro va usurpando su lugar. En El cambiazo (The Change-Up, 2011), de David Dobkin, dos amigos cambian sus roles habituales de manera que el hombre casado y aburrido de sus deberes conyugales pasa a ser un soltero sin obligaciones y este rellena el hueco dejado por el primero. En Crazy, Stupid, Love se trata de un proceso espontáneo, mientras que en The Change-Up se produce un pacto con una entidad sobrenatural que queda en la sombra, pero el dilema es el mismo: ¿es posible la evolución personal, evitar el estancamiento emocional? En el fondo, la comedia americana se ha basado siempre en eso: la tentación de la irresponsabilidad a la que se refería Robin Wood al hablar de Howard Hawks, y la amenaza de la tendencia conservadora a negar esa pulsión en favor del mantenimiento del statu quo.

Pues bien, algunas de las películas más arty del momento reproducen metafóricamente ese debate. Melancholia (2011), de Lars von Trier, se propone a sí misma como otra manera de ver el fin del mundo, pero en el fondo es un regreso a territorio seguro por parte de su autor tras la hostilidad que despertó Anticristo (Antichrist, 2009), dotada de una mayor capacidad de exploración estética. El niño de la bicicleta (Le gamin au vélo, 2011), de los hermanos Dardenne, parece una versión desnatada de sus vía crucis más dolorosos, sean Rosetta (1999) o El hijo (Le fils, 2002). The Artist (2011), de Michel Hazanavicious, no reflexiona sobre personajes contemporáneos retropropulsados al universo del cine mudo, obligados a acallar la cháchara contemporánea, como podría parecer en un principio, sino que acaba convirtiéndose en un ejercicio retro con algún que otro golpe de ingenio y poco más. Drive (2011), de Nicolas Winding Refn, parece una estilización extrema de los códigos y personajes del cine negro, otra vuelta de tuerca a la ya casi bressoniana Driver (1978), de Walter Hill, y sin embargo no pasa de una exhibición de diseño conceptual donde la emoción y la sorpresa han sido extirpadas de raíz. No son malas películas, ni mucho menos, pero ya las he visto, conozco a sus habitantes, no me provocan ningún deseo de ver la siguiente imagen que van a proponerme.

Deseo, esa es la palabra. ¿Qué cine provoca ese deseo que todavía estamos en condiciones de desear? No Godard, no Straub, no Benning, no Lockhart, no Oliveira, no Costa, nada de eso que ya sabemos, que nos proporciona esa satisfacción que ya suponemos, y que nos provoca irritación si no es atendida, sino el deseo de ver cómo avanza el cine comercial y se pone a la altura de ellos. Digamos que el momento en que coincidieron Al final de la escapada (À bout de souffle, 1960) y Psicosis (1960), o La maman et la putain (1973) y La conversación (1974). El momento, que ya no es el mismo, y en el que no puede suceder lo mismo, pero que podría llevar aún a esa confluencia, enunciada de otro modo: instalados Godard y los demás en otra dimensión, en el limbo de los disidentes-consagrados, a los que todas las revistas como esta no dejarán de atender, y así debe ser, ver el modo en que otra tendencia asoma la cabeza y hierve de deseo por seducirnos, por romper el círculo de la perfección, por alterar el canon, por destruir el statu quo. Los disidentes a su pesar.

Son películas a veces caóticas, que parecen perseguir una cierta línea y fracasar en el intento, pero que insuflan energía, curiosidad, incluso desconcierto en quien las contempla. La noción del gusto, de lo que está bien y está mal, se difumina, y lo que importa es el fragmento, el cambio de dirección inopinado, la incrustación de diamantes en medio de un tempo que ya creíamos muerto. Son películas como 4:44 Last Day on Earth (2011), de Abel Ferrara, donde el fin del mundo apoteósico de Von Trier se encierra en una habitación y afecta a una cotidianeidad que es la carne de la película hecha tedio, porque el apocalipsis también puede ser una espera aburrida. O como Twixt (2011), de Francis Ford Coppola, que –al contrario que su hija en la calculada, pulcrísima Somewhere (2010)— ensaya nuevas formas de equivocarse, y de que yo me equivoque con él al verlas, y de que ese error se convierta en sorpresa, en deseo de que vuelva a errar y a levantarse de su caída. O como Killer Joe (2011), de William Friedkin, donde el thriller convencional se convierte poco a poco en un huis clos sartriano, lleno de sangre y destrucción. O como Attack the Block (2011), de Joe Cornish, donde la nostalgia prefabricada de Super 8 (J.J. Abrams, 2011) queda reducida a cenizas, al lamento de un cinéfilo de buena familia que necesitaba ese lenitivo, ese retorno al pasado para redimirse. O como Road to Nowhere (2010), de Monte Hellman, cuyo título ya parece una pista, un conglomerado de pasos en falso, realidad y ficción, direcciones erróneas, escenas que empiezan y no acaban, tramas que se apuntan pero no son tales…

Deseo de un cine irresponsable, y que no dimita de esa irresponsabilidad.

Deseo de poder volver a desear imágenes que no imaginamos.