Reynold Reynolds

El relojero con espéculo

 

“Cuanto más profundizamos en la naturaleza del tiempo, más comprendemos que duración significa invención, creación de formas, elaboración continua de lo absolutamente nuevo” (1).

 

La obra de Reynold Reynolds pertenece a esa bruma del mundo audiovisual, de límites difusos y figuras proteicas, que tiende a ser llamada videoarte y que, a falta de que se encuentre e institucionalice un espacio mejor, se exhibe errabunda en museos, galerías artísticas y salas de cine. Dos de estos espacios acogieron muestras de la última producción de Reynolds en la 48 edición del Festival Internacional de Cine de Gijón. Por un lado, contó con su propia sección retrospectiva en el certamen, donde se proyectaron en secuencia lineal siete de sus trabajos audiovisuales. Mientras, a lo largo del festival, el Centro de Cultura Antiguo Instituto acogió la exposición Cuatro Instalaciones de Cine, en la que se podían ver inscritas en el espacio museístico y consagradas a sus bucles y repeticiones algunas de las obras proyectadas en el cine y otros trabajos.

La formación universitaria en Física de este artista nacido en 1966 en una ínfima población minera de Alaska se deja ver en los intereses y constantes temáticas de toda su obra. Cuestiones como el tiempo, la energía, la materia, la geometría, la duración, la simultaneidad, la persistencia y la caducidad extienden su manto por distintas piezas audiovisuales de corta duración. Nunca superan los 15 minutos y pueden nacer de procedimientos artísticos diversos: del rodaje en Súper 8 y 16 mm. en sets complejos y con un espectacular trabajo de efectos especiales hasta la remezcla y reinterpretación de found footage de la historia del cine.

 

Espacios

El díptico formado por The Drowning Room (2000) y Burn (2002), ambos trabajos creados en colaboración con el artista irlandés Patrick Jolley, presenta dos retratos familiares muy particulares. Son escenas cotidianas, realizadas por sus protagonistas con la parsimonia de la rutina, pero que tienen la peculiaridad de desarrollarse completamente bajo el agua en el primer caso, y en medio de un incendio que prende en paredes, muebles y ropas en el segundo. Espacios íntimos del día a día convertidos en medios extremadamente hostiles. Pero sus habitantes actúan indiferentes a las condiciones adversas en las que viven y se mantienen ensimismados en sus actividades. Así podemos presenciar una cena familiar subacuática, donde se consume pescado crudo a dentelladas, o una intensa discusión de pareja en medio de las llamas.

Imágenes de una espectacularidad apabullante que se justifican por su propia y atractiva extrañeza, pero bajo las que late un tipo muy preciso de discurso apocalíptico. Refugiados en su microcosmos particular, nada parece indicar que estas familias sean conscientes de su situación extrema. Vale que la asfixia impide hablar a los sumergidos, pero no da la impresión de que en la superficie lo hicieran mucho. En el caso de quienes viven envueltos en llamas, se perciben molestias como estar leyendo el periódico y que de repente se te incendie el brazo, aunque la reacción nunca es dramática. En el reino de la indiferencia —acompañada con el adjetivo que se desee: medioambiental, política, emocional—, si algo no toca al sujeto directamente, la (re)acción no existe.

Algo parecido ocurre en Six Apartments (2007), donde seis personajes aislados en otros tantos apartamentos herméticos pasan el tiempo indiferentes al fin del mundo que está teniendo lugar. Sin embargo, aquí la transformación sí logra penetrar en sus vidas en forma de decrepitud y decadencia. Los elementos de los apartamentos y los cuerpos de sus inquilinos acusan el paso del tiempo y la erosión: cuerpos que envejecen, alimentos que se pudren y el caos que se instala mientras, al son de las noticias de hecatombe y extinción emitidas por radio y televisión, emerge el reino de las bacterias. El deterioro irrevocable de lo vivo.

Las numerosas imágenes a cámara rápida de pescados, ratones y frutas en descomposición de Six Apartments, convulsionados por la acción de bacterias y larvas durante el proceso de putrefacción, tienen una curiosa resonancia en la pieza documental Last Day of the Republic (Letzter Tag der Republik, 2010), que ya forma parte de la carrera de Reynolds afincado en Alemania (2). En ella se recoge el peliagudo proceso de demolición del Palacio de la República de Berlín. El edificio, que se construyó en 1976 como sede del Parlamento de la República Democrática de Alemania, fue clausurado en los noventa por contaminación de asbesto y demolido entre 2006 y 2008. El proceso de demolición fue objeto de una gran polémica política y social por los elementos simbólicos de la historia reciente del país que ponía en juego: no solo era la Cámara del Pueblo de la RDA, sino que albergó gran parte de la vida social de Berlín Este en su enorme vestíbulo, restaurantes, cafeterías, salas de conciertos, galerías y discotecas.

Debido a la cercanía del palacio a otros edificios históricos, como la Berliner Dom, no podía demolerse completamente sin comprometer las estructuras adyacentes, por lo que se optó por desmontarlo pieza a pieza. Así, la cámara de 16 mm. de Reynolds recoge el meticuloso proceso de grúas, excavadoras y demás maquinaria pesada lacerando y raspando poco a poco, de manera constante, metódica e incansable, las fachadas y bloques del edificio hasta hacerlo desaparecer por completo. Imágenes que montadas a gran velocidad resultan miméticas a las de los cuerpos en descomposición. Aunque sin la eclosión de nuevas vidas que lleva asociada la muerte de los seres vivos. Aquí, cuando las máquinas han acabado su trabajo, no queda rastro. En su lugar se planea reconstruir el Palacio Real barroco que fue sede de los reyes prusianos, destrozado en la Segunda Guerra Mundial y demolido para edificar el parlamento ya desaparecido que cantaba la glorias de la RDA. Toneladas de piezas de acero socialistas de este último ahora forman parte del estratosférico rascacielos Burj Khalifa de Dubai. Otro símbolo de futuro, pero muy distinto.

 

Tiempos

A través de descomposiciones biológicas y emblemas del porvenir llegamos al tema primordial de la obra de Reynolds: el tiempo. Ya en The History of the Future (1996) —una obra primeriza si tenemos en cuenta que el grueso de su producción audiovisual pertenece a la primera década del siglo XXI— se sirve de las imágenes de más de cincuenta películas de ciencia ficción para hacer un mosaico-síntesis de los diversos modos de representación de un futuro posible, utópico o distópico que se han ensayado a lo largo de la historia del cine. Esta jugosa estrategia de remontaje y collage (3) deja al descubierto no solo la repetición de ciertos temas, motivos y elementos evidente en diversas películas de distintas décadas, sino la absoluta fe tecnológica de cualquier representación del futuro. Ya sea para bien o con consecuencias apocalípticas a lo Terminator (The Terminator, James Cameron, 1984), el hiperdesarrollo tecnológico se representa indisociable del paso del tiempo.

 

Esta problemática perspectiva del tiempo como progreso unidireccional y unívoco se da de frente contra su necesaria recusación en la primera pieza que compone el tríptico Secrets Trilogy sobre las fuerzas (violentas) que enmarcan la vida humana. En Secret Life (2008), una mujer joven —interpretada por la actriz Helga Wretman, como el resto de obras de la trilogía— está atrapada en un espacio cerrado, un apartamento, donde la naturaleza vegetal no para de crecer y transformarse. El ritmo imbatible del devenir es marcado por un segundero de reloj y por un goteo de agua: técnica y naturaleza para medir latidos. La forma de la propia pieza también se acompasa a ese latir con una sucesión de movimientos circulares por el espacio, tanto laterales como cenitales, ensamblados a modo de progresión orgánica dando una impresión de continuidad.

La intención de Reynolds era recoger los movimientos de la actriz como si fueran los de las plantas en su crecimiento, búsqueda y respiración. De ahí la singular apariencia formal de la obra y la extrañeza de su peculiar movimiento, combinación de distintas velocidades, acciones tomadas hacia delante y hacia atrás, etc. Para conseguirlo, el equipo técnico del realizador creó un sistema automático de movimiento de la cámara en intervalos marcados que se podía desplazar a lo largo de un brazo en forma de L que abarcaba todo el set. La sensación es prácticamente la de poder palpar la materialidad del tiempo, que aparece como una entidad desvinculada de la protagonista, una fuerza imparable de la naturaleza que observa la progresiva locura que emerge dentro de la mente de la chica y la lleva a convulsionarse.

 

Secret Machine (2009), la que considero la obra más ambiciosa y evocadora de Reynolds hasta el momento, pone en juego la misma cuestión del tiempo como fuerza descontrolada, pero desde la otra perspectiva: la del control. Toma como base el trabajo del pionero Eadweard Muybridge y sus secuencias fotográficas de movimientos animales y humanos, es decir, la descomposición estática del movimiento, para poner de manifiesto la transformación de los cuerpos y la aplicación de las investigaciones científicas al arte.

La preocupación por el tiempo aquí es su medición. Como manifestaba Bergson, la ciencia se preocupa únicamente del tiempo espacializado, es decir, diferenciable, que puede ser medido y ordenado. De tal forma que es la propia ciencia como discurso la que crea ese tiempo homogéneo y, en última instancia, reversible para sus experimentos. Un cronómetro y cientos de relojes impregnan el laboratorio donde una mujer realiza meticulosas mediciones sobre la protagonista utilizando distintos aparatos. La cámara de Reynolds, que recoge toda la escena, no deja de ser otro aparato más para la medición técnica del tiempo. Si Muybridge congeló instantes de movimiento y Duchamp los aglutinó descompuestos en el mismo golpe de vista en su Desnudo bajando una escalera (1912), aquí Reynolds nos dirige la mirada hacia los procesos seguidos para lograr esa descomposición. El movimiento requiere tiempo y cambio, y estos dos últimos necesitan un punto desde el que ser observados, verdadero problema de la filosofía de la ciencia.

 

Cuerpos

Además de las cronofotografías de Muybridge y el cuadro de Duchamp, la otra referencia omnipresente en los planos de Secret Machine es El hombre de Vitruvio (c. 1487), de Leonardo Da Vinci, con su exposición de las proporciones del cuerpo humano (masculino). Siguiendo la línea de Muybridge, no habría desentonado la aparición de alguna de las famosas series de instantáneas de Étienne Jules Marey, el otro maestro de la fotografía del movimiento que, muy significativamente, era fisiólogo. Y es que el cuerpo humano (femenino -el de Helga Wretman en concreto) es el principal objeto de las mediciones del hogareño laboratorio donde tiene lugar la acción.

 

En una de sus conversaciones con Sloterdijk, el antropólogo Hans-Jürgen Heinrichs recuerda una historia aparecida en los Écrits de Laure (seudónimo de Colette Peignot) sobre una muchacha que solía colocarse frente a un espejo. “Dicho espejo se compone de tres partes, a las que se puede dar la vuelta de manera aleatoria. Con la ayuda de este mecanismo, ella despedaza sus miembros y los recompone una y otra vez. Ella comprende así esta experiencia existencial de despedazamiento y recomposición como una condición de su pensamiento y escritura” (4). Como si se encontrara ante un espejo de iguales características, el cuerpo de Wretman es fracturado por la cámara en diversos planos anatómicos, muchas veces utilizando el recurso de pantalla partida para ofrecer distintas perspectivas simultáneamente. La mirada científica de la mujer que conduce los experimentos también segmenta el cuerpo según las cualidades que mide en ese momento.

La impresión de ataque invasivo de la ciencia sobre el cuerpo se acrecienta al permanecer el sentido último de las pruebas siempre opaco para el espectador, lo que borra cualquier atisbo de funcionalidad a la violencia ejercida. Es la representación desnuda de la estrategia de la ciencia para entender el mundo y al ser humano a través de números y medidas. La domesticación del cuerpo, la delimitación de sus potencialidades y un control disciplinario encarnado que nos podría llevar desde Foucault hasta teorías posfeministas más contemporáneas. Pero lo que nos queda, lo que vemos, es que la paciente, por definición, nunca puede ser agente de su propia representación médica: es la esencia misma de la indefensión ante un discurso institucional que la penetra, violenta, horada y raspa. Por último, como colofón científico-paranoico, las reacciones fisiológicas contabilizadas durante el experimento se expresan en fórmulas de espacio-tiempo cerrando el círculo de obsesiones del autor.

Tal ansia de completud termina de implosionar en la tercera pieza de la trilogía, Six Easy Pieces (2010), donde todo lo visto en los dos filmes anteriores se recombina para exaltar el cine como síntesis perfecta entre arte y ciencia (tecnología). Ecos de un cabaret berlinés y los impactos de dos manos tocando un piano a medida que este se descuartiza terminan de sellar un preciso estilo visual con el que Reynolds se zafa de la pegajosa influencia de Bill Viola que a veces parece ahogar su campo de trabajo para construir una obra artística estimulante y reflexiva sobre el propio mecanismo cinematográfico que la hace posible.
(1) BERGSON, Henri: L’évolution créatrice, Presses Universitaires de France, París, 1959, pág. 17.

(2) Reynolds comenzó a desarrollar su actividad en Berlín tras ser invitado por la American Academy en 2004 a una estancia de un año en el prestigioso centro de producción y formación artística Kunstlerhaus Bethanien.

(3) Técnica que también utiliza en Based on an Actual Event (2003), una apropiada y muy baudrillardiana reflexión sobre la guerra, su representación y simulacro en el cine de Hollywood.

(4) SLOTERDIJK, Peter & HEINDRICHS, Hans-Jürgen: El sol y la muerte, Siruela, Madrid, 2004, pág. 11.

© Daniel de Partearroyo, Febrero 2011