La creación de Vincent Moon (La Blogothèque)

Un nombre y un enigma

 

«En la música todos los sentimientos vuelven a
su estado puro y el mundo no es sino música
hecha realidad” (1) (Arthur Schopenhauer)

 

Antes que sus trabajos conocí su nombre: Vincent Moon. Fue la sonoridad de este la que rápidamente llamó mi atención y la que hizo que después, justo al revés de cómo sucede habitualmente con cualquier cineasta, decidiera interesarme por sus obras.

16 Summers, 15 Falls de Stuart Staples fue el primer take away show que tuve ocasión de ver y la verdad es que me sorprendió bastante. Siempre me había parecido percibir una barrera invisible, una especie de distancia que desvirtuaba la música al ser filmada y he de reconocer que esta, en la obra del realizador francés, captada sin corte alguno desde una obsesiva cercanía, parecía mucho más música de lo que nunca me lo había parecido en pantalla.

En este primer contacto con la obra de Vincent Moon, quedé hipnotizado por lo curioso e imperfecto de su estilo (un extraño cruce entre el cine de los hermanos Maysles y el de Béla Tarr) pero, a decir verdad, una vez saciada mi curiosidad inicial, no me pareció lo suficientemente interesante como para continuar investigando con mayor profundidad. Este descubrimiento quedó, pues, como una mera anécdota sin mayor trascendencia.

Pasó el tiempo y un día, mientras leía Dublinesca (2), una frase en la que se habla del personaje de Spider (del filme homónimo de David Cronenberg) vino a rescatarme el nombre de este director de las garras del olvido. Decía así: “Spider, que anda tan perdido por la vida, no sabe que podría imitarle y reconstruir su personalidad adaptando los recuerdos de otras personas, podría convertirse en John Vincent Moon, un héroe de Borges (…)”. Inmediatamente, igual que el personaje de Vila-Matas, abandoné el papel impreso y me dirigí al ordenador en busca de este relato corto del autor porteño.

“La forma de la espada” (3) es una historia breve en la que Borges, en primera persona, nos narra su encuentro con un misterioso extranjero cuyo rostro esta surcado por una horrible cicatriz. A raíz de esta deformidad, el autor y su interlocutor inician una conversación en la que este último acaba por descubrirse ante nosotros como John Vincent Moon, un cobarde traidor que se oculta bajo la personalidad de aquellos a los que un día traicionó.

Ahí estaba la clave de todo. Al leer este cuento entendí perfectamente qué diferenciaba las imágenes de Matthieu Saura (el verdadero nombre de Vincent Moon) de las del resto de directores de videoclip o documental musical. Aquello que conseguía derribar esa barrera invisible anteriormente citada que separaba el cine de la música no era otra cosa que un acto manifiesto de vampirismo.


De forma compulsiva, me dediqué a consumir todos los trabajos de este director colgados en La Blogothèque y, progresivamente, igual que Pedro, el bizarro personaje interpretado por Will More en Arrebato (Iván Zulueta, 1980), la figura de este realizador francés empezó a erigirse ante mí como un ladrón de almas, un siniestro personaje capaz de encerrar en su pequeña cámara de vídeo la sangre del artista filmado, es decir, su impulso creativo, e incorporarlo después a su propia personalidad. Y es que cualquier artista retratado por Moon ya no vuelve jamás a ser el mismo. Cada vez que un grupo musical realiza un concert àemporter se repite, gracias a la puesta en escena, un mismo ritual cuyo resultado es siempre la desintegración progresiva de la identidad de la banda y una posterior asimilación de esta por parte del sujeto que hay tras la cámara.

Para conseguir esto, dichas grabaciones se articulan sobre dos principios inquebrantables: ubicaciones inusuales de los músicos y filmación de su trabajo a tiempo real, sin corte ni montaje. Ya sea en el interior de un ascensor, un taxi o una habitación de hotel, uno de los principales fundamentos de los take away shows consiste en una dislocación intencionada de los artistas, una maniobra de desplazamiento que permita liberarlos de todo el peso de su propia fama (identidad) y dejarlos abiertos a una progresiva resignificación que, cómo no, queda totalmente en manos del realizador. Es entonces, mediante un registro exhaustivo del proceso creativo compuesto por un ininterrumpido flujo de planos flotantes que alternan lo general y lo concreto, lo nítido y lo difuso, cuando se produce el intercambio final.

A medida que se suceden las imágenes se hace cada vez más evidente que algo ha ido cambiando de forma irreversible ante nuestros propios ojos: los que aparecen ahora en pantalla ya no son Arcade Fire, Sigur Rós o The National; son Arcade Fire, Sigur Rós y The National vistos por Vincent Moon y esto cambia considerablemente las cosas.

Nada escapa de este calculado proceso de apropiación. La cámara lo capta todo sin descanso, el ordenador lo fagocita después (mediante el etalonaje digital todos estos vídeos adquieren un mismo color y textura) y, finalmente, la Red lo almacena con total precisión junto al resto de piezas que configuran ese inmenso salón virtual de trofeos de caza que es La Blogothèque.

Así es como se cierra el círculo y así es como Matthieu Saura ha creado su obra y su entidad artística. De cada uno de los gestos, miradas y voces que componen esta enorme colección musical nace este siniestro álter ego llamado Vincent Moon al que hace pocos días, con motivo de su proyecto conjunto con la escuela La Casa del Cine, tuve oportunidad de poder conocer en persona.


El pasado mes de mayo me dirigí a su encuentro bastante nervioso, sin saber muy bien si todo lo que yo había creído descubrir sobre él tenía algo de cierto o era sencillamente producto de mi imaginación. En cuanto llegué a la escuela, mientras pensaba qué le diría una vez lo tuviese delante, decidí quedarme entre el resto de los asistentes y observarlo primero desde la distancia. Busqué en su persona algo que le delatase como un monstruo, algún detalle, quizá una cicatriz rencorosa en su rostro que reflejase físicamente esa condición de moderno Frankenstein compuesto de retales de otros artistas que yo le había imaginado, pero no fue eso lo que encontré; lo único que vi fue a un chico normal, un joven de unos treinta años que tecleaba distraído su viejo portátil ajeno a lo que sucedía a su alrededor.

Decepcionado como estaba por este choque con la mediocre realidad, me dispuse a marcharme sin decirle nada, ni tan siquiera quedarme a presenciar su masterclass; pero justo cuando di media vuelta para hacerlo, mis oídos obtuvieron la respuesta que mis ojos no supieron ver. En ese mismo momento aquel joven empezó a tararear una canción que me era vagamente conocida y supe entonces que este era el verdadero quid de la cuestión: Vincent Moon no tenía la menor idea de cantar, su voz era incapaz de entonar una sola nota.

Cuando se siente verdadera pasión por la música, uno siempre fantasea con pertenecer a ese mundo, codearse con los más grandes, pero ¿cómo conseguirlo cuando no se tiene la menor aptitud para ello? Infiltrándose, entrando sin hacer ruido por la puerta de atrás. Esa era la respuesta y ahora que la conocía me sentía con fuerzas de entrar en el aula de nuevo, sentarme frente a él y decirle que lo sabía todo, que había descubierto su trampa y que pensaba contárselo a todo el que quisiera escucharme.

Pero aquí mi historia se confunde y se pierde. Si finalmente me enfrenté a él o no es un asunto que queda en secreto entre este personaje y yo. Lo que sí que puedo decir con toda seguridad ahora que este texto toca su fin es que si les he narrado el suceso de este modo, ha sido exclusivamente para que ustedes lo leyeran hasta el final porque, para ser sincero, hay algo que debo confesar y es que, realmente, yo no soy el que escribe sobre Vincent Moon: yo soy Vincent Moon. Así que ahora, si quieren, desprécienme.

(1) SCHOPENHAUER, Arthur: Los dolores del mundo, Ediciones Sequitur, Madrid, 2009.
(2)VILA-MATAS, Enrique:
Dublinesca, Seix Barral, Barcelona, 2010, pág. 45.
(3) BORGES, Jorge Luis:
Ficciones, EMECÉ Editores, Buenos Aires, 1956.