Drive

El caballero del escorpión

 

Resulta difícil escribir sobre una película tan experiencial como Drive (Nicolas Winding-Refn, 2011), íntegramente apoyada en la exacerbación sensorial de cada uno de sus elementos audiovisuales (imagen, música, figuras, movimiento, silencio, color). No se puede evitar la sensación de estar ensuciando con innecesarias notas al pie la contemplación de un inmenso cuadro romántico, de cuando el Romanticismo se perdía en los ecos del Barroco, que no necesita de más razones que su propia superficie apasionada para apresar al espectador. El octavo largometraje de Nicolas Winding-Refn es una obra de superficie rígida y excepcionalmente dinámica, como la cutícula que recubre a los escorpiones; de la radiante capa exterior pintada de neón y sensibilidad clubber cuelga, hacia dentro, un ejercicio de minimalismo argumental raspado del libro homónimo de James Sallis que abandona toda su tradición literaria, emanada de la novela negra, para diluirse en un cóctel de referentes orgullosamente cinematográficos.

Como ocurre con los cineastas de género más inteligentes (De Palma, Carpenter, Mann, Tarantino), la filmografía de Winding-Refn se puede leer como una progresiva recapitulación histórico-crítica de películas basada en la constante actualización de gestos cinematográficos ya ocurridos. Los elementos que maneja, desde su debut con Pusher: un paseo por el abismo (Pusher, 1996) hasta el filme que le ha brindado el premio de Mejor Dirección en el Festival de Cannes, solo tienen sentido en un mundo creado y habitado por el cine, ese arte colectivo de narrar que, como mejor funciona, es individualizándose en un solo cuerpo. El director danés está habituado a la fórmula de protagonistas únicos (exclusivamente masculinos; de hecho, las mujeres no juegan ningún papel físico -más allá de la imagen mental- que no sea recibir la violencia y/o el cariño de los hombres), diligentes y dados a la acción resuelta, ya sea en constante frenesí de actividad (como los de la trilogía Pusher), siempre atareados de un lado a otro intentando resolver cosas, o alternando estados de reposo con estallidos de violencia (el preso, rock star del puñetazo, de Bronson (2008), el guerrero tuerto de Valhalla Rising (2009) o el conductor de Drive).

Como herencia de sus dos películas anteriores, la caracterización de este último integrante en la plantilla de antihéroes refnianos, doble de acción de día y conductor de atracos de noche, ha sido plasmado con una gran preocupación por dotarlo de elementos visuales que contribuyan a asentar su condición de mito. Ya estamos lejos de los camellos y criminales de poca monta que interpretaron Kim Bodnia, Mads Mikkelsen y Zlatko Buric en las tres partes de Pusher, de fácil empatía por la rugosidad de sus rostros. El samurai melvilliano interpretado por Ryan Gosling es anónimo, siguiendo las enseñanzas de esa, actualmente sobreexplotada, máquina de fabricar iconos forjados en hierro que fue Leone y pagando deuda a The Driver (Walter Hill, 1978) ya desde la primera persecución automovilística. Fue el actor quien contactó con Refn para que se hiciera cargo de la película, y, alejado de sus habituales construcciones dramáticas, se pliega a la perfección al papel de rostro estático y cuerpo vacío.

Pero en cada plano lleva sobre sus hombros una densa carga de objetos simbólicos destinados a hablar por él (muy apropiado para un tipo que se gana la vida haciendo de otras personas, solo identificables en base a props). Los guantes de conducción, que expresan la relación carnal y a la vez elegante que mantiene el personaje con su gran habilidad; el palillo sujeto en los labios, citación del cigarrillo en tiempos complicados para ciertas imágenes; la cazadora gris con el escorpión dorado bordado; el martillo, que ya fue ensayado como arma brutal y certera en Pusher 3 (2005); incluso la máscara que porta Gosling en el momento más misterioso y mágico de la película y que asemeja su figura opaca a la de Michael Myers, otro motor de acción desprovisto de personalidad psicológica y cuya mera apariencia externa ya le hace inolvidable gracias al poder mitificador de la imagen cinematográfica. Cualquiera de los objetos de esta colección de candidatos al icono por excelencia del personaje, servirían para remitirnos al driver (significativamente, ninguno es el coche que conduce, algo que sí ocurre con ánimo explícito con otros habitantes del mismo universo de ruedas y testosterona, como Kowalski o Stuntman Mike; Gosling no se mantiene fiel a un vehículo, ni tampoco conduce tanto durante el metraje), pero el que más hondo parece haber calado en el imaginario colectivo es la cazadora del escorpión, a medio camino entre lo fardón y lo hortera. Es algo que la propia película propicia, desde la referencia directa (la fábula del escorpión y la rana) hasta momentos en los que vemos, literalmente, palpitar al arácnido bordado al compás de la respiración de su portador. Así, la trágica naturaleza de ambos queda unida como en el blasón de un caballero medieval.

Con su sencillez narrativa, Drive actualiza el cuento de hadas en clave de western urbano. Es la fascinación hacia el caballero andante, que a estas alturas de la vida ya nunca puede ser un héroe impoluto, sino otro tipo de asesino (“a real human being and a real hero”) con un código de conducta más simpático para el espectador. Acude al rescate de una familia en apuros, o, más bien, de una esposa y madre como la que quería James Caan para aquel soñado futuro, antes de tener que expulsar a Tuesday Weld y reducir su vida a cenizas para poder seguir adelante en Ladrón (Thief, Michael Mann, 1981). Un Chicago con tipografía de neón azul y Tangerine Dream frente a las letras rosas y la atmosférica música de Cliff Martinez, que empapa cada rincón y circunvalación de Los Ángeles al paso de Gosling. Carey Mulligan tiene la mirada triste y frágil que requiere su papel, imposible de adjudicar a otra actriz, aunque sea solo por esa forma de apoyar las yemas después de llamar a la puerta en los minutos finales, de entrelazar sus dedos en la mano de Gosling sobre el cambio de marchas, o por cómo recibe el beso en el ascensor (un espacio que ya había sido privilegiado como epicentro en Fear X (2003), por cierto), en esa hermosa escena que sintetiza toda la intensidad hiperromántica y toda la violencia latente de la cinta, concentradas en unos escasos metros cuadrados en movimiento que el tempo fílmico detiene.

La película pasa de una primera parte luminosa y de disposición de los vínculos emocionales entre los personajes (también los arquetipos del noir que clavan con sus castigadas facciones Albert Brooks, Bryan Cranston y Ron Perlman), a la espiral de venganzas en la que se ve metido el protagonista tras participar en el robo equivocado, ese que ya tenía todas las papeletas para salir mal. Pero la cualidad de ensueño del espectáculo audiovisual no se resquebraja ni un segundo. Al contrario, se impulsa en la construcción de set pieces atmosféricas que sacan un partido preciso, de ejercicio de estilo, a cada recurso cinematográfico, poniéndolos siempre en primer plano por asimilado que esté su uso (por ejemplo, ese encadenado sostenido entre el rostro de Gosling y su llegada al pasillo del camerino donde tiene su segundo encuentro con el mafioso que le ha traicionado). Celebración de la forma y la sofisticación visual que tienen su mejor eco en las baladas revival del italodisco que aromatizan el omnipresente score electrónico de Martínez.

Con su sencillez narrativa, Drive actualiza el cuento de hadas en clave de western urbano. Es la fascinación hacia el caballero andante, que a estas alturas de la vida ya nunca puede ser un héroe impoluto, sino otro tipo de asesino (“a real human being and a real hero”) con un código de conducta más simpático para el espectador. Acude al rescate de una familia en apuros, o, más bien, de una esposa y madre como la que quería James Caan para aquel soñado futuro, antes de tener que expulsar a Tuesday Weld y reducir su vida a cenizas para poder seguir adelante en Ladrón (Thief, Michael Mann, 1981). Un Chicago con tipografía de neón azul y Tangerine Dream frente a las letras rosas y la atmosférica música de Cliff Martinez, que empapa cada rincón y circunvalación de Los Ángeles al paso de Gosling. Carey Mulligan tiene la mirada triste y frágil que requiere su papel, imposible de adjudicar a otra actriz, aunque sea solo por esa forma de apoyar las yemas después de llamar a la puerta en los minutos finales, de entrelazar sus dedos en la mano de Gosling sobre el cambio de marchas, o por cómo recibe el beso en el ascensor (un espacio que ya había sido privilegiado como epicentro en Fear X (2003), por cierto), en esa hermosa escena que sintetiza toda la intensidad hiperromántica y toda la violencia latente de la cinta, concentradas en unos escasos metros cuadrados en movimiento que el tempo fílmico detiene.

La película pasa de una primera parte luminosa y de disposición de los vínculos emocionales entre los personajes (también los arquetipos del noir que clavan con sus castigadas facciones Albert Brooks, Bryan Cranston y Ron Perlman), a la espiral de venganzas en la que se ve metido el protagonista tras participar en el robo equivocado, ese que ya tenía todas las papeletas para salir mal. Pero la cualidad de ensueño del espectáculo audiovisual no se resquebraja ni un segundo. Al contrario, se impulsa en la construcción de set pieces atmosféricas que sacan un partido preciso, de ejercicio de estilo, a cada recurso cinematográfico, poniéndolos siempre en primer plano por asimilado que esté su uso (por ejemplo, ese encadenado sostenido entre el rostro de Gosling y su llegada al pasillo del camerino donde tiene su segundo encuentro con el mafioso que le ha traicionado). Celebración de la forma y la sofisticación visual que tienen su mejor eco en las baladas revival del italodisco que aromatizan el omnipresente score electrónico de Martínez.

Pero estas ya son demasiadas palabras para entorpecer el disfrute de un artefacto liso y reluciente, ajeno a la rimbombancia y cuya mejor forma de ser pensado es conduciendo de noche por una carretera interprovincial mientras suenan College, Chromatics o Desire y tú te preguntas por qué no elegirías un mejor sistema de sonido para el coche.

 

© Daniel de Partearroyo, diciembre 2011