Madre Juana de los Ángeles

Las endemoniadas de Loudun (1)

 

El diablo, probablemente

Madre Juana de los Ángeles (Matka Joanna od Aniolów, Jerzy Kawalerowicz, 1961) comienza con un plano misterioso -en el que contemplamos al Padre Jozef Suryn (Mieczyslaw Voit) rezando tendido con la boca hacia el suelo, justo antes de dirigirse a un convento con la misión de exorcizar a la directora del mismo, la Madre Juana (Lucyna Winnicka), de los ocho demonios por los que esta asegura estar poseída- y finaliza con una secuencia no menos misteriosa, en la que la hermana Malgorzata (Anna Ciepielewska), una joven monja que ha pecado al dejarse llevar por la atracción carnal hacia un hombre, llora y se abraza a la Madre Juana, pese a estar ambas mujeres separadas por un enrejado. En el metraje que media entre ese principio y ese final, el misterio no abandona en ningún momento las imágenes de la película de Kawalerowicz, un relato que, pese a ser inquietante, no pertenece al cine de terror, pues las supuestas fuerzas demoníacas que campan a sus anchas por el convento nunca se materializan a ojos del espectador, y la histeria femenina que la Madre Juana provoca en el resto de las monjas, y que tanto sorprende al conjunto de sacerdotes que analizan el caso, puede ser simplemente el desconcertante resultado de la negación de unos instintos sexuales reprimidos y que necesitan ser satisfechos.


Precisamente el Padre Jozef, hombre que parece atormentado por las mismas razones que la Madre Juana -y que por ello mismo recurre con frecuencia al cilicio, objeto con el que se autoinflige dolor para evitar caer en la tentación de sus deseos carnales-, reconocerá calladamente en la mujer a la que debe exorcizar a una igual, a otra persona cuya mente agoniza a causa de un conflicto de identidad, en el que se ven violentamente enfrentados los deberes asumidos voluntariamente ante la Iglesia y los más ardientes (y naturales) deseos interiores. Todo ello convierte a Madre Juana de los Ángeles en un drama de introspección psicológica, pero también, y sobre todo, en una intensa y insólita historia de amor, conducida con maestría y sensibilidad por un realizador que evita caer en todo momento en efectismos dramáticos de cualquier tipo, y que en su acercamiento a un relato que participa en algunos aspectos del género fantástico se encuentra mucho más cercano a la sutilidad y ambigüedad de Dreyer, Bergman o Tarkovski, que de filmes como El exorcista (The Exorcist, William Friedkin, 1973).

 

Dos espacios, dos visiones de la vida

Al edificar su película sobre una anécdota argumental tan sencilla, sustentada por apenas media docena de personajes importantes, Kawalerowicz se puede permitir alcanzar una auténtica complejidad en la descripción psicológica de los mismos, y crear una atmósfera progresivamente más turbadora y angustiosa -partiendo de escenarios de raíz esencialmente realista, como pueden ser el interior de un convento o una sencilla y rústica posada- al trabajar meticulosamente la iluminación de los planos, el sonido, o la posición de la cámara dentro de los espacios.

El convento y la posada, cada uno con sus acontecimientos dramáticos propios, polarizan narrativamente el filme. En el primer espacio se narran principalmente los intentos del Padre Jozef por liberar a la Madre Juana de sus demonios interiores, y en el segundo se detalla la supuesta caída en el pecado de la carne de una monja, la hermana Malgorzata, que se deja vencer por las constantes insinuaciones de un apuesto hombre con el que se encuentra repetidas veces en el interior del lugar. La trama principal y la secundaria se complementan, y actúan una como contrapunto dramático de la otra, hasta el punto de que una -la que transcurre en la posada- hace explícito lo que la otra -la que tiene lugar en el convento- tan solo sugiere.

De este modo, podríamos decir que la posada es un lugar apropiado para dejarse llevar por los actos mundanos, carnales y materiales, y, en clara oposición, el convento es un lugar en el que estos impulsos se reprimen y se tiende, por devoción, a lo espiritual y inmaterial.

Mientras que el relato principal resulta más contundente en la descripción de los personajes que lo protagonizan, y en él Kawalerowicz se permite auténticos hallazgos formales capaces de expresar visualmente de una forma verdaderamente inquietante el interior de los protagonistas, en el relato secundario que transcurre en la posada, mucho más distendido al actuar como contrapunto dramático del anterior, el realizador se esfuerza por plasmar en pantalla la vitalidad de sus personajes, recurriendo para ello tanto a la alegría interpretativa de los actores -es especialmente elogiable, en este sentido, el sutil modo en cómo Anna Ciepielewska sugiere, gracias a una canción popular, que la (aparentemente) tímida y mojigata monja Malgorzata oculta en realidad en su interior a una mujer pícara y decididamente atrevida-, como a una iluminación más naturalista y menos centrada en el efecto inquietante y/o truculento.

 

La frontera que separa lo cotidiano de lo misterioso

Kawalerowicz encuentra la rigurosidad en la construcción del relato y de las imágenes que lo ilustran de una forma peculiar pero completamente efectiva, y exprimirá a fondo los diversos elementos del lenguaje cinematográfico (sonido, iluminación, los gestos y palabras de los personajes, el montaje, etc.) con la finalidad de trasladar continuamente al espectador del filme de la realidad más inmediata y reconocible al universo de lo invisible y misterioso.


Es especialmente a partir del plano que muestra al padre Jozef atravesando por primera vez la puerta del monasterio -mediante un travelling subjetivo que expresa el movimiento del personaje al cruzar el umbral que separa el exterior del interior del monasterio- cuando la raíz fantástica del relato que está por llegar comienza a ser percibida por el espectador: La mano de una monja cierra súbitamente a la espalda del sacerdote la puerta antes abierta, impidiendo de ese modo que el hombre que le acompañaba pueda entrar o siquiera atisbar ligeramente desde fuera los acontecimientos misteriosos que van a impregnar el resto del relato. Esta forma de planificar, en la que prevalece claramente la brillante capacidad de Kawalerowicz para sugerir sesgadamente con imágenes los aspectos soterrados de la historia, por encima de una tendencia meramente ilustrativa de la narración, es la que domina por completo la película y la dota de su irresistible personalidad.

La irrealidad o extrañeza que denotan el comportamiento o los gestos de la Madre Juana y de las monjas a su cargo son siempre mostrados en pantalla sin recurrir a falsos artificios visuales y/o sonoros. En un plano del filme, Kawalerowicz muestra el paso en fila india de las monjas ante una cámara completamente estática. Aunque aparentemente el acontecimiento no tiene mayor importancia, el contraste de ver pasar los rostros del grupo de mujeres de una zona en penumbras a otra completamente iluminada provoca en el espectador un malestar tan indefinible como cierto. En una línea similar, aunque más explícita, funciona el primer encuentro entre el Padre Jozef y la Madre Juana: pese a que los compases iniciales de la conversación que mantienen ambos están revestidos de normalidad, el repentino sudor en el rostro de la monja y sus posteriores gritos de histeria, que ven aumentado su efecto a causa de la reverberación del espacio cerrado en el que se encuentran los personajes, dejan al descubierto un comportamiento femenino que aunque muy probablemente pueda tener una interpretación psiquiátrica y racional, también puede ser percibido (especialmente en la época en la que transcurren los acontecimientos) como fruto de un influjo o posesión demoníaca.


En otra secuencia, a la entrada de la posada y mientras caminan, un personaje llamado Kaziuk mantiene una conversación con el Padre Jozef, que el primero culmina, con su saber mundano, con la siguiente frase: «El diablo está aquí y allí. Así son las cosas en este mundo». Pocos pasos después, Kaziuk tropieza con un tocón de árbol, y, llevado por la curiosidad, el Padre Jozef sujetará por unos instantes en sus manos un hacha clavada en la base del mismo para acto seguido volver a dejar el objeto en su sitio. El acontecimiento, aparentemente casual, del tropiezo de Kaziuk con el tocón, y la frase dicha por el personaje, adquirirán todo su sentido en el clímax dramático del relato, cuando finalmente poseído por los mismos demonios de los que (aparentemente) ha librado a la Madre Juana, el Padre Jozef retome en sus manos la misma hacha para acabar con la vida de varios mozos de cuadra. Lo cotidiano y lo misterioso, parece decirnos Kawalerowicz, no están tan alejados uno del otro como parece, y en ocasiones un acontecimiento cotidiano deviene germen de otro misterioso y incomprensible.

La narración planteada en Madre Juana de los Ángeles puede ser entendida, sin demasiada dificultad, como una metáfora de alcance universal en torno a la alienación a la que está condenado el individuo en una sociedad que pretende controlar y homogeneizar cada vez más los deseos y aspiraciones personales de cada uno, y que condena y rechaza cruelmente la diferencia de unos pocos (cada vez menos), provocando con esa tendencia una grieta insoslayable entre los anhelos interiores del ser humano y la contundente (y inhumana) realidad que lo rodea. Quizás sea la canción que tantas veces suena a lo largo del filme, y que finalmente canta con picardía la hermana Malgorzata, embriagada por el vino y justo antes de dejarse llevar por el pecado carnal, la que mejor exprese esa lectura de la película. Uno de sus fragmentos dice lo siguiente: «Mi querida madre, prefiero ser monja a tener un marido insoportable/ En vez de un amante con una vara para azotarme, prefiero ser una solitaria monja/ Prefiero cantar con las hermanas en el convento a tener un marido que me castigue duramente/ Prefiero cantar Maitines en el frío amanecer para salvarme de los golpes de mi marido en la piel».

(1) Madre Juana de los Ángeles parte de un acontecimiento real ocurrido en 1634 acaecido en Loudun. Allí se produjo un supuesto caso de posesión diabólica que afectó a las monjas ursulinas del convento de dicha localidad francesa. El presunto hechicero sería el Padre Urbain Grandier (en el film de Kawalerowicz, un personaje llamado Padre Garniec), quien fue acusado de brujería y condenado a morir en la hoguera. Aquí se puede consultar más información al respecto.