Habemus Papam

Todo cambia

 

En la última escena de Vincere (2009), la penúltima película de Marco Bellocchio, la protagonista, Ida Dalser, abandona en un carruaje el hogar de su familia, mientras es jaleada por una muchedumbre a la que ella mira atónita desde la ventanilla. En una de las últimas escenas de Habemus Papam (Nanni Moretti, 2011) hay una escena similar, en la que el cardenal Melville, recién elegido Papa, regresa en coche al Vaticano tras su escapada, que, al igual que la pasión de Ida Dalser, tenía algo de poética y algo de locura. Estas imágenes coincidentes sirven para unir a los dos mejores directores italianos de las últimas décadas. Posiblemente los dos únicos con proyección internacional capaces de escapar del costumbrismo y folclorismo tan habituales en el cine del país transalpino, y realizar agudas crónicas sobre la realidad (cada vez más negra) de su país, sin caer en maniqueísmos ni reduccionismos.

Esto último hay que subrayarlo para el caso de Moretti, puesto que ya se han dado casos que acusan a la película de no ser suficientemente agresiva contra el Vaticano, de perdonarle la vida o de ser cobarde. Una actitud bastante similar a la que existió respecto a The Hurt Locker (Kathryn Bigelow, 2008) y su visión de los soldados americanos combatientes en la guerra de Irak, que no eran violadores, ni psicópatas ni obsesos sexuales. Pero tanto la película de Bigelow como la de Moretti esconden en su interior una fuerza mucho más importante que las hace ser mucho más agresivas, no solo en el corto alcance sino también hacia realidades mucho más amplias.

Lo primero que sorprende de Habemus Papam es que en el fondo no sucede gran cosa en ella. Hay dos hechos importantes: la elección del Papa en los primeros minutos y su renuncia al final, de la misma forma que en La habitación del hijo (La stanza del figlio, Nanni Moretti, 2001) teníamos la muerte del hijo. Pero no hay más hechos sustanciales. La película vive en un enorme suspenso. Todos los personajes están a la expectativa, a la espera de que suceda algo, mirando hacia arriba en busca de una respuesta: los miles de fieles que esperan en la Plaza de San Pedro, mirando con dedicación a ese balcón en el que únicamente se mueven las cortinas de manera misteriosa; los cardenales que esperan ansiosos el mínimo gesto del Santo Padre mientras tratan de pasar el rato… Aunque realmente lo que sienten son los sonidos y los gestos de un hombre de la guardia suiza que el portavoz del Vaticano (Jerzy Stuhr) ha puesto en los aposentos del Papa para tranquilizar (y engañar) a los cardenales electores. El guarda decide poner una canción, el Todo cambia de Julio Numhauser (interpretado por la voz femenina de Mercedes Sosa), y los cardenales empiezan a acompañar la canción con palmas, como si fuese una buena señal.

Pero también el mundo, espectador de los medios de comunicación, en busca de una señal. La película comienza con los comentarios de un reportero de televisión; de hecho, cuando empieza el suspense sobre lo que ha pasado con el Papa, todos miran ansiosamente la televisión: el recepcionista del hotel en el que se aloja el fugado Melville, la compañía de teatro que interrumpe su cena para escuchar las noticias, y el guarda del Vaticano -uno de los pocos que conoce la verdad y que disfruta atendiendo las teorías, casi siempre equivocadas, sobre lo que está sucediendo. Y el propio Melville, en la soledad de su habitación, viendo lo que ha provocado. Golpeado y hundido por una responsabilidad que no cree capaz de aceptar.

Así, la película contiene situaciones que nunca llegan a su final por culpa de ese suspense continuo. Como si ese drama que nunca llega a explotar anulase el resto de acciones que suceden: el anhelo de Melville por interpretar una obra de teatro, el demencial torneo de voleibol papal que organiza el psicoanalista interpretado por Nanni Moretti, pero también la estructura misma del film, que salta de una situación a otra sin mucha continuidad, sin un claro protagonista. Moretti, que habitualmente se coloca como centro del relato, comparte protagonismo con Michel Piccoli (que interpreta a Melville), pero también con el gran Jerzy Stuhr, ese portavoz del Vaticano sobrepasado por los hechos.

Habemus papam trata sobre huidas que no van hacia ninguna parte, pero a la vez procura encontrar algo bello en ellas. En esa cena de Melville junto a los actores de la compañía de teatro, donde mira embelesado a todos, cada uno hablando de cosas diferentes, Moretti los filma como si estuvieran recitando los papeles de su obra. O en el improvisado torneo de voleibol, en el que el psicólogo quiere probar que los cardenales, pese a su fe, se mueven, en sus más bajos instintos, por un deseo darwinista de victoria. Pero Moretti termina igualmente devorado por su propio juego. Uno de los momentos más gozosos (a la vez que más ilusos) del film llega cuando el equipo de Oceanía (que tiene que jugar con solo tres jugadores, puesto que solo tiene tres cardenales en el cónclave) consigue anotar un punto; Moretti filma los rostros de alegría de los tres jugadores, así como la explosión de júbilo de los espectadores (monjas, cardenales y guarda suiza), en cámara lenta, como si de un vulgar partido de fútbol se tratase.

En otro de los momentos más gozosos de la película, Melville y Dario, un actor de teatro desequilibrado, recitan juntos pasajes de La gaviota de Chejov, obra que, por cierto, ya adaptara Marco Bellocchio en su día. Al igual que el texto de Chejov, la película de Moretti también da vueltas y vueltas sobre su argumento, escapando continuamente de su tema principal que debería ser la crisis que sufre el Papa. Moretti escapa a la psicología y prefiere lo poético. Lo dice el propio psicoanalista interpretado por el director y actor italiano cuando explica a los cardenales (con los que juega una disputada partida de cartas) que la mayoría de las prácticas del psicoanálisis son solo fórmulas. Habemus Papam escapa a las fórmulas y quizás por ello es tan difícil hablar de ella, explicar las conductas de los protagonistas o fijar unas ideas claras sobre la película. Así pues, la virtud de esta extraña obra de Nanni Moretti no está en su discurso ni tampoco en sus humildes imágenes, sino en su habilidad para registrar esos breves momentos de felicidad en los que conseguimos desprendernos de todas nuestras inquietudes vitales y responsabilidades sociales y vivir libremente. Pero, desgraciadamente, es un momento pasajero. Y cuando termina, toda esa presión social de todos esos espectadores ansiosos, se precipita sobre los protagonistas. Y es ahí cuando la película abandona al hombre que ha soñado con ser otra persona y consigue filmar ese estado de histeria colectiva que podemos llamar sociedad y que, en el caso de Moretti (y el de Bellocchio, unido a él por la imagen que citaba al principio), se llama Italia. Y también el Vaticano. La nación y la religión como una prisión. Al final, toda la farsa se viene abajo, el Papa renuncia y la expectación se transforma en drama. Un drama gigantesco de rostros destrozados, que Moretti acompaña con el memorable Miserere de Arvo Pärt.