Sitges 2020

Ficciones de interludio

Casas encantadas o pobladas de espíritus malignos atrapan a los personajes de Relic (Natalie Erika James) o The Dark & the Wicked (Bryan Bertino), donde lo demoníaco proviene de las relaciones familiares, o en Post mortem (Péter Bergendy), donde el mal parece emanar de las miasmas de la pandemia que asola el corazón Europa en 1918. Otros personajes se ven sometidos a encierros forzosos en thrillers gore como Becky (Cary Murnion y Jonathan Milott) o The Owners (Julius Berg), en variaciones sobre el subgénero vampírico como My Heart Can’t Beat Unless You Tell it to (Jonathan Cuartas) o sobre las películas de monstruos de serie B como Sea Fever (Neasa Hardiman), o en un hui clos falsamente abstracto como Meandre (Mathieu Turi). En cambio, vemos autoimponerse un insano confinamiento a los protagonistas de Rent-a-Pal (Jon Stevenson), Saint Maud (Rose Glass) y Mosquito State (Filip Jan Rymsza), películas sobre, respectivamente, un solitario obsesionado con encontrar pareja y entregado al cuidado de una madre dependiente, una Santa Teresa 2.0 que se flagela tratando de reprimir sus pulsiones lésbicas y un bróker enfermizo que emula en su apartamento neoyorquino a la Catherine Deneuve de Repulsión (Repulsion, 1965), de Roman Polanski.

«Mosquito State»

El confinamiento siempre estuvo en el seno del género fantástico. Pero, en los títulos que hemos visto en el 53º Festival Internacional de Cine Fantástico y de Terror de Sitges, las formas clásicas del género parecen de repente hablarnos de nuestro inmediato presente. Ese topiquito repetido ad nauseam desde los primeros minutos de la pandemia de COVID-19, según el cual estamos viviendo lo que siempre habíamos visto en las películas, parecía referirse a lo que pasa en los espacios exteriores, donde la rutina cotidiana se ha poblado de normas restrictivas y rostros enmascarados y donde un virus anda suelto asesinando calladamente a los más débiles. Pero no: es el enclaustramiento en nuestros hogares lo que nos ha obligado a vivir encerrados en el espacio en el que emerge lo fantástico, donde las relaciones humanas pueden resultar monstruosas y donde, privados de aire fresco y del contacto de los demás, podemos perder la cabeza. Y lo que descubrimos mientras fuimos —o somos— confinados es que, en cierto sentido, ya vivíamos confinados previamente: que el ensimismamiento digital y las nuevas formas de relaciones sociales nos vienen asemejando, de un tiempo a esta parte, al introvertido David de Rent-a-Pal, que encuentra una falsa camaradería en el espejo que le ofrece una cinta VHS de autoayuda en la que un simpaticón repeinado le va interpelando y haciendo calculadas pausas para que el protagonista se sincere ante la pantalla. Es interesante el distanciamiento que adopta el film de Stevenson al recurrir a una tecnología analógica en lugar de aludir directamente a nuestras redes sociales, que ejercen una prestidigitación análoga sobre nosotros.

Tampoco explico ninguna novedad al lector si subrayo el hecho de que el confinamiento —digital o pandémico— no solo ha incidido en nuestra vida práctica sino también en nuestras formas de consumo audiovisual. Esta nueva cultura del fragmento que nos invita a ver los largometrajes troceados como si de una serie se tratara, a estar atentos a diferentes pantallas y textos simultáneamente, a exponernos a multitud de estímulos que irrumpen e interrumpen sin cesar, esta cultura que —y ahí va otro latiguillo insidioso de nuestro 2020— ha venido para quedarse está incidiendo en las formas de los relatos que vemos en las pantallas; y, con los relatos, cambia la forma del tiempo y la forma del cine. El científico de Minor Premise (Eric Schultz) manipula accidentalmente su mente y la segmenta en diez partes estancas que fluyen olvidadas las unas de las otras en un tiempo fragmentario y lleno de elipsis. La agente con licencia para matar que protagoniza Possessor Uncut (Brandon Cronenberg, laureado con los premios a la mejor película y mejor director de la sección oficial) habita también una suerte de multirrealidad que nos recuerda a nuestra vida multipantalla: ocupa la mente de víctimas propiciatorias como sucedía en Cómo ser John Malkovich (Being John Malkovich, 1999), de Spike Jonze, para cumplimentar sus misiones y provoca que tanto la conciencia como los recuerdos de los huéspedes se extravíen en una confusa superposición que nos retrotrae también a ¡Olvídate de mí! (Eternal Sunshine of the Spotless Mind, 2004), de Michel Gondry. Y, en Historia de lo oculto (Cristian Ponce), la pantalla televisiva se funde con la cinematográfica y el tiempo, que parece medido con precisión al compás de la emisión de un programa de debate en directo en la televisión argentina de los años ochenta (justo después de la dictadura militar), se enrarece mientras los protagonistas consumen setas alucinógenas y el film evoluciona de lo concreto a los misterioso, de lo realista a lo fantástico. Ni Minor Premise, ni Possessor Uncut, ni Historia de lo oculto son logros absolutos pero las tres aportan, a su manera, ideas interesantes sobre el estado actual de las cosas y sobre el futuro del cine y de las imágenes.

«Possessor Uncut»

El cine francés y el fantástico

Ideas, sugerencias, pero no respuestas infalibles, porque el cine no es el oráculo de Delfos y todo lo que puede hacer es darle vueltas y más vueltas a su propia forma, tratando de hallar nuevas perspectivas desde las que observar el mundo y nuevas mutaciones del relato. Y este último festival de Sitges nos ha confirmado que, en el terreno de lo fantástico, están ocurriendo cosas muy estimulantes en el seno del cine francés, experiencias en las que la tradición del género dialoga con otros acentos propios de la cinematografía y la cultura locales. No es casualidad que dos de los mejores títulos del certamen sean producciones francesas que parten de un cierto sentido del costumbrismo para deformarlo y llevarlo a la parodia más caricaturesca y al fantástico más extravagante. Los lugareños de Teddy (Ludovic Boukherma y Zoran Boukherma, que han obtenido el premio José Luis Guarner de la crítica) parecen los primos hermanos de los gañanes del Flandes de Bruno Dumont pero residen en el otro extremo del hexágono, en la Cataluña francesa. El film nos relata una historia de metamorfosis licantrópica originalísima por su tono y su escenario, y salpicada de momentos gore tan brutos y descarnados como los de Crudo (Grave, 2016), de Julia Ducournau. Y, sin ninguna necesidad de caer en el discurseo explícito, Teddy es inclemente con el clima moral y con la brecha social que caracterizan a la Francia de hoy (no se nos escapa el detalle de que la turbamulta de vecinos exaltados se moviliza uniformada con chalecos de color bermellón). Los hermanos Boukherma, además, son despiadados y a la vez afectuosos con sus personajes, algo característico de un cierto humanismo, profundo y rico en matices, que recorre desde siempre el cine universal y particularmente el cine francés, de Jean Renoir a Eric Rohmer.

«Teddy»

Lo mismo podría decirse de Mandibules (Quentin Dupieux), que relata las andanzas de unos pazguatos sin oficio ni beneficio tan obtusos, obsesivos y estrafalarios como el hombre enamorado de las prendas de ante y su sanchopancesca seguidora en La chaqueta de piel de ciervo (Le Daim, 2019), la anterior realización de Dupieux. Las dos Francias —un grupo de veraneantes de clase media acomodada y los dos desheredados de la república que protagonizan el film— se encuentran y desencuentran en una trama absolutamente dislocada, dictada por las ocurrencias descerebradas de Manu y Jean-Gab, empeñados en amaestrar una mosca gigante para enseñarle a robar y hacerse ricos usándola como si fuera un dron (sic). Mandibules transcurre, como Pierrot, el loco (Pierrot le fou, 1965), en el litoral mediterráneo bañado por el sol veraniego, y toma el modelo del thriller americano de carretera para distanciarse desde la ironía socarrona pero con un tono más tosco y gamberro que el del film de Jean-Luc Godard. Dupieux dista de ser el realizador más fino del cine francés actual pero tiene la perspicacia de conjugar un cine cinéfilo que, a su manera, repite una vez más ese movimiento iniciado por la Nouvelle Vague y que parte de la tradición cinematográfica para, a la vez, rendirle tributo y enmendarla, explorando así el terreno de la modernidad.

«Mandibules»

Por comparación, La Nuée (Just Philippot, premio especial del jurado) resulta mucho más seria pero, como Teddy, parte de unos mimbres bien conocidos en el género fantástico. Como en esas películas —a menudo, de serie B— en las que la naturaleza muta, se radicaliza y se vuelve contra el ser humano, las langostas criadas en una granja de la Francia rural aprenden a alimentarse de la sangre de mamíferos y devienen en enjambre asesino fuera de control. El experimento es fruto de la ambición desnortada de la madre protagonista, acuciada por las estrecheces económicas, que nutre a las langostas primero con su propia sangre y luego con seres sacrificados de volumen progresivamente superior. El film quizás resulta menos atrayente en las escenas que reflejan las relaciones entre la protagonista, sus hijos y el vecino que se pone sentimentalmente a tiro; en cambio, muestra un estilo seco y visceral en sus accesos de violencia, estilo que nos vuelve a recordar al de Crudo y que nos invita a reflexionar sobre lo interesante que resulta el acercamiento entre el horror y cierto modo de representación de la realidad característico del cine francés. Por comparación, véase lo pobre que resulta un film como Le Dernier voyage de Paul W.R. (Romain Quirot), que trata de reproducir beatamente el look de la fantaciencia hollywoodiense en una pretenciosa mixtura de ciencia ficción a lo Moebius y distopía a lo Mad Max que además querría ser, a la vez, una afectada variación de El principito de Antoine de Saint-Exupéry. Películas como Teddy, Mandibules o La Nuée muestran que es mucho más provechoso, como defendía Roberto Rossellini, partir de lo local para alcanzar una forma de arte universal.

«La Nuée»

Los monstruos vienen a vernos

De hecho, como en otras ediciones, el cine de Sitges 2020 nos ha mostrado la vigencia de los temas, tópicos y motivos clásicos del género fantástico, pues la exploración del cinematógrafo no discurre por un único camino hacia la modernidad sino también por la senda de la tradición. Así pues, el cine de Sitges ha estado sembrado de científicos ebrios de ambición que pierden el control de su trabajo como los de Minor Premise o Come True (Anthony Scott Burns), una desaprovechada historia de terror sobre un experimento que materializa las pesadillas en imágenes sobre una pantalla, sencilla pero atractiva metaforización del germen del cine fantástico. En esas imágenes, figuras sombrías y alargadas como gólems del subconsciente se repiten en los sueños de individuos diferentes, como inspirándose en las coincidencias descritas por Sigmund Freud en sus Escritos sobre el sueño y la interpretación de los sueños. Y, con la emergencia de esas siluetas inquietantes, toma cuerpo uno de los grandes protagonistas del certamen: la figura del monstruo. Al hombre lobo de Teddy, a la mosca gigante de Mandibules o a los enjambres de La Nuée y Mosquito State hay que sumar la criatura marina informe que acecha a los marineros de la ya citada Sea Fever, película que, sin muchos oropeles, revitaliza con eficacia el asunto del grupo humano atrapado en un espacio claustrofóbico y amenazado por lo monstruoso. Supone una revisión del tema menos sofisticada que Alien, el octavo pasajero (Alien, 1979), de Ridley Scott, o que La niebla (The Mist, 2007), de Frank Darabont, pero más apegada a la atrayente austeridad del cine de serie B y con sabor a vieja novela (gráfica) de aventuras marinas.

«My Heart Can’t Beat Unless You Tell It To»

Ha comparecido también en Sitges el monstruo de más noble tradición literaria y cinematográfica, la figura del vampiro, que ha encontrado una interesante deriva intimista en My Heart Can’t Beat Unless You Tell It To (premio a la mejor película de la sección Noves visions y premio Citizen Kane de la crítica a la dirección revelación), donde la anécdota fantástica es casi un mero pretexto para retratar un núcleo familiar deslavazado y deprimido, grupo humano cansado de la lucha diaria por una supervivencia precaria. De hecho, el vampirismo jamás es aludido en términos explícitos y aparece más bien como una forma de enfermedad incurable que comporta dependencia y fragilidad. Con un tono sorprendente y apagado, el film de Jonathan Cuartas nos habla, sin necesidad de subrayados ni salidas de tono, de una gente corriente que ha bajado los brazos, lejos del sueño americano y de los luminosos relatos de superación del cine hollywoodiense. Se trata de esa América habitada por seres abatidos que conducen sus todoterrenos por carreteras polvorientas y lamentan las oportunidades perdidas charlando en porches de madera, seres que parecen contener en su fuero interno toda la melancolía que comporta el resultado final de la conquista del Oeste. Ésas son también las criaturas moralmente ambiguas que pueblan The Silencing (Robin Pront), un thriller sobre venganzas y rencillas locales no del todo inspirado pero que nos devuelve a ese sugerente territorio fronterizo con el western de títulos como Frío en julio (Cold in July, 2014), de Jim Mickle, o Blue Ruin (2013), de Jeremy Saulnier.

Precisamente, la tradición del western es sometida también a una interesante vulneración en otro largometraje con apenas unas gotas de fantástico. L’État sauvage (David Perrault) parte de un original humus temático, las cuitas de la comunidad francesa afincada en Luisiana durante la Guerra de Secesión norteamericana, para explicarnos un viaje a lo Meek’s Cutoff (2010), de Kelly Reichardt, pero en el sentido inverso al de la conquista de la frontera: las protagonistas tratan de ganar la costa oriental del continente para volver a París y viven por el camino un proceso de emancipación que culmina cuando toman las armas para defenderse por sí mismas. Film algo pobre en estilo pero sustancioso en contenido, al darle la vuelta a los roles de género y al sentido del viaje en el mito de la gestación de la nación, altera la forma del relato en el corazón del cine americano, es decir, en el western. Y, en ese darle la vuelta a las ficciones cinematográficas, han acompañado a las pistoleras sobrevenidas de L’État sauvage multitud de heroínas jóvenes y belicosas, Juanas de Arco como la bisoña justiciera de Becky, que se enfrenta en solitario a la banda de sicarios que acosa a su familia; o como la resuelta científica de Sea Fever, que trata de salvar a la tripulación del barco acechado por un monstruo marino mediante el uso del conocimiento y de la razón práctica; o como las protagonistas de Initiation (John Berardo) y Kandisha (Julien Maury y Alexandre Bustillo), que intentan detener la muerte en serie de los varones a su alrededor en, respectivamente, un slasher con aspecto de serie televisiva de ambiente high school y una trama de invocación demoníaca en la barriada multicultural de una banlieue francesa.

«L’État sauvage»

El valor cinematográfico de algunos de los títulos aludidos es discutible o directamente escaso pero todos atestiguan a su manera que parte del cine de nuestro tiempo presta gran atención a la tradición acumulada para tratar de revitalizarla retorciendo sus formas, desbordando sus márgenes o simplemente rompiendo con la rutina. En ese sentido, no hemos visto un comentario más perspicaz sobre la sensación de estar viendo siempre lo mismo que el de Un efecto óptico (Juan Cavestany), quizás el largometraje más brillante e incisivo del festival. Un matrimonio de burgaleses emprende un viaje de placer a Nueva York pero recorre en realidad espacios urbanos de Madrid cuyas imágenes remiten a las texturas arquitectónicas de la gran manzana o, mejor dicho, a la miríada de imágenes que compone el paisaje de ese cine americano que consumimos como el pan nuestro de cada día. La historia se rasga y se repite una y otra vez como tragedia y como farsa, aumentando progresivamente su ambigüedad respecto a la naturaleza de lo que vemos. Pero lo que permanece es el tedio de los turistas ante la visión de algo rutinario y vulgar que no les produce la emoción a la que presuntamente han ido a exponerse, una lasitud de la mirada que encuentra su correlato exacto en el desamor que se interpone entre la pareja protagonista. El asunto de Te querré siempre (Viaggio in Italia, 1954) parece encontrarse con la forma cubista de Te amo, te amo (Je t’aime, je t’aime, 1968) en el film de Cavestany, extraño y fascinante maridaje entre Rossellini y Alain Resnais. Y todo es avizorado por un lobo que acecha entre los árboles de Central Park, o tal vez del Parque del Retiro, criatura misteriosa que nos hace pensar en esos seres inquietantes que transitan las ensoñaciones del cine de Raúl Ruiz.

«Un efecto óptico»

Ficciones de interludio, cubriendo coloridamente el marasmo y la desidia de nuestra íntima incredulidad”, escribió Fernando Pessoa en un pasaje del Libro del desasosiego (fragmento 325 en la edición de Acantilado) que se me quedó grabado cuando era joven y que aún hoy me fascina por la oscuridad de su sentido y su mucha musicalidad. Las variaciones sobre el género fantástico que hemos visto en el festival de Sitges, feliz experiencia de cine impuro un año más, no obedecen a cuestiones coyunturales como la incidencia de la actual pandemia o la corriente generada por el fenómeno me too sino a una exploración colectiva de las formas cinematográficas ahora que el fantasma de la muerte del cine vuelve a visitarnos, puntual como siempre en su periódica comparecencia. “Mañana voy a morir”, insiste la protagonista de She Dies Tomorrow (Amy Seimetz, premio al mejor largometraje del jurado Carnet Jove), contagiando a su alrededor una conciencia de la extinción que invita a todo el mundo a tomar distancia, relativizar las cosas y caer en un ánimo melancólico y meditabundo. Con el regreso de los monstruos, la emergencia de combativas Juanas de Arco o la proliferación de seres confinados y enajenados, el fantástico retoma sus temas característicos para hallar nuevas ficciones de interludio que nos transmiten, a pesar de todo, una sensación de renovada vitalidad.

 

© Lucas Santos, octubre de 2020