Meek’s Cutoff

El nacimiento de una nación

 
Cine épico

En su nueva película, Kelly Reichardt muestra perfectamente lo que significa la épica en el cine. Épica de filmar. Filmar con riesgo, filmar con ambición. Es ahí donde hay que encontrar la épica y no en desproporcionados planetas digitales construidos a base de varios clicks de ratón. En Meek’s Cutoff (2010), la directora de Portland filma un paisaje salvaje, bello y luminoso, pero también desconocido y peligroso. Apelando a unos medios de producción impropios de una película “de época” (por decirlo de alguna manera), Reichardt consigue otorgar al filme un extraño espíritu aventurero, a la manera de Aguirre, la cólera de Dios (Aguirre der Zorn Gottes, 1973) de Werner Herzog. Es decir, mientras lo que consideramos el cine épico actual de Hollywood, de El señor de los anillos (The Lord of the Rings, Peter Jackson, 2001-2003) a Avatar (James Cameron, 2009), suele estar rodado por un director acomodado y escondido tras los medios de producción, en la cinta de Reichardt, al igual que en la de Herzog, se puede notar el esfuerzo, la dedicación y la dificultad de la película a raíz de las contingencias asumidas. En la escena que abre el filme de Werner Herzog, vemos cómo la cámara avanza con miedo por el desfiladero. No hay grúas ni redes, simplemente un operador que corrió con el riesgo de llevar hasta allí una cámara. En Meek’s Cutoff podemos notar el polvo y el sudor en el rostro de una estrella de Hollywood como Michelle Williams. La cámara es un personaje más en esa caravana que se dirige hacia un destino incierto.

Reichardt recupera para el western el espíritu pionero, elimina todos los rasgos de género, todos los tics visuales a los que nos hemos acostumbrado, y lo reduce todo a los aventureros, los primeros pobladores, enfrentados al paisaje. La película se sitúa en 1845. Por entonces, apenas faltaban cincuenta años para que naciera el cine. Seguramente, muchos de esos aventureros que se adentraron en el desierto y fundaron ciudades fuesen luego espectadores de las primeras películas. Por eso, el western siempre ha sido un género muy americano. Muchos cowboys y pistoleros fueron consejeros de los estudios de Hollywood, siendo el más célebre de todos ellos Wyatt Earp, a quien John Ford conoció cuando todavía era ayudante de producción. Probablemente las historias (reales o no) que Wyatt le contó al joven Ford sobre su vida fueron uno de los pilares sobre los que Ford erigió su obra, siempre en torno a la realidad y la leyenda.

Reichardt retrata a la perfección dicha realidad en su película. El desierto en toda su inmensidad, filmado en planos largos, donde los colonos protagonistas son meras figuras, sombras que lo atraviesan. Ecos de una Historia olvidada, de muchos pioneros que arriesgaron todo y lo perdieron todo, en busca de una tierra prometida que nunca llegó. La película avanza con tranquilidad, sin sobresaltos. Los planos se suceden, incluso a veces se funden y parece que la fila de colonos atraviesa el cielo, una de las primeras señas místicas de una película llena de misterios. Realismo también en los gestos y los trabajos. Cuando los protagonistas tienen que dejar caer un carro con sumo cuidado por una cumbre, Reichardt muestra la preparación de la caída, la colocación de las cuerdas y a los propios actores tirando de las sogas. No hay dobles ni trucos.

Apelando a esta minuciosidad y realismo, Reichardt destruye la idea que el espectador tiene del western en su cabeza, demasiado contaminada por el spaguetti western y la autoconsciencia del cine del oeste americano de los años setenta en adelante. No creo, como se dice, que sea un western atípico. En todo caso, lo será porque, desgraciadamente, no se realizan más así. Pero no atípico desde un sentido histórico, puesto que Meek’s Cutoff no deja de ser la heredera de películas de John Ford como Caravana de paz (Wagonmaster, 1950) o El gran combate (Cheyenne Autumn, 1964), donde el director parecía tan interesado en la trama como en filmar el viento y las partículas de polvo que este arrastraba golpeando en los rostros de sus protagonistas. Y es ahí, en esos momentos de pura experimentación, donde se nota que los directores han atravesado y sufrido el desierto y no únicamente lo han cruzado en un coche o lo han intentado reproducir en un plató. Y es en esas escenas cuando comienza a nacer la épica.

  

Una gran nación (a veces)

Retornar no únicamente a los orígenes de un género, sino también a los de un país. Regresar al mito fundacional, al famoso “Destino manifiesto”, doctrina según la cual los estadounidenses estaban predestinados a conquistar el Oeste (¿el mundo?). De ahí nació el imperialismo norteamericano, pero también el sueño de muchos colonos cristianos por encontrar la tierra prometida. La primera vez que se citó este concepto fue en un artículo de John L. O’Sullivan en 1845, precisamente el año en el que se sitúa la película de Reichardt. La directora siempre ha tenido una curiosa manera de introducir la Historia de EE. UU. en sus películas. Sus acercamientos críticos a la Historia de su país siempre los ha hecho de manera indirecta. Old Joy (2006) no era únicamente una película sobre la amistad, sino también una amarguísima crónica de la muerte de toda una generación, aquella que nació y creció bajo el sueño de la Administración Carter. La directora lo puntuaba de manera sutil introduciendo breves monólogos radiofónicos alrededor de la política del país. En Wendy & Lucy (2008) filmaba una América oxidada que caminaba hacia su fin, apoyada en la memoria (y en la cita) de Sometimes a Great Notion de Ken Kesey, el libro seminal sobre la concienciación de los trabajadores en Oregón (el lugar en el que se suceden todas las películas de Reichardt).

A lo largo de su obra como cineasta, especialmente tras su regreso al cine en 2006 (tras una década dedicada a la enseñanza en la que apenas rodó un par de cortos), siempre ha buscado hablar de manera indirecta de la situación de su país. También en Meek’s Cutoff, pese a que suceda en 1845. Al igual que hizo Terrence Malick con El nuevo mundo (The New World, 2005), Reichardt regresa a la génesis de su país para mostrar que quizás hay muchas más cosas detrás de las magnas imágenes de Washington, Jefferson y demás padres fundadores que levantaron la Constitución. Recurrir al western le otorga un carácter simbólico a la película. Construcción de un país, fundación del cine: movimientos parejos en EE. UU.

En su tramo final, la película abandona la expectación y el ritmo moroso a cambio de una mayor concentración argumental. El conflicto entre los colonos, el guía Stephen Meek (una figura real de la Historia americana) y el indio americano que atrapan para que les oriente por el desierto finalmente estalla. Obligados, debido a las circunstancias, a elegir entre la dudosa experiencia de Meek y las incógnitas del indio, los colonos eligen lo segundo. Entonces, la película empieza a perder a marchas forzadas su realismo y se adentra en los territorios de lo místico. El desierto se llena de símbolos extraños. El grupo de pioneros, profundamente religiosos, prefiere seguir al extraño indio, al que ni siquiera entienden, antes que al viejo Meek, en busca de esa tierra prometida que no encuentran.

Cuando tuvieron lugar las últimas elecciones presidenciales de EE. UU. leí un estudio que decía que la inmensa mayoría de los norteamericanos prefería que su presidente perteneciera a algún tipo de confesión, fuera la que fuera, antes de que fuese ateo. En su película, Reichardt muestra el camino que va desde Stephen Meek, el viejo cazador de pieles reconvertido en guía, hasta un culto indígena que nos es totalmente desconocido. Un camino semejante al que va desde la tradición liberal de Jimmy Carter hasta el reciente triunfo del movimiento ultraconservador Tea Party. Al igual que las obras anteriores de la directora, Meek’s Cutoff termina en la indeterminación. Hacia un lugar desconocido. Su filmografía es como un viaje en el que cada película es una etapa y la continuación siempre una incógnita. El inmaterial final de su último trabajo, con su subyugante referencia a Andrei Tarkovski (reconocido por la propia directora) hace aún más difícil saber hacia dónde se dirigirá en el futuro. Al igual que los colonos de la película.

 

© Miguel Blanco Hortas