El cine de Eugène Green

Palabra y utopía

 

En el octavo capítulo de La imagen-tiempo (L’image-temps, 1985) Gilles Deleuze formula una interesante pregunta: “¿En qué sentido es Garrel uno de los más grandes autores cuya obra, por desgracia, quizás solo hará sentir sus efectos a largo plazo, dotando al cine de potencias todavía mal conocidas?” La primera idea, hoy en día, después de haber podido ver casi íntegramente su obra, está bastante clara. La segunda quizás no tanto. Aún así tenemos la certeza de que el origen de todas esas potencias, que sentimos bastantes cercanas, nacieron del fracaso colectivo de la generación del Mayo francés del 68 y de la imposibilidad de realización de los sueños utópicos de un proyecto político y vital cuya magnitud (junto a la cantidad de palabras, afectos e ilusiones que quedaron, finalmente, insatisfechas) es difícil de imaginar para los de mi generación (la de los nacidos en los ochenta). Afortunadamente para nosotros aquel fracaso nos ha regalado un cine que admiramos, con el que nos identificamos casi plenamente y a partir del cual hemos podido descubrir muchos de nuestros problemas generacionales que, además, parecen reproducirse en el tiempo. ¿Pero qué ocurre si a esa potencia le sumamos la nostalgia de haber vivido la derrota original desde un lugar bastante alejado de su epicentro?

Eugène Green nació en 1947 en New York. En 1969 se desplazó a Francia donde estudió Literatura, Idiomas e Historia del Arte. En 1976, tras obtener la nacionalidad francesa, se instaló definitivamente en ese país. Imaginamos que el hecho de haber vivido toda la resaca histórica (tal como ponen de manifiesto estas fechas) ha impulsado la actitud crítica de Green hacia todos los movimientos que se aprovecharon del fracaso para pervivir (bien) en el tiempo a base de manejar la superficie del discurso de los derrotados, algo especialmente evidente en Toutes les nuits (2001), su primer filme. Pero la intención última de este trabajo, basado libremente en La educación sentimental (L’éducation sentimentale, Gustave Flaubert, 1869), es otra pues, en él, Green trata de rastrear cómo es posible, pese a todo, fundar una relación indestructible a partir del fracaso de una experiencia: la de dos amigos que, una noche, no se atrevieron a entrar en una casa habitada por una mujer desnuda. Esto sucede durante su adolescencia, un tiempo en el que comienzan a descubrir el mundo dando pasos en común, pero llega el momento de la separación y uno elige una vida idealista mientras el otro se decanta por un camino más pragmático. Sin embargo, pese a la distancia que mantienen, su amistad permanece fuerte gracias a esa poderosa experiencia que han compartido y que puede extrapolarse a la derrota de su generación en las barricadas. Green no la vivió, pero en su filme ofrece a los que sí lo hicieron una vía para extraer la potencia de la impotencia.

El camino del aprendizaje se encuentra también presente en su siguiente trabajo, Le monde vivant (2003), una especie de cuento infantil de caballeros y ogros que centra su atención en el trayecto de Nicolás desde que abandona las faldas de su madre hasta que se encuentra con la mujer que le hará hombre. En apariencia una historia sencilla que camina por la senda marcada por el Perceval le Gallois (1976) de Éric Rohmer, pero rodada bajo una forma estrictamente bressoniana. Y si señalo en apariencia es porque, en ella, se concentran muchas de las cuestiones “teóricas” que envuelven la corta pero intensa filmografía de Green y que tienen que ver con el despliegue en imágenes de toda la pasión que siente y manifiesta por la palabra. En su ensayo La parole baroque (2001) Green sitúa el origen de esta problemática en el periodo artístico del barroco. Su preocupación tiene que ver con el reduccionismo al que se somete a la palabra, utilizándola como un mero signo lingüístico que designa los elementos del mundo mientras, para él, se trata de un lugar de encuentro del hombre con lo sagrado y posee una forma material y una carga espiritual capaz de expresar un cierto misterio de todo aquello a lo que representa (1).

De esta manera podemos entender la especial relevancia que tiene la palabra en el cine de Green. Sus personajes hablan a partir de un guión erudito y ajustado, cargado de referencias a la gran tradición de la cultura europea y al que se deja poco margen de improvisación. Los actores verbalizan siempre con una métrica muy medida y modulan con un rigor rítmico y tonal exquisito. Por esta razón se tiene la impresión de que, a pesar de la elegante composición de su puesta en escena, imagen y palabra quedan desequilibradas. Las de Green son imágenes low cost, donde unos pocos objetos arcaicos (como la velas) componen el plano. Podría decirse que Green es una especie de Pedro Costa, pero de la alta cultura y de la belleza. La palabra, por lo tanto, debe encarnarse para constituir una experiencia que perviva largamente en el tiempo, pero esa tarea nunca será fácil ya que, a pesar de su inmaterialidad, siempre acaba encontrando un signo material que le impide sustanciarse. Esto provoca una tensión entre palabra y signo que muy bien se podría resumir con esta cita de Félix de Azúa: “Al morir dejamos un rastro de palabras que no es necesario haber escrito. Durante unos años permanecen en la memoria de quienes las oyeron hasta que ellos mismos se desvanecen. Los signos, en cambio, se van con nosotros irremediablemente porque son aún más propios, secretos e intransmisibles que las palabras más íntimas, más ocultas, más mudas. Por ello es tan difícil observar los signos personales, los nuestros, los que a veces ni siquiera nosotros mismos conocemos con exactitud” (2).

Esta tensión entre signo y palabra, entre verdad y representación, es la que mantienen, en la distancia, los personajes protagonistas de Le pont des Arts (2004). Ella es una cantante de ópera que termina suicidándose después de dejar grabado en un vinilo el Lamento della ninfa de Monteverdi. Su arte, inapreciable para todos aquellos que se mantuvieron a su alrededor, se convertirá en fuente de goce y obsesión para el chico que se enamora de su voz liberada sobre las corrientes del tiempo. Pese a todos los impedimentos, incluido el propio vinilo que reproduce, el logos, separado ya de la palabra, logra tender el puente entre las diferentes artes y encarnarse definitivamente en el cuerpo: el verdadero lugar de la palabra. Como los bares lo son para el propio Green dentro de sus películas, ya que son habituales sus cameos como camarero aplicado.

El cineasta trata de extender esta idea más allá de los límites de la propia película construyendo una reflexión que engloba a su generación de directores. Y lo hace con una de esas escenas misteriosas que, al cabo del tiempo, acaban convirtiéndose en puntos de inflexión para todo un arte. Como cuando a Kiarostami se le ocurrió filmar un aerosol mientras rodaba calle abajo o a Lisandro Alonso cerrar una película con la imagen de un llavero en el que se podía leer una palabra sin que supiéramos a qué hacía referencia. La ocurrencia de Green ha sido la de sentar a gente como Jean Charles Fitoussi, Pierre Léon, Mathieu Amalric o Bertrand Bonello (3) frente a una representación teatral china en la que se narra una leyenda sobre madres, hijos, fantasmas y tambores. La escena, breve pero tremendamente intensa, es una especie de precedente de Shirin (Abbas Kiarostami, 2008): Green escruta los rostros de los allí convocados dibujando elegantes y sutiles travellings con su cámara. No obstante todos ellos son cineastas (algunos también actores) preocupados, en mayor o menor medida, por el cuerpo y su relación con todo lo que reciben del mundo, del mundo de las imágenes. Así que Green les expone a lo mismo que sostiene su cine, pero a su manera, a través del teatro y la leyenda. Los fantasmas recorren las diferentes artes a través del puente ofrecido por el cine para encarnarse de rostro en rostro. Sobre la materialidad de la carne que, como la misma imagen, se muestra cual tablilla de cera en la que se inscriben los fantasmas convocados. En el fondo, como las imágenes supervivientes de Didi-Huberman.

Ya que hemos estado hablando de palabras, no se nos podía pasar que la palabra “teatro” ha aparecido, por primera vez, en el párrafo anterior. El detalle es importante ya que Green, antes de dedicarse al cine, había fundado la compañía de teatro barroco “Teatro de la Sabiduría”. Cierto espíritu de esta etapa, que comenzó a finales de la década de los setenta, se conserva en sus películas (donde mantiene una pequeña troupe de actores para todos sus trabajos). Estos actores se mueven por la escena midiendo milimétricamente sus palabras pero también sus movimientos. El ascetismo y el inmovilismo, con una clara inspiración en el cine de Ozu, permiten pocas alegrías a los intérpretes y a la cámara. El de Green es un cine de distancias, a todos los niveles: entre espectador y película, y entre aquellos que la protagonizan. Esta cuestión se acentúa en sus piezas de menor duración, en los mini-filmes como Les signes (2006), donde un hijo busca a su padre al mismo tiempo que espera que regrese al hogar, y en Correspondances (2009), donde una pareja mantiene un intercambio de e-mails sin conocerse. Algunas de las parejas de Green pueden equipararse, en cierta manera, a las de Hong Sang-soo: se cruzan en la misma calle (como ocurre en Toutes les nuits) sin saber que cada uno tiene en frente al compañero de su vida.

La protagonista de La religiosa portuguesa (A religiosa portuguesa, 2009) camina por las calles de Lisboa casi de la misma manera que las mujeres que la precedieron, pero con la diferencia de que podrá mantener encuentros con ciertos personajes inesperados. Es actriz y ha acudido allí para rodar una película en la que interpreta el papel de una monja. El texto, como no podía ser de otra manera, está basado en la obra barroca Cartas de amor de la monja portuguesa (Mariana Alcoforado, 1669). Cada uno de esos encuentros propiciará que, ante ella, se vaya abriendo el camino de una espiritualidad que la hará llegar a creerse el papel que está interpretando. Green se atreve a realizar un tirabuzón montando un juego de cine dentro del cine, pero el arabesco, aunque gracioso e interesante, da como resultado su obra de menor nivel. Probablemente porque la distancia que ha querido recorrer con el cine de Oliveira no debería haber sido física. Allí, en una ciudad que comienza a estar de nuevo de moda, Green se pierde entre calles, miradores y referencias a esa espiritualidad (alejada de lo religioso) que, en todos los trabajos precedentes, aparece como una sutil presencia para encarnarse fuertemente en el cuerpo y la memoria a partir de cada mirada lanzada hacia sus imágenes. Es una cuestión de fe; de volver a creer en la verdad del cine y en un cine de verdad.

 

(1) Todas estas cuestiones son expuestas en la entrevista que Elena Duque realiza al director en el nº39 de Cahiers du Cinéma, España.

(2) DE AZÚA, Félix: Autobiografía sin vida, Mondarori, 2010

(3) Ya que han salido a colación estos nombres aprovecho la ocasión para pedir que, en la próxima edición del Festival de Gijón, podamos ver la obra de algunos de ellos, sobre todo de Bertrand Bonello.

 

© Ricardo Adalia Martín, Febrero 2011