Festival l’Alternativa 2010
La realidad se resiste a morir
0. Ideología
En Una película hablada (Um Filme Falado, Manoel de Oliveira, 2003) fuimos pasajeros privilegiados de un crucero que partía en busca de las raíces de la civilización occidental. Puerto a puerto, acompañamos sigilosamente a una madre (una profesora) que transmitía a su hija (una niña) las leyendas y los misterios de cada lugar (Marsella, Pompeya, Atenas…). Cada parada del viaje era un remanso de paz, un lugar al que asomarse a escuchar discursos evocadores y didácticos que, en su nitidez, recordaban a los del Roberto Rossellini televisivo. Tal era nuestra fascinación por la Historia que incluso nos sentamos en la mesa del capitán y, como por arte de magia, fuimos capaces de comprender distintas lenguas latinas y mantener una conversación apacible sobre nuestros orígenes. Sí, por un instante, participamos de un encuentro civilizado y formamos parte de una estirpe ilustrada. Pero la ilusión nos duró poco: un repentino atentado hizo estallar la burbuja utópica y solo dejó tras de sí los escombros de la embarcación y un temible fundido a negro. Las llamas apenas dejaban intuir lo ocurrido, pero, desde entonces, algo cambió: la inocencia de antaño y la idea de “progreso” se habían consumido sin remisión…
Unos años después, las cosas no pintan mucho mejor y Jean-Luc Godard, con su voz mortuoria, parece abrir heridas similares a las del director portugués. Al menos, así lo dejan entrever los personajes que merodean por la cubierta de su Film Socialisme (2010), una serie de individuos que se encuentran tan fuera de lugar como sus ideas (las que dejan ir a salto de mata) que, de algún modo, se disiparon en aquel barco que Oliveira destruyó mientras navegaba en un simbólico 2001. La nueva embarcación es, claro, heredera de aquella y algo tiene de nuestras raíces. Y sin embargo… nada es lo mismo, nada lo puede ser. Por muy remodelado que esté, por muy barnizado que lo veamos con bellas capas de pintura digital, el crucero del suizo ha perdido la fe en el conocimiento y parte de la ilusión por el combate. Los ideales aún son fuertes, pero todo tiene un regusto agridulce, pues sabemos que estos se sostienen en los restos del naufragio de Europa y que difícilmente se cumplirán. Una pregunta, entonces, se formula en la mente del espectador: ¿es posible “aún” hoy hacer un cine político y comprometido con la realidad? Si Godard, el director más combatiente y radical, es tan solo capaz de balbucear unos apuntes en su exquisito ensayo… ¿Qué lograrán hacer el resto de cineastas? Difícil de decir, pero un festival como L’Alternativa se empeña en convencernos de que todavía hay ideas en las que creer y motivos por los que luchar. Y lo hace reuniendo autores de procedencias muy dispares en una programación que es un alegato a favor de levantar la voz desde los márgenes y en contra de lo establecido sin caer en los clichés de lo “social”.
En su 17ª edición, el Festival de Cine Independiente de Barcelona (L’Alternativa) volvió a dar, pues, muestras de su idea del cine y sostuvo su programación en tres pilares: la retrospectiva dedicada a Raymond Depardon, la proyección en tres sesiones de la muy extensa (570 minutos) Noticias de la antigüedad ideológica-Marx/Eisenstein/El Capital (Nachrichten aus der ideologischen Antike-Marx/Eisenstein/Das Kapital, 2008) de Alexander Kluge y la atinada selección de documentales actuales tanto a competición como fuera de ella. También hubo lugar para los largometrajes de ficción -como suele ser habitual, menos interesantes de lo esperado- y para los cortometrajes, con piezas de directores tan interesantes como Jay Rosenblatt, Daniel V. Villamediana o Ben Rivers. Todo ello, en dos marcos principales: el CCCB y el un tanto destartalado Maldà, un cine que, al igual que el Méliès o el Casablanca, todavía resiste las embestidas de la crisis en una Barcelona que ha visto como, en los últimos tiempos, se despedían el BAFF, el Cineambigú y el MICEC.
1. Observación
Sin imponer su tesis, confiando en la observación atenta y heredando ciertos modos del cine directo, Depardon radiografía la vida de un hospital psiquiátrico en Urgences (1987). Lo que vemos, en estáticos planos fijos que nos sitúan a una aparente distancia de los pacientes, es parte de lo que ocurrió, a lo largo de un año, en un servicio de urgencias psiquiátricas parisino al que la policía solía enviar a individuos afectados por distintos trastornos graves. No hay problema ético aparente en el filmar y más cuando sabemos, desde un buen principio, que médicos y pacientes son conscientes de la presencia de las cámaras. Aun así, uno tiene la impresión de inmiscuirse en vidas ajenas, de palpar de cerca el estado de seres que bordean la locura y de sentir que, por una vez, la pantalla es un filtro muy fino y transparente respecto a lo que transcurre en la realidad.
El documento está, pues, por encima del documentalista y aún queda lejos el Depardon interventor y agresivo que, en la reciente La vie moderne (2008), cuestiona verbalmente a los seres que filma. Lo que prima aquí es una observación casi de carácter científico en la que las labores del realizador se reducen, básicamente, a dos: el encuadre/duración del plano y el montaje. En este sentido, el hallazgo de un “personaje” femenino de gran fuerza da mayor coherencia al relato que, en un determinado momento, se sostiene en una suerte de largo falso plano secuencia -constituido por numerosos planos fijos enlazados del mismo lugar – en el que vemos a la mujer en cuestión conversar con su médico. Un proceso individual de varias sesiones que confirma el valor de la paciencia y la mera observación. Somos testigos así de un conflicto, de una rutina y de toda una serie de complejidades que se estiran en el tiempo hasta articular un sentido a través de la imagen.
La espera es, por tanto, un valor y más si salimos en busca del instante irrepetible. Lo sabe bien Depardon que, antes de dedicarse al cine, fue fotógrafo y uno de los fundadores de la agencia de prensa Gamma, a la que de algún modo rinde homenaje en Reporters (1981), uno de sus primeros y mejores trabajos. Aquí, el documentalista francés muestra el mundo de los paparazzis. Ya saben, aquellos fotógrafos herederos del personaje de Paparazzo de La dolce vita (Federico Fellini, 1960) que, hasta donde yo sé, siguen dedicándose a robar imágenes de famosos aparentemente in fraganti mientras alguien les recuerda que mataron a Lady Di con sus flashes. Ellos, claro, son personas de a pie y -lejos de halagos o victimismos- en el filme tenemos la fortuna de conocerlos.
Armado con una cámara más (pero de vídeo), Depardon se confunde con un grupo de paparazzis para salir “de caza” y, pese a la complicidad evidente (ellos no dejan de ser sus colegas), sabe retratarlos en su rutina laboral con precisión y sin paños calientes: confiando antes en la observación que en las entrevistas. Surgen, entonces, las persecuciones a unos escurridizos Richard Gere y Charles de Gaulle, pero también los ratos muertos, las discusiones sobre lo que implica ser un reportero siempre disponible -entre otras cosas, renunciar a formar una familia al uso- y sobre lo que se debe o no fotografiar. Si bien el conjunto se mueve en la superficie, el documentalista vuelve a hallar otro “personaje” fuerte -tal y como ocurriría en Urgences– y construye una película que, en su aparente ligereza, viene a reflexionar sobre la doble moral de las personalidades públicas -no existirían sin las cámaras, pero las rehúyen cuando les conviene. Nos sitúa, a su vez, entre los bastidores del periodismo y la parafernalia política dejando para el recuerdo bellos planos en los que, en vez de mostrar a los famosos de turno, se capta a sus retratistas, a aquellos que activan una maquinaria exhibicionista-consumista que parece no tener fin.
2. Historia
El documental, sin embargo, no siempre enfoca todo su interés en el objeto de estudio y hoy son cada vez más los creadores que trabajan -sobre todo a través del montaje- en la construcción de ensayos que dan nuevos sentidos a las imágenes filmadas (o “encontradas”). En este sentido, una de las piezas más curiosas de esta edición fue Maurhause (Bartek Konopta, 2009), un mediometraje documental que cuenta las peripecias de las manadas de conejos que vivían en los alrededores del Muro de Berlín, desde antes de su construcción hasta después de su derrumbamiento. Situándonos en el intersticio entre el Este y el Oeste (y sin recurrir a menciones explícitas), una voz en off nos descubre las transformaciones del hábitat de estos herbívoros a causa de unos acontecimientos históricos que son interpretados de otro modo por el reino animal. El punto de vista es, pues, el de los conejos y el tono, el de una fábula que da lugar a múltiples lecturas políticas y que, a su vez, nos permite interpretar la historia alemana desde una mirada apolítica y quizás equivalente a la de la mayoría silenciosa, a la del pueblo llano.
Molestará a quien busque una reflexión profunda e incluso habrá quien tache a Konopta de carecer de ética, pero es innegable que Maurhause es una pieza ingeniosa que logra lo que persigue despertando, además, un buen número de sonrisas en el respetable; sobre todo por el modo en cómo está construida, mezclando grabaciones de archivo -con personalidades reales- e imágenes deterioradas -para que parezcan de aquella época- de conejos que hoy viven en Berlín. Todo ello da pie a un extraordinario juego de planos/contraplanos que nos viene a confirmar que son muchas las imágenes susceptibles de ponerse en relación y dar lugar a nuevos significados, ya vengan estos provenientes de una narración en off o de esa poderosa arma que es el montaje.
A veces, sin embargo, es un plano fijo -o incluso una foto fija- la que nos sirve para imaginar un mundo que se nos escapa y que somos incapaces de atrapar con la cámara. En Glubinka 35×45 (Evgeny Solomin, 2009), ese mundo es el de los pueblos remotos de Siberia y el de sus habitantes que parecen vivir completamente al margen -aún más que los conejos de Maurhause– de las transformaciones políticas. El documental de Solomin, que fue reconocido con el Gran Premio del festival en dicha categoría, nos lleva a uno de esos lugares para acompañar la rutinaria tarea de un fotógrafo que debe tomar nuevas instantáneas de los lugareños. ¿El motivo? Conseguir que esos ciudadanos olvidados sustituyan sus viejos pasaportes de la Unión Soviética por unos del estado ruso actual.
Filmada en blanco y negro, la película se revela como un reflejo del paso del tiempo y de la lentitud de los cambios. El ritmo y los hábitos de la ciudad se ven sustituidos por los modos de la vida en el campo, y el fotógrafo -al igual que el documentalista- debe enfrentarse a una serie de individuos que se encuentran completamente alejados del mundo de la imagen -son incapaces de comprender lo que representa un retrato-, pero que, sin duda, son suficientemente lúcidos como para advertir lo absurdo del trámite burocrático. Deteniéndose en las fotografías tomadas por el retratista, Glubinka 35×45 logra sus imágenes más sugestivas, las de unos rostros que en sus arrugas revelan el transcurso de los años. Por lo demás, y pese a algún que otro subrayado para mostrar la transformación social -esos pasaportes soviéticos consumiéndose en el fuego-, Solomin opta, en la mayor parte de su mediometraje, por la contención y la contemplación, atrapando, al menos, un instante realmente bello. Aquel en el que el fotógrafo deja su cámara y se pone a bailar con los lugareños: un gesto en el que el dispositivo ya no separa personas, sino que las une.
3. Documento
Estas dos últimas piezas citadas confirman que el lenguaje cinematográfico es un camino plausible para acercarse a la historia de un país y que, a veces, existen otras posibilidades incluso más eficaces. Algo que constatan To Shoot an Elephant (Alberto Arce y Mohammad Rujailah, 2009) y Piombo fuso (Stefano Savona, 2009), dos filmes rodados en la franja de Gaza durante la “Operación Plomo Fundido”, aquella en la que Israel atacó ese territorio por tierra, mar y aire con la presunta intención de destruir las infraestructuras de Hamás. La maniobra militar, que costó la vida de muchos civiles, no pudo ser apenas seguida por los medios de comunicación masivos, pero algunos reporteros independientes -entre los que se encontraban Arce y Savona- lograron entrar en la zona atacada y escapar así del veto israelí que prohibía la entrada de periodistas en la zona.
Sus dos trabajos resultantes -de desigual interés, estando el del español mucho más logrado- nos sirven, ante todo, para reconciliarnos con el reporterismo de guerra, sirviéndonos de doloroso contraplano de las imágenes adulteradas que nos suele ofrecer la televisión del conflicto palestino-israelí. El control sobre la prensa es hoy mucho mayor que antaño -Estados Unidos no toleraría otra guerra retransmitida al detalle como fue la de Vietnam- y uno solo puede entender estas piezas como gestos de resistencia informativa, en los que sus responsables ya no se preocupan tanto por la forma (¿la puesta en escena?) como por el terrible contenido: la guerra y sus víctimas.
Habrá quien crea que, a estas alturas, ya estamos inmunizados ante el dolor ajeno por el bombardeo de imágenes violentas. No es así. Y de ello da testimonio el silencio que prosiguió a la proyección de To Shoot an Elephant. Pese a la presencia de sus responsables en la sala, no hubo ni un solo aplauso. El sentimiento general no era de decepción sino más bien de perplejidad, de impacto ante tamaño baño de “realidad”. Y es que si algo transmite este reportaje -o este “documental”, si ustedes prefieren- es la sensación de haber estado ahí, junto a las víctimas civiles y los conductores de las ambulancias mientras estábamos siendo bombardeados. Una sensación aterradora, visceral, que, tal y como comentábamos con un amigo al salir de la sesión, deja en agua de borrajas la última de Kathryn Bigelow (En tierra hostil, The Hurt Locker, 2008). ¿Acaso el cine puede competir contra lo real?
Rujailah -el guía- y Arce -el cámara- se mueven en el filo de la navaja y no se cortan al mostrar cadáveres y posicionarse a favor de Palestina. La suya no es una opción ni gratuita ni preconcebida desde la distancia. Es todo lo contrario: se trata de una decisión tomada desde las entrañas, con absoluto conocimiento de causa. La sinceridad de ambos nos permite conocer también sus dudas sobre su misión informativa -vemos a ciudadanos palestinos increpándoles por filmarlos- y sobre su posicionamiento ideológico -aparece el fanatismo islámico-, pero lo que queda, ante todo, es la fuerza de su vivencia, de su crónica filmada de lo visto y lo vivido en la que, más allá de cifras y proclamas, las imágenes dejan poco lugar al engaño: se han masacrado inocentes.
Ante ello, uno reacciona con indignación y celebra el atrevimiento de los reporteros. Mientras, a su vez, confirma que, a veces, el documentalista debe ceder todo el protagonismo a los hechos que capta y ser, en vez de cineasta, periodista. Pues, al fin y al cabo, un documento casi en bruto como es To Shoot an Elephant -la intervención en la posproducción no traiciona lo ocurrido- tiene una fuerza de la que carecen otros trabajos reivindicativos aparentemente más creativos.
4. Tendencia
Para más inri, la creatividad individual suele someterse, en demasiadas ocasiones, a la tendencia cinematográfica “alternativa” de cada temporada. De modo que, festival tras festival, uno se da de bruces con filmes idénticos, construidos bajo una fórmula que transmite un cierto déjà vu. Algo que, en esta edición, nos ocurrió con tres largos: Francesca (Bobby Paunescu, 2009), Verano de Goliat (Nicolás Pereda, 2010) y Woman on Fire Looks for Water (Woo Ming Jin, 2009).
Verano de Goliat era, sin duda, la más esperada de ellas y una de las apuestas más fuertes del certamen, sobre todo tras haber sido reconocida en la exigente sección Orizzonti de Venecia 2010. Aun teniendo varios elementos de interés, la obra no cumplió, ni de lejos, las expectativas depositadas en un director que, en el año anterior, ya había competido con la para mí desconocida Perpetuum Mobile (2009). Su nuevo trabajo nos acerca a Huilotepec, un pueblo rural de México, y se construye en base a escenas aisladas -casi set pieces o fragmentos de una “instalación”- en las que distintos personajes de la zona nos muestran sus experiencias cotidianas y juegan con las posibilidades del dispositivo fílmico. Bebiendo tanto de Gus Van Sant como de Apichatpong Weerasethakul, Pereda esboza un trabajo de narración mínima que solo funciona, en ocasiones, gracias a las interpretaciones naturalistas de los actores y a los graciosos planos en los que estos “ensayan” sus diálogos. Queda, por lo demás, en el enésimo artefacto que funde ficción y documental, sin lograr que el interés del espectador vaya más allá de una limitada reflexión metalingüística.
En cuanto a Francesca y Woman on Fire Looks for Water se trata de dos películas de trasfondo social que optan por historias mínimas tan eficaces como limitadas. La primera está construida con cierto rigor y acierta al escapar de lo truculento al narrar las peripecias de una joven que quiere dejar Rumanía, pero el filme se queda lejos de otros trabajos procedentes de su país de los que es en exceso deudora. La segunda nos sitúa en una zona pesquera rural de Malasia en la que el estancamiento de las aguas es equiparable a la situación de unos personajes que dejan correr sus vidas. La acción es soterrada y hay un claro choque entre hombres y mujeres, pero los lazos entre poder y pasión se ven ahogados pronto por una planificación sosegada, inerte, que abusa de la música extradiegética para alcanzar una emoción que nunca traspasa la pantalla. Su joven director, Woo Ming Jin, es, sin embargo, un nombre a seguir. No en vano, en Gijón 2010 presentó la estimable -y más lograda- The Tiger Factory (2010), una crónica del tráfico ilegal de bebés hilada con una precisión digna de los Dardenne.
Dicho esto, y aun considerando que las tres propuestas citadas no merecían tanta atención, L’Alternativa se confirmó, en su 17ª edición, como un buen festival pequeño, que cree en lo que proyecta y que tiene una línea de programación muy respetable. Y más si le da a uno la ocasión de recuperar dos de los filmes más sugestivos de 2009: La bocca del lupo (Pietro Marcello) y Viajo porque preciso, volto porque te amo (Karim Ainouz y Marcelo Gomes) (Gran Premio en la categoría de Largometrajes de Ficción), dos trabajos, estos sí, que escapan de las tendencias y nos permiten seguir hilando un relato sobre la evolución del cine contemporáneo. Un cine, quizás, no tan político como antaño, pero vivo, muy vivo. Y aún deudor de la realidad
© Carles Matamoros Balasch, Enero 2011