Sobre ‘Ozu, multitudes’, de Pablo García Canga

El bordado de Ozu

Una fotografía. Una foto por película de Ozu. O mejor dicho, un frame capturado de cada película de las treinta y siete que se conservan de Yasujirō Ozu.

En Ozu, multitudes (Pablo García Canga) (1) no somos invitados a recorrer cada película del cineasta japonés desde una representación formal que nos desvele la estructuración secreta de un estilo y una narrativa, sino que tan solo se nos deja atender sin distracción alguna a cómo se le es arrancada una parte minúscula a cada obra; un frame, una de esas veinticuatro partes que son un segundo de Ozu.

Ante la medida del estilo Ozu, la desmedida del procedimiento aplicado: cada frame seleccionado depara una lectura de partida que podría convertirse en una forma de profanación de Ozu, porque ver una película a partir de cierto frame es “interpretar, es ejercer violencia” (Jacques Aumount) (2). Una imagen dejada a solas puede invocar el riesgo de “someter y regular lo visual, destruir el poder de las imágenes, o al menos restringirlas dentro de los límites de la discursividad” (Steven Shaviro) (3).

Uno de los frames seleccionados en el libro, correspondiente a «El comienzo del verano» (Bakushû, 1951)

La imagen de Ozu aislada como se aísla un germen en el microscopio; circunstancia peligrosa la del frame capturado y separado del resto, visto en la distancia, incapaz de expresar nada más allá de sí mismo, frustrantemente estático. Pero a su vez con la posibilidad de una evanescencia desde la que, estando demasiado presente en su misma insignificancia, alberga la esperanza de dejar de ser un cuerpo sin alma y convertirse en una forma que indique el cuerpo de la película ausente. Para muestra el propio Pablo desmintiendo al frame que ha elegido para escribir de Corazón vagabundo (Dekigokoro, Yasujirō Ozu, 1933), convirtiéndolo en narración, movilizándolo con la palabra hacia el plano y después hacia la película.

“Esto es un golpe a punto de suceder. Un buen golpe en la espinilla. Un golpe de esos que duelen y enfadan. Se lo está dando un niño a su padre. Sin saber más, sin el antes, sin el después, detenidos ahí, se pueden imaginar muchas razones para ese golpe. Muchas de ellas serían, de alguna manera, venganzas. Serían enfados. Serían golpes dados con mala intención. Con intención de hacer daño. Sí, lo normal sería imaginar eso. Para eso sirven los golpes, para hacer daño. Pero en realidad no. Aquí, ahora, no. Lo que el niño pretende con ese golpe es despertar a su padre. Despertarlo para que vaya a trabajar. Es cierto que eso podría ser cosa de mala leche, se está mejor durmiendo que trabajando, pero en realidad es cosa de sentido común. Son pobres y si el padre no trabaja no comen ni el uno ni el otro. A los dos les gusta comer.” (Pablo García Canga)

Pudiendo elegir refugio en las películas de Ozu, Pablo ha escogido hacer refugio con treinta y siete imágenes de las treinta y siete películas de Ozu. Ser intempestivo, actuar como hace décadas, cuando solo se podía escribir de la película de memoria o diciéndosela a alguien que no podría verla hasta que años después volviesen a programarla. Cinefilia de contrabandista, mercadería imaginaria como la de Plinio el Viejo cuando buscaba las palabras para compensar a los ojos que nunca pudieron ni podrán ver esculturas de Praxíteles.

“Contar una película es pensarla, por la vía de vivirla pero sobre todo re-vivirla, re-crearla y re-habitarla” ha escrito Rubén García López (2020) en su blog Marginalia sobre Pablo García Canga, haciendo notar así el particular modo en el que la escritura de este hace de una imagen la puesta en situación donde la emoción de sí mismo se acompasa con la descripción de lo que pasa, con la narración naciente de la película y con la forma que la despliega.

Ejercicio de fe en la imagen desprendida de la película que nos falta pero que llega en la palabra; devuelto el frame al fotograma, el fotograma al tiempo sellado del plano y todo a su vez en la película vista sin ver: el frame escogido por Pablo como imagen que alude a lo “que falta porque está ahí, con todos los rasgos de una imagen que no figuraría y con la cual la incesante carencia de relación, sin presencia, sin ausencia, es el signo de una soledad común.” (Maurice Blanchot) (4).

Ejercicio también de fe en la palabra elevada a la prosodia del texto, que evoca cada película de Ozu como si la iterabilidad de lo escrito por Pablo pudiese devolvernos algo a cambio; una especie de traducción que se sostiene por sí misma y que “nos obliga a volvernos hacia el original, al cual, a su vez, bañó en una nueva luz; la propia oscuridad de la traducción permite al original manifestarse mejor” (George Steiner) (5).

Pablo y el fondo de su poética elegida; la voz de Ozu se mezcla con la suya y se encuentra con la nuestra. Hay un hermoso pasaje en su libro que muestra las huellas de su estrategia como espectador, crítico y cineasta. Lo hace sin darse cuenta, cuando escribe soñándose desaparecido en el texto y perdido en Corazón vagabundo.

“Se puede leer. Quizás se trate de eso. Aprender a leer en las palabras y también más allá de las palabras. Aprender a leer a los otros y también aprender a leerse a uno mismo. Cada ser grita en silencio pidiendo ser leído de otra manera. Sí, ser leído de otra manera por los otros, pero también por sí mismo. Porque, si uno se toma el tiempo para pensarlo, si uno tiene el lujo de poder tomarse ese tiempo, puede ser que uno ni sepa ya por qué golpea, por qué se rasca, dónde de veras le pica. Puede ser que uno se tenga que ir lejos para empezar a comprender. Para tomar distancia y verlo todo más claro. Para aprender a leer en los otros y en sí mismo. Para aprender a leer en el mundo mismo. Para conseguir ver de pronto el texto completo que escribían los golpes y los picores, el desorden y también las palabras”. (Pablo García Canga)

Tan cerca en ese pasaje Pablo y los personajes de Ozu de la sapientia de Roland Barthes, de una experiencia que recomponga el saber a partir del desaprendizaje, dejando trabajar a una recomposición imprevisible que se impone a la sedimentación de los saberes y las creencias que nos van atravesando.

Tan cerca de la sapientia como lo está el actor Omoye Kikugoro VI en La danza del león (Kagamijishi, Yasujirō Ozu, 1936), cuando tiene que interpretar un baile tradicional ya actuado muchas veces, haciéndolo revivir en su sentido de siempre pero con la obligación de bailarlo como si se tratase de la primera vez. Dejando a Omoye Kikugoro VI danzando en la aporía de una diferencia en la repetición, Ozu hace que sepamos lo que sabíamos no saber.

“Podemos pensar que nos falta la cultura para entender lo que está pasando. Sería una explicación para nuestra ligera decepción. Al poco, sin embargo, empiezan a pasar cosas con su manera de mover los abanicos. Empieza el asombro. Quizás no sea eso lo de veras importante según la tradición. No sabemos. Pero ahí pasa algo. Esos movimientos no son cualquier cosa. Empezamos a sentir que nuestra espera se encuentra con algo en el presente. El vacío creado por la espera empieza a llenarse con algo. Algo que mirar. Algo que comerse con los ojos. Luego, al cabo de otro rato, el actor, que no era muchacha y que no es león, se viste de león. Ese león se parece más bien a un señor medieval con una melena blanca impresionante. Empieza a moverse imperioso. Primero el cuerpo. Luego la melena. Hace molinillos con ella. Entonces pasa que uno se queda maravillado. Viene entonces esa sensación, que también es una idea, de que admirar es algo feliz. Es reconocer una potencia sucediendo. Reconocer que eso es posible. Por eso hacía falta ese tiempo de la espera”. (Pablo García Canga)

En ese fragmento se encuentra una suerte de guía para el lector de Ozu, multitudes. Hay que leer el libro así, como mira Pablo a Ozu y como este nos enseña que baila Omoye Kikugoro VI, y nunca lo uno sin lo otro; es decir, con un poco de la paciencia que tenemos ante La danza del león. Porque puede que ya hayáis visto las películas de Ozu como Omoye Kikugoro VI ya había interpretado la danza. Pero en este libro encontraréis una suerte de estallido donde “lo que importa, no es decir, sino volver a decir y, en esta repetición, decir cada vez aún por primera vez” (Maurice Blanchot) (6). Situándonos ante el enigma de unas fotos encontradas buceando entre frames, hallaréis derramado a Ozu en sus películas y a Pablo buscándolo en ellas; repitiéndolo hasta hacerlo aparecer en habitaciones, kimonos y sonrisas que son desencadenadas por la palabra hacia un movimiento que el frame elegido niega. Decir a Ozu en aquello de él que muchas veces nos salta a la vista —tan fácil nos parece reconocer un plano de Ozu nos dice Pablo acerca de la primera foto del libro, la única en la que aparece Yasujirō.

Y lo que salta a la vista de Ozu es su ausencia, su fantasmagoría proyectada en “todo aquello en lo que él, película a película, año tras año, se deshizo. Todo aquello en lo que él dejó de ser él” (Pablo García Canga). Ozu deshecho haciendo películas en todos los motivos en los que alcanzamos a verle; deshecho como el bordado de Penélope se deshizo todas las noches hasta la vuelta de Ulises. Creo que ahora empiezo a hacerme una idea de cómo Pablo ha esperado a Ozu durante los dos años de gestación del libro; frame como aguja, escritura como hilo, bordado que como el de Penélope solo se puede acabar tras la vuelta del perdido y que a cada puntada “encendería fuegos, observaría la hierba crecer, escucharía el viento y aprovecharía el vuelo de la espuma para esparcirla. No multiplicaría los juicios, pero sí los signos de existencia, ella los llamaría, los arrancaría de su somnolencia. ¿Los inventaría a veces? Tanto mejor, tanto mejor” (Michel Foucault). (7)

 

© Ángel Alonso de la Fuente, noviembre de 2020

(1) GARCÍA CANGA, Pablo, Ozu, multitudes, Athenaica Ediciones Universitarias, Sevilla, 2020.
(2) AUMONT, Jacques, Materia de imágenes, redux, (2009), Shangrila, Santander, 2014. 
(3) SHAVIRO, Steven, The cinematic body, University of Minnesota Press, Minneapolis, 1993. 
(4)BLANCHOT, Maurice, El paso (no) más allá, (1973), Paidós, Barcelona, 1994. 
(5) STEINER, George, Después de Babel, (1975), Fondo de Cultura Económica, México D. F, 1980. 
(6) BLANCHOT, Maurice, El diálogo inconcluso, (1969), Monte Ávila, Caracas, 1970. 
(7) FOUCAULT, Michel, Dits et Ecrits, (1954-1988), tome IV : 1980-1988, Gallimard, Paris, 1994.