New Jerusalem

El errante y el comulgante

Just to see my holly home
just to see my holly home
we will live just us alone
safely in our holly home (…
)”
Bonnie «Prince» Billy (aka Will Oldham)

“Hay un camino ante ti y es tu vocación”
Siddharta, Herman Hesse

Destino: YO

¿Qué es Nueva Jerusalén? El lugar donde las almas se redimen. El paraíso soñado. La vida eterna. El hogar. A él creen dirigirse los miembros de la congregación evangélica a la que pertenece Ike (Will Oldham), y lo hacen en grupo, en armonía, en comunidad. El individuo debe encontrarse, debe dar consigo mismo en soledad, pero el colectivo le ayuda a que su camino sea más transitable. “Dios en tu casa y en la de todos”, que diría aquel. Rezos a viva voz. Paz interior. Unión. Los feligreses se dan la mano cada vez que celebran un servicio religioso y en sus gestos se advierte la satisfacción de quien se sabe en su hogar, de quien se cree depositario de la Verdad. ¿Les podemos tomar por fanáticos? Sin duda. ¿Les podemos mirar por encima del hombro? Seguramente. Pero Rick Alverson, tan ateo como el que más, no está aquí para juzgarlos sino para comprenderlos, para abrir la posibilidad de un encuentro con ellos; una confluencia que verá posible incluso el espectador más escéptico, aquel que no teme tanto a Dios como a alguno de sus seguidores.

Nuestro hombre, nuestro mediador en esta congregación que sita en algún lugar de Virginia, es Sean (Colm O’ Leary), un irlandés venido de la Guerra de Afganistán que experimenta el desarraigo y la pesadumbre. El suyo es el rol del errante, del ambulante, del nómada. Lee a Walt Whitman. Escucha jazz. Toma antidepresivos. Es ajeno a la religión, pero está en busca de su lugar, de su morada. Sean suma un cuerpo más a esa fila de errabundos que conforma cierta tradición del cine norteamericano (Ethan, Travis, Gerry…), almas solitarias que deambulan de aquí para allá casi sintetizándose con el paisaje. En sus regresos a la civilización no pasan desapercibidos, aunque tal vez quisieran, y los otros les miran, pero ellos apenas ven. Hombres de pocas palabras, a disgusto en sociedad pero tratando de localizar simultáneamente algún tipo de enlace para volver a sentirse vivos. Se buscan. Parecen aguardar algo, que caiga una respuesta, pero no saben dónde esperar y por eso se mueven o corren, como vemos hacer en varias ocasiones al protagonista de New Jerusalem (Rick Alverson, 2011). Todos ellos casi podrían constituir un subgénero, una estirpe o tribu, o un club en mitad del desierto.

En The Builder (2010), la anterior película del cineasta y músico estadounidense, el personaje de O’ Leary abandonaba la ciudad para comprarse un terreno y edificar allí su casa con sus propias manos, como si de un pionero se tratase. Veía con atención El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, D.W. Griffith, 1915), pero no lograba asentarse. Su desorientación, así como su fatiga existencial, perduran en el nuevo trabajo de Alverson, donde encuentra, sin embargo, a Ike, un compañero de trabajo que le ofrece una vía de escape, una solución a su desamparo.

 

La fe como camino

¿Es la religión un posible camino? ¿Lo es incluso para el que no tiene fe? La convicción del personaje de Oldham arrastra al de O’Leary, que se ve seducido por esta suerte de predicador que no titubea, que no pierde la paciencia, y que insiste, una y otra vez, en sus ideas; que Cree. Ike y Sean comparten horas en un taller de coches y, entre reparación y reparación, entablan una amistad. Es el primero quien busca al segundo, quien le sigue, le escucha, le apoya y, finalmente, le persuade. Su proselitismo podría molestarnos y es indudable que nos incomoda, pero, a medida que avanza la fina trama, aceptamos el reto y nos disponemos a admitir, en nuestro escepticismo existencial, la posibilidad cristiana. ¿Estamos entonces ante una película redentora? ¿Ante un filme que quiere convertirnos? Ni mucho menos. De lo que se trata, más bien, es de asistir a un intercambio amistoso en el que habrá lugar tanto para la colisión y la discusión como para el diálogo y el encuentro.

Ese tanteo asistido de la solución cristiana que Ike le propone a Sean era también sopesado por uno de los personajes más emblemáticos de Woody Allen. Su hipocondríaco Alvy Singer en Annie Hall (1977) se lanzaba desesperadamente en busca de una respuesta religiosa al sentido de la vida e iba probando los métodos y exigencias del judaísmo o el cristianismo, experimentando incluso la filosofía hare krishna. El psicoanalista Viktor Frankl, que vivió en sus propias carnes el horror de los campos de exterminio, y que durante su cautiverio levantó El hombre en busca de sentido, desarrolló la llamada logoterapia y arrancaba las sesiones con sus pacientes con una pregunta muy directa: “¿Por qué no se suicida usted?”. Quizás el personaje al que da vida O’Leary se hubiera quedado musitando ante tal interrogante. Son precisamente esas respuestas las que trata de hallar para salir del bloqueo en el que se encuentra, pero las soluciones que a uno le valen pueden resultar baldías, e incluso contraproducentes, para otro, o funcionar simplemente como parches temporales, como pequeñas píldoras de alivio hasta que uno vuelva a toparse con sus propios fantasmas y laberintos.

The Builder y New Jerusalem ilustran, respectivamente, la tensión entre dos posibles tradiciones, dos opciones vitales entre las que poder elegir: el camino individual que uno puede emprender y que ha de ir construyendo solitariamente; frente a la alternativa de la comunidad, ese lugar ya preexistente donde el individuo se disuelve parcialmente en favor del grupo y de un ideal que trasciende su mortal condición humana. Por un lado, el errante que se mueve en la infinitud del terreno, a corazón abierto; por otro, el comulgante, en un territorio acotado y ordenado (las sillas perfectamente dispuestas en la iglesia, los neumáticos apilados en el taller), miembro y parte de un cuerpo familiar, de un vecindario, de una congregación…

 

Ver para creer

La clave de la confluencia entre ambos individuos está en lo palpable, en aquello que el personaje de O’Leary puede comprender sin necesidad de ceder a la trascendencia mística. Al fin y al cabo, Oldham le descubre una comunidad apacible, un paraíso en la Tierra. Entre los dos surge una camaradería masculina que incluye el contacto físico y el gusto por la conversación. Alverson filma largas escenas en las que ambos se sientan para charlar y en las que cada detalle fragmentado por el montaje tiene su valor —un gesto con la mirada, un movimiento con la mano, un hilo de voz, numerosos destellos de luz sobre las figuras—. Son escenas de gran belleza, casi un registro documental de detalles corporales, en buena parte improvisadas, conformadas por bloques de tiempo que comparten los actores. La precisa dicción con la que estos conversan, con una infrecuente naturalidad, nos lleva a pensar en Old Joy (Kelly Reichardt, 2006) e incluso en La vida sublime (Daniel V. Villamediana, 2010), dos filmes en los que el diálogo —el masculino para más señas— es capaz de sostener una escena y revelar aspectos de los individuos que participan en él.

¿Quiénes son estos hombres? ¿Por qué se buscan? ¿Qué nos fascina de su encuentro? Es difícil de precisar, pero una posibilidad plausible es la de distinguir en ellos los rostros de dos Américas: la que está segura de sí misma y se siente en posesión de una Verdad inalterable que debe defender (Ike), y la que vacila, da tumbos y vaga constantemente en busca de respuestas (Sean). “No se pueden recorrer todos los caminos”, le espeta el personaje de Oldham al de O’Leary, y puede que sea cierto, pero este último se resiste a dejar de ser un errante de road movie. Aun así, durante varios días, aceptará la invitación de su compañero a seguir el camino de Jesucristo y hallará así, al menos temporalmente, una morada de la que carece, una mascota a la que cuidar, una chica a la que besar. Incluso, tras conocer al padre de Ike, Sean llegará a afirmar: “This make me feel at home”.

Durante el proceso de preparación de We Can’t Go Home Again (1976), Nicholas Ray hizo un sondeo entre la población de Washington preguntando el objetivo más codiciado; aplastantemente, el noventa por ciento de la muestra coincidió: “Tener una casa propia”. Ray trató de expresar en ese filme testamentario aquel sentimiento que intentó recuperar durante la última fase de su vida: “[Esta película] trata de personas que aspiran a tener un hogar propio. Esa era la gran búsqueda americana en la época en que se hizo la película”. Y esa todavía sigue siendo la máxima aspiración de Sean, un personaje que vislumbrará la posibilidad de un hogar real a partir de su relación con Ike. Las varias muestras de amor fraternal que recibirá por parte de este son, sin duda, significativas: un casete en el que Ike le recita fragmentos bíblicos, una cena familiar, un abrazo, un baño en el río entre amigos, un lavatorio de pies… Pero como ocurría durante la búsqueda de otro errante, Siddharta, aunque en clave literaria en el relato de Herman Hesse, “las abluciones eran buenas, pero eran agua; no lavaban el pecado, no curaban la sed del espíritu, no tranquilizaban el corazón”.

 

El hechizo músico-religioso

Sea como fuere, el personaje de O’Leary alcanzará una verdadera unión con su colega evangelista cuando este le muestre toda su fuerza, todo su carisma, en dos asombrosas interpretaciones a capela; dos momentos en los que entonará sendos cánticos religiosos —entre el folk y el gospel— que descubrirán unos Estados Unidos lejanos, añejos y genuinos, un lugar al que apela tanto este filme como la propia obra como músico de Oldham. Y es que la música, ante todo la música, emergerá como un llanto compartido, como una energía que sana todo sufrimiento y que acerca a feligreses y espectadores a lo divino, a lo sublime. Un poco a la manera en que ocurría en aquel bello filme de King Vidor, Aleluya (Hallelujah!, 1929), donde el trabajo en los campos de algodón se volvía más tolerable gracias a la religión y la música que funcionaban como lubricantes de toda una comunidad unida ante sus ovejas descarriadas.

El hechizo músico-religioso en New Jerusalem no dura, sin embargo, para siempre, ni tiene el poder redentor que se presentía en el musical de Vidor. Pues el final de la película no elude el escepticismo de su director frente a las certezas cristianas. Pese a ello, el filme logra abrir una senda certera para acercarse a lo religioso sin caer en lo paródico o lo devoto. Y lo hace con escasos recursos económicos: un reparto de amigos, unas pocas localizaciones y un presupuesto mínimo. Sin apenas levantar la voz, sin apenas apoyo crítico, sin apenas filiaciones formales evidentes y rodando con una pequeña cámara digital en su localidad natal de Richmond, Alverson ha entregado una película relevante; un filme independiente en el que se descubre, como en algunos compañeros de su generación, una capacidad innata para filmar lo pequeño, lo íntimo, lo personal.

 

© Carles Matamoros y Covadonga G. Lahera, julio-agosto 2011